En BOLETÍN SEMANAL

Segundo grupo de la Doctrina: De la Muerte de Cristo, y de la Redención del hombre como consecuencia.

En los últimos capítulos del Evangelio según Juan, Jesús está preparando a los discípulos para Su muerte y para los acontecimientos que seguirían, incluyendo Su separación de ellos. Habla de su partido, diciendo: «Voy a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare un lugar, vendré otra vez, y os tomaré a Mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Juan 14:2-3).

En el capítulo 15, Jesús trata de alentar a los discípulos explicándoles que nunca deberán realmente estar separados, ya que Él compara la relación entre Él mismo y sus discípulos con la que existe entre una vid y los sarmientos que están adheridos a ella y reciben de ella su vida. El capítulo 16 contiene un mensaje adicional de aliento que se resume en una de las más emocionantes expresiones de la escritura: «¡Mas confiad, yo he vencido al mundo!»

Sin embargo, en el capítulo 17, Jesús ha cesado de hablar con sus discípulos. Ahora Él habla con su Padre. La oración que elevó en tan notable ocasión, con la sombra de su muerte inmediata en la cruz cerniéndose sobre Él, se cita con frecuencia como la gran «oración del Sumo Sacerdotal». Muchos eruditos bíblicos afirman que ésta es la oración que debería llamarse correctamente la «Oración del Señor». Esta es Su oración en el más genuino sentido de la palabra. Nació en su propia alma, y nosotros no podemos dudar de que Él estaba derramando Su alma ante Dios conforme pronunciaba las palabras de esta oración: «Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y he sido glorificado en ellos» (Juan 17:9-10). «¡Yo no ruego por el mundo, sino por aquellos que Tú me diste!»

Lo menos que podemos decir de esta oración, es que Jesús está trazando una clara línea de demarcación que separa al hombre del hombre. Hay un cierto grupo por quienes Él está orando. Llamémosle la asamblea de los elegidos; llamémosle la Iglesia de los recién nacidos; llamémosle la familia de la fe; llamémosle los redimidos del Señor, llamémosle los hombres de la fe; podemos identificarles por cualquier término escritural que se prefiera. El propio Jesús eligió hablar de este grupo como «aquellos que Tú me diste».

Lo que es más todavía, Él separa este grupo del resto del género humano. Llamemos a este segundo grupo los réprobos; podemos llamarles los hijos del diablo, podemos llamarles también la familia de Satanás, llamémosles los que al fin han de ser perdidos, si queréis. El propio Jesús elige llamarles «el mundo». El dijo: «No ruego por el mundo, sino por los que Tú me diste.»

Los términos mediante los cuales podemos distinguir estos dos grupos, no son de importancia definitiva. Un hecho está claro, es la totalidad de la raza humana, Cristo distinguió una clara hendidura: El vio dos grupos distintos.

Este hecho está también claro. Él estuvo profundamente preocupado respecto a uno de estos grupos. En su favor vertió su alma ante Dios en oración. Por lo que respecta al otro grupo, Jesús no indica ningún interés en ellos, ya que mientras por una parte decía: «Ruego por aquellos que Tú me has dado», por otra pudo también decir: «No ruego por el mundo.»

Este hecho nos lleva a la consideración de la muerte expiatoria de Cristo en la cruz, a la esencial naturaleza de Su muerte y al propósito de la misma.

También lleva a que preguntemos: ¿Es posible que el Cristo de Dios, con las rodillas inclinadas y el corazón destrozado, pudiese declarar un día, «no ruego por el mundo», y que al siguiente El entregase su propia vida en la cruz precisamente por la misma gente por quienes no oró?

Tal vez su reacción sea la común de aquellos que no han dedicado al tema una seria consideración. Te preguntarás: ¿Acaso Cristo no murió por todo el género humano? ¿No entregó Su vida por todos los hombres?

Más bien que buscar una respuesta procedente del racionalismo o de la racionalización de los hombres, volvámonos a la única fuente autorizada, la Palabra de Dios: Escuchemos las palabras exactas de la Escritura.

Vayamos primero al Evangelio según Mateo. La escena es la del ángel Gabriel hablando con José. El niño Cristo aún no ha nacido. Gabriel está dando instrucciones y aconsejando a José respecto al Niño que un día cercano nacerá de María. Estas son las palabras del arcángel: «Llamarás su nombre Jesús, porque El salvará a Su pueblo de sus pecados» (1:21). Notamos la frase precisa y exacta: «El salvará a Su pueblo de Sus pecados.»

Esta es la primera indicación en el Nuevo Testamento de los límites de la obra expiatoria que Cristo tenía que llevar a cabo en la cruz. Pablo escribe: «Palabra fiel y digna de ser recibida de todos, que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores.» ¡Cuán verdadero era esto! Pero aquí aprendemos que su propósito es el de no salvar a todos los pecadores; por el contrario, le fue dado el nombre de Salvador (Jesús) porque El salvaría a Su pueblo de Sus pecados.

En el Evangelio según Juan, encuentra expresión el mismo concepto. EN el capítulo X, podemos leer: «Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen, así como el Padre me conoce, y yo conozco al Padre, y pongo mi vida por las ovejas» (vs.14-15).

Notarás la sorprendente semejanza que existe entre estos dos pasajes. En Mateo, Gabriel declara que Cristo salvará a Su pueblo de sus pecados. En el Evangelio de Juan, Cristo habla por sí mismo. Se presenta en el papel familiar de un pastor. Y resalta: «Yo conozco mis ovejas y las mías me conocen… y pongo mi vida por mis ovejas.»

El que Lucas y Pablo estuvieran conscientes de este hecho, es algo decisivamente claro en el libro de los Hechos. Estos dos hombres estuvieron claramente conscientes del hecho citado, porque Lucas es el autor del libro de los Hechos, y Pablo relata las palabras que están registradas por Lucas en el capítulo 20, versículo 28. Escuchemos las palabras de Pablo: «Por tanto, mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos para apacentar la Iglesia del Señor, la cual Él compró con su sangre.»

En este pasaje, se muestran dos hechos evidentes. Primero, el rebaño de que se habla en el evangelio de Juan y en muchos otros pasajes, es la Iglesia. Segundo, es la iglesia que Cristo ha comprado con el derramamiento de Su sangre.

Este hecho, queda corroborado aún más en la epístola de Pablo a los Efesios, sonde podemos leer: «Maridos, amad a vuestras mujeres así como Cristo amó a la iglesia y se entregó a Sí mismo por ella… a fin de presentársela a Sí mismo una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha» (5:25,27).

Existen otros pasajes de naturaleza similar, pero estos textos deberían ser suficientes para indicar el hecho esencial de que cuando Dios entregó su Hijo en la cruz, lo hizo con el propósito de traer redención a un cierto grupo específico y selecto de personas. En un pasaje se les llama «la Iglesia», en otro pasaje son llamados el «Rebaño» de Cristo, y en un tercero se les llama «Su Pueblo». El propio Cristo habla de estas personas como «mis propias ovejas». Sea cual sea el nombre que les demos, éste es el pueblo por el cual Cristo entregó su vida en la cruz.

Aun aquel pasaje que con tanta frecuencia ha sido citado por los evangelistas arminianos, reivindica este hecho. Con cuánta frecuencia hemos oído las palabras citadas, como prueba de que Él dio su vida «en rescate por muchos», no por «todos». Cualquiera que sea el número de este grupo selecto, está claro que Él no entregó su vida por todo el género humano.

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Extracto del libro: “La fe más profunda” escrito por  Gordon Girod

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