En BOLETÍN SEMANAL

Aquí gruñen ciertas personas, que no atreviéndose claramente a quitarle a Cristo su divinidad, le despojan en secreto de su eternidad. Porque dicen que el Verbo comenzó a existir cuando Dios en la creación del mundo abrió su sagrada boca. Pero hablan muy desconsideradamente al decir que ha habido en la sustancia de Dios cierta mutación. Es verdad que los nombres y títulos que se refieren a la obra externa de Dios se le atribuyen cuando la obra comenzó a existir – como cuando es llamado creador del cielo y de la tierra -, pero la fe no reconoce ningún nombre ni admite ninguna palabra que signifique que algo se ha innovado en Dios mismo. Porque si alguna cosa nueva le hubiera sobrevenido, no podría ser verdad lo que dice Santiago: “…Todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación» (Sant. 1, 17). Por tanto, nada se puede consentir menos que imaginar un principio del Verbo, que siempre fue Dios y después creó el mundo.

Pero ellos piensan que argumentan sutilmente al decir que Moisés, cuando narra que Dios habló, quiere decir que antes de aquel momento no había en Dios palabra alguna. Sin embargo, no hay nada más insensato que esto, pues no se sigue ni se debe concluir: esto comenzó a manifestarse en tal tiempo, luego antes no existía. Yo concluyo exactamente al revés, o sea: puesto que en el mismo instante en que Dios dijo: sea hecha la luz, apareció y se demostró la virtud del Verbo, por tanto, el Verbo existía mucho antes. Y si alguno pregunta cuánto tiempo antes, no encontrará en ello principio alguno, porque ni aun el mismo Jesucristo fija tiempo cuando dice: «Padre, glorifícame tú para contigo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese» (Jn. 17,5). Y Juan no se olvidó de probar esto mismo, porque antes de hablar de la creación del mundo dice que el Verbo existió desde el principio con Dios. De nuevo, pues, concluyo que el Verbo que existió antes del principio del tiempo concebido en Dios, residió perpetuamente en Él; por donde se prueba claramente la eternidad del Verbo, su verdadera esencia y su divinidad.

Testimonios de la Escritura sobre la divinidad de Jesucristo

Y aunque no quiero mencionar ahora la persona del Mediador, porque dejo el tratar de ello para el lugar donde se hablará de la Redención, sin embargo, como todos sin contradicción alguna deben tener por cierto que Jesucristo es aquel mismo Verbo revestido de carne, los mismos testimonios que confirman la divinidad de Jesucristo tienen mucho peso para nuestro actual propósito.

Cuando en el Salmo 45:6 se dice: «Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre», los judíos lo tergiversan diciendo que el nombre de «Elohim», que usa en este lugar el Profeta, se refiere también a los ángeles y a los hombres constituidos con autoridad. Pero yo respondo que en toda la Escritura no hay lugar semejante en el que el Espíritu Santo erija un trono perpetuo a criatura alguna. Ni tampoco aquel de quien se habla es llamado simplemente Dios, sino además Dominador eterno. Asimismo a nadie más que a Dios se da este titulo de «Elohirn» sin adición alguna; como por ejemplo se llama a Moisés el dios del Faraón (Éx. 7:l). Otros interpretan: tu trono es de Dios; interpretación sin valor alguno. Convengo en que muchas veces se llama divino a lo que es excelente, pero por el contexto se ve claramente que tal interpretación sería muy dura y forzada y que no puede convenir a ello en manera alguna.

Pero aunque no se pueda vencer la obstinación de tales personas, lo que Isaías testifica de Jesucristo: que es Dios y que tiene suma potencia (Is.9,6), lo cual no pertenece más que a Dios, está bien claro. También aquí objetan los judíos y leen esta sentencia de esta manera: éste es el nombre con que lo llamará el Dios fuerte, el Padre del siglo futuro, etc. Y así quitan a Jesucristo todo lo que en esta sentencia se dice de Él, y no le atribuyen más que el título de Príncipe de paz. Pero, ¿por qué razón se habrían de acumular en este lugar tantos títulos y epítetos del Padre, puesto que el intento del profeta es adornar a Jesucristo con títulos ilustres, capaces de fundamentar nuestra fe en Él? No hay, pues, duda de que es llamado aquí Dios fuerte por la misma razón por la que poco antes fue llamado Emmanuel.

Pero no es posible hallar lugar más claro que el de Jeremías cuando dice que «éste será su nombre con el cual le llamarán: Jehová, justicia nuestra» (Jer. 23:6). Porque, como quiera que los mismos judíos afirman espontáneamente que los demás nombres de Dios no son más que epítetos, y que sólo el nombre de Jehová, al que ellos llaman inefable, es sustantivo que significa la esencia de Dios, de ahí concluyo que el Hijo es el Dios Único y eterno, que afirma en otro lugar que no dará su gloria a otro (ls.42,8). Los judíos buscan también aquí una escapatoria, diciendo que Moisés puso este mismo nombre al altar que edificó, y que Ezequiel llamó así a la nueva Jerusalén. Pero, ¿quién no ve que aquel altar fue erigido como recuerdo de que Dios había exaltado a Moisés, y que Jerusalén es llamada con el nombre mismo de Dios sencillamente porque en ella residía Él? Porque el profeta se expresa así: «Y el nombre de la ciudad desde aquel día será Jehová-sama (Ez.48:35). Y Moisés dice: «Edificó un altar, y llamó su nombre, Jehová- nisi’ (Éx. 17:15).

Pero mayor aún es la disputa con los judíos respecto a otro lugar de Jeremías, en el cual se da este mismo título a Jerusalem: «Y se le llamará: Jehová, justicia nuestra- (Jer.33,16). Pero está tan lejos este testimonio de oscurecer la verdad que aquí mantenemos, que antes al contrario, ayuda a confirmarla. Porque habiendo dicho antes Jeremías que Cristo es el verdadero Jehová del cual procede la justicia, ahora dice que la Iglesia sentirá con tanta certeza que es así, que ella misma se podrá gloriar con este mismo Nombre. Así que en el lugar primero se pone la causa y fuente de la justicia, y en el segundo se añade el efecto.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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