En ARTÍCULOS

“Y el Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.”—1ª Juan 5:6.

Ahora procedemos a examinar el trabajo del Espíritu Santo en la Iglesia de Cristo.

Aun cuando el Hijo de Dios ha tenido una Iglesia en la tierra desde el principio, las Escrituras hacen la distinción en su manifestación antes y después de Cristo. Tal como la bellota, plantada en la tierra, existe, aunque pasa por los dos períodos de germinación y enraizamiento y luego de crecimiento hacia arriba formando el tronco y las ramas, así también la Iglesia. En un principio escondida en la tierra de Israel, envuelta en los pañales de su existencia nacional, hasta que en el día de Pentecostés fue manifestada al mundo.

No es que la Iglesia fue fundada sólo en Pentecostés; esto sería una negación de la revelación del Antiguo Pacto, una falsificación de la idea de Iglesia, y una aniquilación de la elección de Dios. Solamente decimos que ese día se convirtió en la Iglesia para el mundo.

Y en ella el Espíritu Santo ha realizado una obra extremadamente exhaustiva. No así su formación, ya que ese es el trabajo del Dios Trino en el decreto divino; o, hablando de forma más precisa, de Jesús el Rey cuando compró a Su pueblo con Su propia sangre. En efecto, el Espíritu de Dios regenera a los elegidos, a quienes desde un principio no encuentra en el mundo, sino en la Iglesia. Toda representación de que el Espíritu Santo reúne a los elegidos sacándolos desde un mundo perdido, y de esa forma trayéndolos a la Iglesia, se opone a la representación bíblica de la Iglesia como organismo. La Iglesia de Cristo es un cuerpo, y como los miembros nacen desde el cuerpo mismo y no son sumados a él desde afuera, de la misma forma se debe buscar la semilla de la Iglesia en la Iglesia misma y no en el mundo. El Espíritu Santo obra solamente sobre lo que ha sido santificado en Cristo. …

No obstante, ya que la regeneración corresponde a Su obra sobre el individuo, y ahora estamos considerando Su obra en la Iglesia como un todo, como una comunidad, dirigimos nuestra atención en primer lugar a su obra de conferir dones espirituales, específicamente aquellos llamados “charismata.” Algunos pasajes del Nuevo Testamento hablan de los regalos ofrecidos a Dios (Mat. 5:23): «Por tanto, si traes tu ofrenda al altar»; o regalos entregados a otros (2 Cor. 8:9) y Fil. 4:17) y el don de la salvación; pero no estamos considerando esos.

Un don ofrecido a Dios en griego es llamado «doron«; conferido a otros, comúnmente es llamado «charis«; mientras que el don de gracia, es llamado «dorea.» Por lo tanto estos dones son distintos de los que ahora ocupan nuestra atención. Y la diferencia se ve de forma más clara cuando comparamos el don del Espíritu Santo con los dones espirituales.

El Espíritu Santo mismo es un don de gracia. Pero cuando Él confiere dones espirituales, nos adorna con ornamentos santos. El primero se refiere a nuestra salvación; los segundos a nuestros talentos.

En referencia a nuestra salvación, las Escrituras lo llaman un don gratuito y misericordioso, generalmente “dorea” en griego, que, viniendo de una raíz que significaba dar, indica que no tenemos derecho a él, no habiéndolo merecido o comprado, sino que es un bien regalado.

San Pablo exclama: “Gracias a Dios por su don inefable,” es decir, de salvación (2 Cor. 9:15). Y nuevamente: “Abundaron mucho más para los muchos la gracia y el don de Dios por la gracia de un hombre, Jesucristo.» “Mucho más reinarán en vida por uno solo, Jesucristo, los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia.” (Rom. 5:15,17). Por último: “Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo.» (Ef. 4:7).

 La misma expresión es usada invariablemente en la entrega del Espíritu Santo: “y recibiréis el don del Espíritu Santo.” (Hechos 2:38). Y: “De que también sobre los gentiles se derramase el don del Espíritu Santo.” (Hechos 10:45). Por consiguiente se debe destacar cuidadosamente que esto no tiene nada que ver con el tema que estamos considerando. Cuando San Pablo habla de la fe como un don de Dios, él se refiere a nuestra salvación y a la obra salvadora de Dios en el alma. Pero los dones a los cuales ahora nos referimos son totalmente distintos. No son para salvación, sino para la gloria de Dios. Nos son prestados como ornamentos, para que podamos mostrar su belleza en forma de talentos para obtener otros talentos de ahí en adelante.

Son acciones adicionales de gracia; los cuales no pueden tomar el lugar de la obra adecuada de la gracia para salvación, ni pueden confirmarla, ya que tienen un propósito totalmente distinto. La obra de la gracia es para nuestra propia salvación, gozo y edificación; los charismata nos son dados para otras personas. Lo primero implica que hemos recibido el Espíritu Santo; lo segundo que Él nos imparte dones.

Para ser precisos, los charismata son dados a las iglesias, no a las personas individuales. Cuando un comandante selecciona y entrena a hombres para ser oficiales en el ejército, es evidente que no hace esto por el placer, honor o enaltecimiento personal de ellos, sino para la eficiencia y honor del ejército. Él puede buscar a hombres con talento para el servicio militar y entrenarlos e instruirlos; pero él no puede crear tales talentos. Si esto fuera posible, todo rey dotaría a sus generales con la genialidad de un Von Motke y cada almirante sería un De Ruyter.

Pero Jesús no está limitado de esta forma. Él es independiente; a Él le es dado todo el poder tanto en el cielo como en la tierra. Él puede crear talentos e impartirlos libremente a quien sea. Por tanto, sabiendo lo que la Iglesia necesita para su protección y edificación, Él puede proveer completamente para sus necesidades. Su propósito no es meramente agradar o enriquecer a ciertos individuos, menos aún darle a algunos lo que les niega a otros; más bien, con las personas que han sido dotadas, el adornar y favorecer a toda la Iglesia. No ponemos una lámpara sobre la mesa para mostrarle a ella un favor especial o porque sea mejor que la silla o la estufa; sino simplemente porque así cumple su propósito y que de esta manera toda la habitación sea iluminada. El considerar los charismata como un mero adorno o beneficio para la persona que los recibe sería tan absurdo como decir: “Yo enciendo el fuego no para calentar la habitación, sino la estufa”; y el envidiar los charismata dados a otros en la Iglesia sería igual de insensato que si la mesa envidiara a la estufa porque esta tiene todo el fuego.

Los charismata, entonces, deben ser considerados en un sentido económico. La Iglesia es una gran casa con muchas necesidades; una institución que se hace eficiente a través de muchas cosas. Ellos son para la Iglesia lo que la luz y el combustible es para el hogar; no existiendo para sí mismos, sino para la familia, debiendo ser dejados de lado cuando los días son largos y cálidos. Esto es aplicable directamente a los charismata, muchos de los cuales, dados a la Iglesia apostólica, no son de ayuda para la Iglesia de hoy.

Estos charismata indudablemente tienen, en algún grado, un carácter oficial. Dios ha instituido oficios en la Iglesia; no de forma mecánica o dependiendo de formalidades externas; tal concepción poco espiritual es ajena a las Escrituras. Pero tal como hay una división del trabajo en el ejército, así también en la Iglesia.

Consideremos, por ejemplo, el cuerpo. Debe ser cuidado de las lesiones; la sangre debe ser trasportada a los músculos y nervios; la sangre venal debe ser convertida en arterial; los pulmones deben inhalar aire puro, etc. Todas estas actividades dependen de los diferentes miembros del cuerpo. Los ojos y el oído vigilan; el corazón bombea la sangre; los pulmones proveen el oxígeno, etc. Y esto no puede ser modificado arbitrariamente. Los pulmones no pueden vigilar; los ojos no pueden proveer de oxígeno; la piel no puede bombear la sangre. Por tanto, esta división de trabajo no es ni arbitraria, por consentimiento mutuo, ni tiene que ver con el gusto; sino que es divinamente ordenada, y esta ordenanza no debe ser ignorada. Por lo tanto, los ojos tienen la función y el don de vigilar; el corazón de hacer circular la sangre; los pulmones de proveer aire puro; etc.

Y esto es aplicable a la Iglesia en todos los sentidos. El gran cuerpo requiere que se hagan muchas y variadas cosas para el bienestar común. Hay necesidad de una guía, de que se profetice, del heroísmo; la misericordia debe ser ejercida, los enfermos deben ser sanados, etc. Y esta gran tarea mutua ha sido divida por el Señor entre muchos miembros. Él le ha dado a Su cuerpo, la Iglesia, ojos, oídos, manos y pies; y a cada uno de estos miembros orgánicos una tarea, un llamado y un oficio en particular.

De ahí, que el ser llamado a un oficio significa simplemente el ser comisionado por Jesús, el Rey, con una tarea claramente definida. Tú has trabajado. Muy bien, pero ¿de qué forma? ¿De forma impulsiva, o en obediencia a la comisión de Quien te envió? Esto hace toda la diferencia. El Rey podrá enviarnos de forma ordinaria o extraordinaria. Zacarías era sacerdote de la clase de Abías; pero su hijo Juan fue el heraldo de Cristo mediante una revelación extraordinaria. El levita servía por derecho de sucesión; el profeta porque fue escogido de Dios. Pero esto no cambia nada; sea llamado de una forma u otra, la función sigue siendo la misma, siempre y cuando tengamos la seguridad de que el Rey Jesús nos ha llamado y ordenado.

Por esta razón nuestros padres hablaban devotamente de un oficio de todos los creyentes. En la Iglesia de Cristo no hay meramente unos pocos funcionarios y una masa de sujetos ociosos e indignos, sino que todo creyente tiene un llamamiento, una tarea, una comisión vital. Y en la medida que somos convencidos de que realizamos la tarea porque el Rey nos la ha entregado no para nosotros mismos, ni por un motivo filantrópico, sino para servir a la Iglesia, nuestro trabajo tiene un carácter oficial, aunque el mundo nos niegue este honor.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper  

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