En BOLETÍN SEMANAL

“Y dijo Jehová Dios: No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él”. — Génesis 2:18

La mujer, como tal, tiene su misión. ¿Cuál es ésta? ¿Cuál es precisamente el rango que ella debe ocupar? ¿Qué propósito ha de cumplir, por encima del cual ella se exalta indebidamente y por debajo del cual sería injustamente degradada? Éste es un asunto que tendría que comprenderse a fondo para que ella pueda saber qué reclamar y el hombre qué conceder; para que ella pueda saber lo que tiene que hacer y para que él pueda saber lo que él tiene derecho a esperar.

Intentaré responder a esta pregunta señalando la naturaleza de la misión de la mujer. Al hacerlo, consultaré el infalible oráculo de la Escritura y no las especulaciones de los moralistas, economistas y filósofos. Sostengo que nuestra regla en el asunto que tenemos delante ha de ser esta: Dios es el Creador de ambos sexos, el constructor de la sociedad, el autor de las relaciones sociales y el árbitro de los deberes, derechos y libertades. Y esto lo admiten todos los que creen en la autoridad de la Biblia. Estad contentas, mis amigas mujeres, de obedecer las decisiones de este oráculo. Tenéis toda la razón para hacerlo. Aquel que os creó es el mejor calificado para declarar el propósito de sus propios actos y vosotras podéis con seguridad, así como debéis con humildad, confiar en Él para fijar vuestra posición y saber vuestros deberes. En común con el hombre, la mujer tiene la vocación celeste de glorificar a Dios como el fin de su existencia y de cumplir con todos los deberes y gozar de todas las bendiciones de una vida piadosa. Como el hombre, ella es una criatura pecadora, racional e inmortal, situada bajo una economía de gracia y llamada, por el arrepentimiento para con Dios y la fe en nuestro Señor Jesucristo, a la vida eterna. La fe cristiana es, tanto su vocación como la del otro sexo. En Cristo Jesús no hay varón ni mujer, sino que todos están a un mismo nivel en cuanto a obligaciones, deberes y privilegios…

Para saber cuál es [la misión de la mujer], debemos, como he dicho, consultar las páginas de la Revelación y establecer el expreso motivo de Dios para crearla: “Y dijo Jehová Dios: No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él” (Gn. 2:18). Esto también se expresa o, más bien se repite, donde se dice: “Y puso Adán nombre a toda bestia y ave de los cielos y a todo ganado del campo; mas para Adán no se halló ayuda idónea para él” (Gn. 2:20). De estas palabras, nada puede ser más claro que la mujer fue hecha para el hombre. Adán fue creado como un ser con unas tendencias sociales sin desarrollar, que de hecho parecen esenciales a todas las criaturas. Es la sublime particularidad de la divinidad, el ser enteramente independiente de todos los demás seres para ser feliz. Él, y Él solo, es el centro de su propia gloria, la fuente de su propia felicidad y el objeto suficiente de su propia contemplación, sin necesitar nada más para su propia felicidad que la comunión consigo mismo. Un arcángel en el cielo, estando solo, podría añorar, aun allí, algún compañerismo, ya sea divino o angélico.

Adán, rodeado por todas las glorias del paraíso y por todas las distintas variedades que éste contenía, se encontró solo y necesitado de compañerismo. Sin este compañerismo, su vida no era más que soledad, Edén mismo era un desierto. Dotado de una naturaleza demasiado comunicativa para ser satisfecha sólo por sí mismo, él anhelaba estar en sociedad, tener ayuda, contar con algún complemento a su existencia, la cual sólo se vivía a medias mientras él permanecía solo. Formado para pensar, para hablar, para amar, sus pensamientos ansiaban otros pensamientos con los que compararse y ejercer sus elevadas aspiraciones. Sus palabras se gastaban tediosamente en el aire caprichoso o, como mucho, despertaban un eco, que se burlaba en vez de responderle. Su amor, en lo que respecta al objeto terrenal, no conocía dónde reposar y, al volver a su propio seno, amenazaba en degenerar en un egoísmo desolador. En suma, todo su ser anhelaba a otro ser como él, pero no existía otro ser como él; no había ayuda idónea para él. Las criaturas visibles que lo rodeaban estaban demasiado por debajo suyo y el Ser invisible que le dio vida estaba muy por encima de él para unir su condición a la suya. Con lo cual, Dios creó a la mujer y el gran problema se resolvió inmediatamente.

La característica del hombre no caído fue la de querer tener a alguien con quien simpatizar en sus alegrías, de la misma manera que la del hombre caído es la de querer tener a alguien con quien simpatizar en sus penas. No sabemos si Adán era tan consciente de sus necesidades como para pedir compañía. En el relato inspirado parece como si la idea de este precioso beneficio se originó en Dios y como si Eva, como tantas otras gracias suyas, fue la concesión espontánea de su propia libre voluntad. De esta manera, Adán habría tenido que decir, como lo hizo uno de sus más ilustres descendientes muchos siglos después: “Porque le has salido al encuentro con bendiciones de bien” (Sal. 21:3).

Entonces, aquí está el propósito de Dios al crear a la mujer: El de ser la ayuda idónea para el hombre. El hombre necesitaba compañía y Dios le dio a la mujer. Y como en aquel tiempo no existía otro hombre que Adán, Eva fue formada exclusivamente para la ayuda de Adán. Esto nos enseña desde el principio que cualquier misión que la mujer tenga que cumplir en relación con el hombre, en un sentido general, su misión, al menos en la vida matrimonial, es la de ser la ayuda idónea para aquel hombre con el que ella está unida. Desde el principio se declaró que todo otro vínculo, aunque no se rompería completamente, se volvería subordinado y que el hombre “dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (Gn. 2:24).

Si la misión de la mujer en el paraíso fue la de ser la compañera y gozo del hombre, todavía hoy está en vigor. Su vocación no ha sido cambiada por la caída. Debido a esta catástrofe, el hombre necesita todavía más urgentemente una compañera, y Dios ha hecho la misión de las mujeres todavía más explícita con la declaración de que “tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti” (Gn. 3:16). A menudo se ha visto que, ya que fue tomada del hombre, ella era igual a él en naturaleza, mientras que la misma parte del cuerpo de donde ella fue sacada indica la posición que ella debía ocupar. No fue tomada de la cabeza, para mostrar que no tenía que gobernar sobre él; ni tampoco de su pie, para enseñarnos que no tenía que ser su esclava; ni de su mano, para mostrar que no tenía que ser su instrumento; sino de su costado, para mostrar que tenía que ser su compañera. Tal vez haya en esta explicación más ingeniosidad e imaginación que el propósito original de Dios; pero si es vista como una mera opinión personal, es tanto perdonable como instructiva.

Que la mujer fue creada con el propósito de ocupar una posición de subordinación y dependencia está claro en cada parte de la Palabra de Dios. Está declarado en el texto ya citado: “Tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti” (Gn. 3:16). Esto no sólo se refiere personalmente a Eva, sino a Eva como representante. Fue la ley divina de la relación de los sexos que se promulgó entonces para todos los tiempos. La frase anterior puso a la mujer, como castigo por su pecado, en un estado de dolor al dar a luz; la colocó en un estado de sujeción. Su marido tenía que ser el centro de sus deseos terrenales y hasta cierto punto también el regulador de los mismos y ella tenía que estar sujeta a él… El hombre fue creado para mostrar la gloria y alabanza de Dios, para estar subordinado a Él y a Él sólo. Además de lo anteriormente mencionado, la mujer fue creada para ser la gloria del hombre al estar subordinada a él, como su ayuda y adorno. Ella, no sólo fue hecha de él, sino para él. Toda su belleza, atractivo y pureza no son sólo expresiones de su excelencia, sino de la honra y dignidad del hombre, puesto que todas, no sólo derivaron de él, sino que fueron hechas para él.

Ésta es pues, la verdadera posición de la mujer y, si se necesita decir algo más para probarla a partir de las palabras del cristianismo, nos podemos referir al lenguaje apostólico en otros lugares, donde se insta a las mujeres a que “como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo” (Ef. 5:24). Tampoco el apóstol Pablo está solo en esto, puesto que Pedro escribe de la misma manera. Inclínese la mujer a esta autoridad y no se sienta degradada por esta sumisión. Se ha dicho que, en la vida familiar, el hombre es como el sol, pero que la mujer es como la luna con un esplendor que recibe del hombre. Se puede decir con mayor verdad y propiedad, y de manera que produzca menos resentimiento, que el hombre brilla como si fuera el primer planeta reflejando la gloria de Dios, quien es el centro del universo moral y que la mujer, aunque deriva igualmente su esplendor de la lumbrera central y es gobernada por su atracción, aun así, es el satélite del hombre, gira alrededor de él, lo sigue en su curso y lo sirve.

He aquí, por tanto, lo digo de nuevo, que la posición y misión de la mujer se resume en amor y sujeción a su marido. Todo lo que tiene que ver con la relación del hombre y la mujer tiene, sin embargo, desde la caída, un carácter más serio. El amor de la mujer se ha vuelto más ansioso, su humildad más profunda. Vergonzosa de sus propios defectos y ansiosa de recuperar su lugar en el corazón de su marido, la mujer vive para reparar el mal que causó al hombre y prodiga sus consolaciones, que pueden endulzar las amarguras presentes del pecado, y sus advertencias, que pueden guardarlo de las amarguras futuras del infierno.

La mujer, pues, cualquiera que sea la condición que pueda tener en la sociedad en general, cualesquiera que sean los deberes derivados de esta condición que ella debe cumplir y cualesquiera que sean los beneficios que ella pueda tener por el recto cumplimiento de estos deberes sobre la comunidad, debe considerarse a sí misma, principalmente, como llamada a promover el bienestar del hombre en sus relaciones privadas. Ella promoverá su propia paz al promover la del hombre y podrá recibir de él todo ese respeto, protección y siempre continuo afecto, los cuales, su naturaleza igual a la del hombre, su compañerismo y su dedicación le dan justo derecho a reclamar. Ella ha de ser, en la vida matrimonial, su continua compañera, en cuya sociedad el hombre ha de encontrar a aquella con quien él está mano a mano, ojo a ojo, labio a labio y corazón a corazón; a quien él puede cargar con los secretos de un corazón lleno de preocupaciones o exprimido de angustia; cuya presencia será para él mejor que toda sociedad; cuya voz será su música más dulce, cuyas sonrisas serán sus más brillantes rayos del sol; de quien se tiene que ir con lástima y a cuya compañía él regresa con pies presurosos cuando los trabajos del día han pasado; quien andará cerca de su corazón lleno de amor y sentirá los latidos del afecto cuando sostenga su brazo con el suyo y le oprima en su costado. En sus horas de conversación privada, él le contará todos los secretos de su corazón, encontrará en ella todas las capacidades y todas las solicitudes del más tierno y querido compañerismo, y en sus amables sonrisas y palabras sin restricción gozará todo lo que puede esperarse de aquella que Dios le dio para ser su compañera y amiga.

En este compañerismo, donde la mujer fue creada para ayudar al hombre, deben, por supuesto, incluirse los compasivos oficios de consoladora. Su papel, en sus horas de privacidad, es el de consolarlo y alegrarlo; cuando está herido o insultado, el de sanar las heridas de su afligido espíritu; cuando está cargado por la preocupación, el de aligerar su carga al compartirla; cuando está gimiendo con angustia, el de calmar por sus pacíficas palabras, el tumulto de su corazón y actuar en todas sus penas como un ángel ministrador.

Ni ella debe negarse a ofrecer los consejos de sabiduría que su prudencia sugeriría, ni él debe negarse a recibirlos, aunque ella pueda no estar íntimamente familiarizada con todos los enredos que tienen que ver con los asuntos de este mundo. El consejo de la mujer, si hubiera sido buscado o seguido, habría salvado a miles de hombres de la bancarrota y la ruina. Pocos hombres han lamentado tomar consejo de una esposa prudente, mientras multitudes se han tenido que reprochar a sí mismos por su locura en no preguntar y, otras multitudes, por no seguir los consejos de tal compañera.

Si pues, ésta es la misión de la mujer conforme a la representación de su todopoderoso Creador, la de ser la ayuda idónea de ese hombre a quien ella se ha entregado como compañera en su peregrinaje sobre la tierra, esto obviamente supone que el matrimonio, contraído con una debida estima de la prudencia y bajo todas las debidas regulaciones, es el estado natural, tanto del hombre como de la mujer. Y así lo afirmo, en verdad lo es. La Providencia lo ha querido y la naturaleza lo incita. Pero como las excepciones son tan numerosas, ¿no hay misión para aquellos que pertenecen a la excepción? ¿Es la mujer casada la única que tiene una misión y una misión importante? Ciertamente no. En estos casos, recurro a la misión de la mujer en la sociedad en general. ¿No es ésta de la mayor importancia? ¿No ha sido admitido en todas las épocas y por todos los países que la influencia del carácter femenino sobre la virtud y la felicidad de la sociedad, y sobre la fortaleza y prosperidad de la nación, es enorme, sea para bien o para mal?… Cada mujer, sea rica o pobre, casada o soltera, tiene un círculo de influencia en el que ella, conforme a su carácter, está ejerciendo cierta cantidad de poder para bien o para mal. Cada mujer, por su virtud o por su vicio, por su sabiduría o por su locura, por su dignidad o por su ligereza, está añadiendo algo a nuestra elevación o degradación nacional. En la medida que la virtud femenina es prevaleciente en la sociedad, sostenida por un sexo y respetada por el otro, una nación no puede caer muy bajo en la escala de la ignominia al hundirse en las profundidades del vicio.

Hasta cierto punto, la mujer es el conservante de la prosperidad de la nación. Su virtud, si es firme e incorrupta, será el centinela sobre el imperio. La ley, la justicia y las artes, todas ellas contribuyen, por supuesto, al bienestar de la nación; la influencia benéfica fluye de varias fuentes e innumerables actores pueden contribuir a ella, cada uno actuando en su vocación por el bienestar del país. Pero si el tono general de la moralidad femenina es bajo, todo será en vano, mientras que, por otra parte, la prevalencia universal de la inteligencia y virtud de la mujer hará crecer la corriente de la civilización a su nivel más alto, impregnándola con sus ricas cualidades y propagando su fertilidad sobre la superficie más amplia. No es probable que una comunidad sea derrocada, allí donde la mujer cumple con su misión porque ella, por el poder de su noble corazón sobre el corazón de los demás, la levantará de sus ruinas y la restaurará de nuevo a la prosperidad y el gozo. Aquí entonces, tanto más allá del círculo de la vida matrimonial como en él, está sin duda parte de la misión de la mujer y una parte bien importante. Su campo es la vida social, su objeto es la felicidad social, su recompensa es la gratitud y el respeto social.

Si estoy en lo correcto en cuanto a la naturaleza de la misión de la mujer, no puedo errar en la correcta esfera de la misma. Si ella fue creada para el hombre y no sólo para la raza humana, sino para un hombre, entonces la fácil y necesaria consecuencia es que el hogar es el escenario adecuado para la acción e influencia de la mujer. Hay pocas palabras en el lenguaje que agrupen tantas benditas asociaciones, así como deleitan a cada corazón, como la palabra “hogar”. El Elíseo del amor, la cuna de la virtud, el jardín del gozo, el templo de la concordia, el círculo de todas las tiernas relaciones, el lugar de juegos de la niñez, la morada del hombre, el retiro de la vejez; donde la salud ama gozar de sus placeres, la prosperidad se deleita en sus lujos y la pobreza soporta sus rigores; donde la enfermedad puede mejor soportar sus dolores y la mortal naturaleza expira; hogar que lanza su hechizo sobre aquellos que están en su círculo encantado y aun envía sus atracciones más allá de los océanos y continentes, atrayendo hacia sí los pensamientos y deseos de los hombres que se alejan de él para irse a las antípodas —este hogar, el dulce hogar, es la esfera de la misión de la mujer casada—.

Tomado de Female Piety (La piedad femenina), reimpreso por Soli Deo Gloria, una división de Reformation Heritage Books, www.heritagebooks.org.

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John Angell James (1785-1859): Autor y predicador congregacionalista inglés; nació en Blandford Forum, Dorset, Inglaterra.

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