En BOLETÍN SEMANAL

El apóstol Pablo dice (Ef. 2:20) que la Iglesia está «edificada sobre el fundamento de los Apóstoles y Profetas». Si el fundamento de la Iglesia es la doctrina que los profetas y los apóstoles enseñaron, es necesario que esta doctrina tenga su entera certeza antes de que la Iglesia comience a existir. Y no hay por qué andar cavilando que, aunque la Iglesia tenga su principio y origen en la Palabra de Dios, no obstante, todavía queda en duda qué doctrina debe ser admitida como profética y apostólica, hasta que la Iglesia intervenga y lo determine. Porque si la Iglesia cristiana fue desde el principio fundada sobre lo que los profetas escribieron, y sobre lo que los apóstoles predicaron, necesariamente se requiere que la aprobación de tal doctrina preceda y sea antes que la Iglesia, la cual ha sido basada sobre dicha doctrina; puesto que el fundamento siempre es antes que el edificio.

Así que es un gran desvarío decir que la Iglesia tiene autoridad para juzgar la Escritura, de tal suerte que lo que los hombres hayan determinado se deba tener por Palabra de Dios o no. Y así, cuando la Iglesia recibe y admite la Santa Escritura y con su testimonio la aprueba, no la hace auténtica, como si antes fuese dudosa y sin crédito; sino que porque reconoce que ella es la misma verdad de su Dios, sin contradicción alguna la honra y reverencia conforme al deber de la piedad. En cuanto a lo que preguntan, que cómo nos convenceremos de que la Escritura procede de Dios si no nos atenemos a lo que la Iglesia ha determinado, esto es como si uno preguntase cómo sabríamos establecer la diferencia entre la luz y las tinieblas, lo blanco y lo negro, lo dulce y lo amargo. Porque la Escritura no se hace conocer menos que las cosas blancas y negras que muestran su color, y las dulces y amargas que muestran su sabor.

Explicación del dicho de san Agustín: No creería en el Evangelio si la Iglesia no me moviera a ello.

Sé muy bien que se acostumbra a citar el dicho de san Agustín: que no creería en el Evangelio si la autoridad de la Iglesia no le moviese a ello. Pero por el contexto se entenderá fácilmente cuán fuera de propósito y calumniosamente alegan este lugar a este propósito. San Agustín combatía contra los maniqueos, los cuales querían que se diese crédito sin contradicción ninguna a todo cuanto dijesen, porque ellos pretendían decir la verdad, aunque no la mostraban. Y porque, queriendo levantar y poner sobre las nubes a su maestro Maniqueo, presumían del nombre del Evangelio, por lo que san Agustín les pregunta qué harían si por ventura se encontrasen con un hombre que no diese crédito al Evangelio. Les pregunta qué género de persuasión usarían para atraerlo a su opinión. Luego dice: “En cuanto a mí, no creería en el Evangelio, si no fuese incitado por la autoridad de la Iglesia”. Con lo cual da a entender que él, mientras fue pagano y estuvo sin fe, no pudo ser inducido a creer que el Evangelio es la verdad de Dios por otro medio, sino que fue convencido por la autoridad de la Iglesia. ¿Y es de maravillar el que un hombre, antes de que conozca a Cristo tenga en cuenta y haga caso de lo que los hombres determinan?

No afirma, pues, san Agustín en este lugar, que la fe de los fieles se funda en la autoridad de la Iglesia, ni entiende que la certeza del Evangelio depende de ella; solamente quiere decir, que los infieles no tienen certeza alguna del Evangelio para que a través de ella sean ganados a Jesucristo, si el consentimiento de la Iglesia no les impulsa e incita a ello. Y esto lo confirma poco antes de esta manera: “Cuando hubiere alabado lo que yo creo y me hubiese burlado de lo que tú crees, oh Maniqueo, ¿qué piensas que debemos juzgar o hacer sino dejar a aquellos que nos convidan a conocer cosas ciertas y después nos mandan que creamos lo incierto, y más bien seguir a aquellos que nos exhortan a que ante todo creamos lo que no podemos comprender ni entender, para que fortificados por la fe al fin entendamos lo que creemos; y esto no por medio de los hombres, sino porque el mismo Dios confirma y alumbra interiormente nuestras almas?”

Éstas son las propias palabras de san Agustín, de las cuales muy fácilmente cada uno puede concluir que nunca este santo doctor fue del parecer de que el crédito y la fe que damos a la Escritura había de estar pendiente del arbitrio y de la voluntad de la Iglesia, sino que sólo quiso mostrar que aquellos que aún no están iluminados por el Espíritu Santo son inducidos por la reverencia y respeto a la Iglesia a una cierta docilidad para dejar que se les enseñe la fe en Jesucristo por el Evangelio; y que de este modo la autoridad de la Iglesia es como una entrada para encaminar a los ignorantes y prepararlos a la fe del Evangelio. Todo esto, nosotros confesamos que es verdad. Y realmente vemos muy bien que san Agustín quiere que la fe de los fieles se funde en una base muy diferente de la determinación de la Iglesia. Tampoco niego que muchas veces objeta a los maniqueos la autoridad y común consentimiento de la Iglesia, queriendo probar la verdad de la Escritura que ellos repudiaban.

A esto viene el reproche que hizo a Fausto, uno de aquella secta, porque no se sujetaba a la verdad del Evangelio, tan bien fundada y establecida, tan segura y admitida por perfecta sucesión desde el tiempo de los apóstoles. Mas de ninguna manera pretende enseñar que la reverencia y autoridad que damos a la Escritura dependa de la determinación y parecer de los hombres; tan sólo (lo cual venía muy bien a su propósito) alega el parecer universal de la Iglesia (en lo cual llevaba gran ventaja a sus adversarios) para mostrar la autoridad que ha tenido siempre la Palabra de Dios. Si alguno desea más amplia confirmación de esto, lea el tratado que el mismo san Agustín compuso y que tituló: «De utilitate credenti” – De la utilidad de creer -, en el cual hallará que no nos recomienda ser crédulos, o fáciles en creer lo que nos han enseñado los hombres, más que por darnos cierta entrada que nos de, como el díce, un conveniente principio. Por lo demás, no quiere que nos atengamos a la opinión que comúnmente se tiene, sino que debemos apoyarnos en un conocimiento firme y sólido de la verdad.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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