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“Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús.”—Rom. 3:24.

El Catecismo de Heidelberg enseña que la verdadera conversión consta de estas dos partes: la muerte del viejo hombre, y la resurrección del nuevo. En esto último hay que poner atención. El Catecismo no dice que la nueva vida se origina en la conversión, sino que se levanta en la conversión. Aquello que se levanta debe existir antes. De otra forma, ¿cómo podría levantarse? Esto concuerda con nuestra afirmación de que la regeneración precede a la conversión, y que por el llamado eficaz el niño recién nacido es traído a la conversión.

Procedemos ahora a considerar una materia que, perteneciendo al mismo tema y yendo paralelamente a él, se mueve, sin embargo, por una línea totalmente diferente, a saber, la justificación.  

En la Sagrada Escritura, la justificación ocupa el lugar más conspicuo, y es presentada como de la mayor importancia para el pecador: “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Rom. 3:23-24). “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom. v. 1); “El cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Rom. 4:25); “El cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Cor. 1:30).

La justificación no sólo está fuertemente enfatizada en la Escritura, sino que también era el núcleo de la Reforma, que ubica esta doctrina de  “la justificación por la fe”  claramente en oposición a las “meritorias obras de Roma.” “La justificación por la fe” era en esos días la contraseña de los héroes de la fe, con Martín Lutero a la cabeza.

Y cuando, en el siglo actual, una santificación auto-forjada se presentó nuevamente, como el verdadero poder de redención, no fue un mérito insignificante de Köhlbrugge que él, aunque menos exhaustivamente que los reformadores, haya fijado este tema de la justificación con penetrante seriedad en la conciencia de la cristiandad. Puede haber sido superfluo para las iglesias verdaderamente reformadas, pero fue extremadamente oportuno para los círculos en donde la guirnalda de la verdad estaba menos estrechamente tejida, y se había permitido que el sentido de justicia se volviera débil, como ocurrió parcialmente en nuestro propio país, pero especialmente más allá de nuestras fronteras. Hay grupos de hombres en Suiza y Bohemia que han escuchado, por primera vez, de la necesidad de la justificación por la fe, mediante los esfuerzos de Köhlbrugge.

Por la gracia de Dios, nuestra gente no se desvió tanto del camino; y donde los éticos, en gran parte por principio, cedieron este punto doctrinal, los reformados se opusieron y aún se oponen a ellos, exhortándolos con toda energía, y lo más frecuentemente posible, a no unir la justificación con la santificación.

En relación a la pregunta de en qué se diferencia la justificación, por un lado, de la “regeneración,” y, por otro lado, de “el llamado y la conversión,” respondemos que la justificación enfatiza la idea del derecho.

El derecho regula las relaciones entre dos personas. Donde hay una sola persona no hay derecho, simplemente porque no existen relaciones para regular. Por lo tanto, por derecho entendemos ya sea el derecho del hombre en relación al hombre, o la exigencia de Dios sobre el hombre. Es en este último sentido que empleamos la palabra «derecho». El Señor es nuestro Legislador, nuestro Juez, nuestro Rey. Por lo tanto, Él es absolutamente Soberano como Legislador determinando qué es correcto; como Juez juzgando nuestro ser y nuestras obras; como Rey dispensando recompensas y castigos. Esto aclara la diferencia entre justificación y regeneración. El nuevo nacimiento, el llamamiento y la conversión tienen que ver con nuestro ser como pecadores o como hombres regenerados; pero la justificación tiene que ver con la relación que sostenemos con Dios, ya sea como pecadores o como nacidos de nuevo. Aparte de esta cuestión de derecho, el pecador puede ser considerado como una persona enferma, que está infectado e inoculado por la enfermedad. Después de nacer de nuevo, él se recupera, la infección desaparece, la corrupción cesa, y nuevamente prospera. Pero esto concierne sólo a su persona, ya que su situación y sus perspectivas; no tocan la cuestión del derecho.

La cuestión del derecho surge cuando veo en el pecador a una criatura que no se pertenece a sí mismo, sino que pertenece a Otro.

Ahí tenemos toda la diferencia. Si el hombre es para mí el factor principal, de manera que no tengo nada más a la vista que su mejoría y su liberación de la miseria, entonces el Dios Todopoderoso es un simple médico en todo este tema, al cual se le llama para que ayude, y que después de pagarle Sus honorarios es despedido con mucho agradecimiento. La cuestión del derecho no entra aquí para nada. Con tal que se haga más santo al pecador, todo está bien. Por supuesto, si se le hace perfecto, tanto mejor.

Pero entendiendo claramente que cada ser humano no se pertenece a sí mismo, sino a Otro, el tema adquiere un aspecto totalmente diferente. Porque entonces el ser humano no puede ser como a él le gustaría, ni hacer lo que a él le plazca, sino que Otro ha determinado lo que debe ser y lo que debe hacer. Y si no lo hace o hace lo contrario, entonces es culpable de trasgresión: culpable por haberse rebelado, culpable por haber trasgredido la Ley.

Por lo tanto, cuando creo en la soberanía divina, percibo al pecador de una forma totalmente diferente. Por una parte, si está infectado y mortalmente enfermo, ha de ser compadecido y tratado amablemente; pero por otra, cuando es considerado como perteneciente a Dios, estando bajo la Ley de Dios, y habiéndole robado a Dios su autoridad, ese mismo pecador se transforma en un trasgresor culpable.

Esto es cierto en alguna medida de los animales. Cuando saco a un caballo salvaje a las praderas para domarlo, no entra en mi mente castigarlo porque es salvaje. Pero cuando un caballo domesticado se desboca en las calles de la ciudad debe ser castigado. Es ruin; tiró a su jinete; rehusó ser guiado y eligió su propio camino. Por lo tanto, necesita ser castigado. Y en el caso del hombre es mucho más. Cuando me encuentro con él en su loca carrera de pecado, sé que es un rebelde, que rompió las riendas, tiró a su jinete, y ahora sigue su carrera en loca rebelión. Por lo tanto, tal pecador no sólo debe ser sanado, sino también castigado. No requiere sólo tratamiento médico, sino ante todo necesita tratamiento jurídico.

Aparte de su enfermedad, el pecador ha atentado contra le Ley; no hay virtud en él; ha violado el derecho; merece el castigo.

Supongamos, por un momento, que el pecado no hubiera tocado a esta persona, no la hubiera corrompido, que lo hubiera dejado intacto como hombre, entonces no habría existido ninguna necesidad de regeneración, ni de sanar, ni de nacer de nuevo, ni de santificación; no obstante, habría sido sometido a la venganza de la justicia.

Por tanto, el caso del hombre en relación a su Dios debe ser considerado jurídicamente. No tengas miedo de esta palabra, hermano. Más bien, insiste en que sea pronunciada con el mayor énfasis posible. Debe ser enfatizada, y con mayor fuerza aun, porque durante muchos años ha sido despreciada; y se ha hecho creer a las iglesias que este aspecto “jurídico” del caso no tenía importancia; que era una representación realmente no digna de Dios; que el asunto principal era traer frutos propios de arrepentimiento.

Hermosa enseñanza, gradualmente empujada al mundo desde el armario de la filosofía: enseñanza que declara que la moralidad incluía el derecho y estaba muy por encima del derecho; que el “derecho” era principalmente una noción de la vida de épocas menos civilizadas y de personas rudas, pero de ninguna importancia para nuestra era ideal ni para el desarrollo ideal de la humanidad y del individuo; sí, que en ciertos sentidos es hasta respetable, y que jamás debería permitírsele entrar en esa santa, alta y tierna relación que existe entre Dios y el hombre.

El fruto de esta pestilente filosofía es que ahora en Europa el sentido del derecho se está muriendo gradualmente por dentro. Entre las naciones asiáticas este sentido del derecho tiene mayor vitalidad que entre nosotros. El poder es nuevamente mayor que el derecho. El derecho es nuevamente el derecho de los más fuertes. Y los círculos lujosos, quienes en su atonía de espíritu en un comienzo protestaron contra lo “jurídico” en teología, descubren ahora con terror que ciertas clases en la sociedad están perdiendo más y más respeto por lo “jurídico” en el tema de la propiedad. Aun en relación a la posesión de tierra y casa, y tesoro y campos, esta nueva concepción de la vida considera lo “jurídico” una idea menos noble. ¡Amarga sátira! Ahora, vosotros que, en vuestro desenfreno, habéis comenzado con la mofa de lo “jurídico” en relación a Dios, encontraréis su castigo ahora en el hecho que las clases bajas comienzan la mofa de lo “jurídico” en relación a su dinero y sus bienes. ¡Sí! Y más que esto. Cuando recientemente en París una mujer fue juzgada por haber disparado y dado muerte a un hombre en el tribunal, no sólo fue absuelta por el jurado, sino que fue hecha heroína y ganadora de una gran ovación. Aquí también otros motivos fueron considerados más valiosos, y el aspecto “jurídico” no tuvo nada que ver en ello.

Y, por tanto, en el Nombre de Dios y del derecho que Él ha ordenado, pedimos urgentemente que cada ministro de la Palabra, y cada hombre en su lugar, ayude y trabaje, con clara conciencia y energía, para detener esta disolución del derecho, con todos los medios a su disposición; y especialmente con solemnidad y efectividad a restituir a su propio lugar distinguido el rasgo jurídico de la relación del pecador con su Dios. Cuando esto se lleve a cabo, vamos a sentir nuevamente el estímulo que causará que los músculos relajados del alma se contraigan, despertándonos de nuestra semi-inconsciencia. Todo hombre, y especialmente todo miembro de la Iglesia, debe nuevamente darse cuenta de su relación jurídica con Dios ahora y para siempre; que no es simplemente un hombre o una mujer, sino una criatura perteneciente a Dios, controlada absolutamente por Dios; y culpable y punible cuando no actúe de acuerdo a la voluntad de Dios.

Entendiendo esto claramente, es evidente que la regeneración y el llamado, y la conversión, ¡sí! incluso la completa reforma y santificación, no pueden ser suficientes; porque, aunque estas son muy gloriosas, y liberan al hombre de la mancha y la contaminación del pecado, y lo ayudan a no violar la ley con tanta frecuencia, sin embrago, no arreglan tu relación jurídica con Dios.

Cuando un batallón insurgente se mete en serios problemas, y el general, enterándose de ello, los rescata con un costo de diez muertos y veinte heridos, que no se habían amotinado, y los trae de vuelta y los alimenta, ¿crees que eso será todo? ¿No ves que dicho batallón está aún sujeto al castigo? Y cuando el hombre se amotinó contra su Dios, y se metió en problemas y casi fallece de miseria, y el Señor Dios le envió ayuda para salvarlo, y lo llamó de vuelta, y él volvió, ¿podrá ser eso el fin del asunto? ¿No ves claramente que todavía está sujeto a un severo castigo? En el caso de un ladrón que roba y mata, pero que al escapar se rompe una pierna, y es enviado al hospital donde es tratado, y luego sale como un inválido incapaz de repetir su crimen, ¿crees que el juez le dará su libertad diciéndole: “Ahora está curado y nunca lo hará de nuevo”? No; será juzgado, condenado, y encarcelado. Lo mismo ocurre aquí. Porque por nuestros pecados y trasgresiones nos hemos herido a nosotros mismos, y nos hemos convertido en unos desdichados, y necesitemos ayuda médica, ¿es nuestra culpabilidad olvidada por esta razón?

¿Por qué, entonces, se traen estas ideas tan dañinas a la gente? ¿Por qué sucede que bajo el disfraz del amor se introduce un cristianismo sentimental acerca del “querido Jesús,” de que “estamos tan enfermos,” de que “el Médico anda cerca,” y de que “¡oh, cuán glorioso es estar en comunión con aquel santo Mediador!”?

¿Es tan ignorante nuestra gente del hecho de que toda esta representación es diametralmente opuesta a la Sagrada Escritura, opuesta a todo lo que siempre animó a la Iglesia de Cristo y la hizo fuerte? ¿No sienten que un cristianismo tan débil y esponjoso es una arcilla demasiado blanda como para hacer héroes en el Reino de Dios? ¿Y no ven que el número de hombres que son atraídos al “querido Jesús” es mucho más reducido ahora que el número que antes era atraído al Mediador del derecho, quien con Su preciosa sangre ha satisfecho completamente la paga por todos nuestros pecados?

Y cuando se responde, “Eso es exactamente lo que enseñamos; ¡reconciliación en Su sangre, redención por Su muerte! ¡Todo ha sido pagado! ¡Sólo vengan a escuchar nuestras predicaciones, y a cantar nuestros himnos!” entonces imploramos a los hermanos que hablan así a tomarse el asunto en serio por un momento. Porque, mirad, nuestra objeción no es que nieguen la reconciliación por Su sangre, sino que, al quedarse callados respecto a la cuestión del derecho de Dios y de nuestro estado de condenación, y por quedar satisfechos con que la gente “sólo venga a Jesús,” permiten que la conciencia de la culpabilidad se desvanezca, hacen que el genuino arrepentimiento sea imposible, sustituyen un cierto descontento con uno mismo por un corazón dolorido; y de esta forma, debilitan la facultad de sentir, entender, y de darse cuenta cuál es el significado de la reconciliación a través de la sangre de la cruz.

Es posible lograr la reconciliación sin tocar en absoluto el tema del derecho. Por algún malentendido dos amigos se han enemistado, se han separado, y se han vuelto hostiles el uno contra el otro. Pero pueden reconciliarse. No necesariamente haciendo que uno reconozca que violó los derechos del otro; esa quizás nunca fue la intención. Y aunque algún derecho haya sido violado, no sería conveniente hablar del pasado; sería mejor cubrirlo con el manto de amor y mirar sólo hacia el futuro. Y tal reconciliación, si tuviera éxito, sería beneficiosa, y podría haber ahorrado tanto al reconciliado como al reconciliador gran parte del conflicto y sacrificio, oraciones y lágrimas. Y sin embargo, con todo esto, tal reconciliación no toca el tema del derecho.

De esta forma nos parece que estos hermanos predican la reconciliación. Es cierto que la predican con mucha calidez e incluso ánimo; pero—y esta es nuestra queja—la consideran y la presentan como una enemistad causada por el susurro, el malentendido, y la inclinación errónea, en lugar de una violación del derecho. Y, en consecuencia, sus enseñanzas de reconciliación a través de la sangre de la cruz ya no provocan que vibre en las almas de los hombres el profundo acorde del derecho; sino que se asemeja a la reconciliación de dos amigos, que en una hora siniestra se enemistaron.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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