Ahora probaremos nuestra teoría y examinaremos sucesivamente los deberes de los gobernantes en asuntos espirituales: 1. hacia Dios 2. hacia la iglesia, y 3. hacia las personas.

En cuanto al primer punto, los gobernantes son y permanecen siendo «los siervos de Dios». Tienen que reconocer a Dios como el gobernante supremo, del cual derivan su poder. Tienen que servir a Dios, gobernando al pueblo según Sus ordenanzas. Tienen que restringir la blasfemia donde adquiere directamente el carácter de una afrenta contra la Majestad Divina. Y se debe reconocer la soberanía de Dios al confesar Su nombre en la Constitución como fuente de todo poder político, al mantener el día de reposo, al proclamar días de oración y de acción de gracias, y al invocar Su bendición divina.

Por tanto, para que gobiernen según Sus ordenanzas santas, cada gobernante es obligado a investigar las leyes de Dios, tanto en la vida natural como en Su Palabra. No para sujetarse a alguna iglesia, sino para que él mismo, como gobernante, reciba la luz que necesita para conocer la voluntad de Dios. Y en cuanto a la blasfemia, el derecho del gobierno para restringirla descansa sobre la conciencia de Dios que es innata en cada hombre; y el deber de ejercer este derecho fluye del hecho de que Dios es el gobernador supremo y soberano sobre todo estado y toda nación. Pero por esta razón, el hecho de blasfemia se establece solamente cuando la intención es aparente, de afrentar esta majestad de Dios como gobernante supremo del Estado. Entonces, lo que se castiga no es la ofensa religiosa, ni el sentimiento impío, sino el ataque contra el fundamento de la ley pública, sobre el cual descansan el Estado y su gobierno.

En este respecto existe una diferencia notable entre estados que son gobernados por un monarca, y estados que son gobernados de manera constitucional, y más todavía repúblicas que son gobernadas por una asamblea extensa.

En el monarca absoluto, la conciencia y la voluntad personal son una, y por tanto, esta única persona es llamada a gobernar su pueblo según su propio concepto personal de las ordenanzas de Dios. Cuando, al contrario, operan la conciencia y la voluntad de muchos, se pierde esta unidad, y el concepto subjetivo de las ordenanzas de Dios, en estos muchos, se puede aplicar solo indirectamente. Pero sea que se trate de la voluntad de una sola persona, o de la voluntad de muchos que llegan a una decisión por votación, el gobierno debe siempre juzgar y decidir de manera independiente. No como un apéndice de la iglesia, ni como su alumno. La esfera del Estado está directamente bajo la majestad del Señor. Entonces, en esta esfera se mantiene una responsabilidad hacia Dios independiente. La esfera del estado no es «profana». Pero ambos, la iglesia y el estado, tienen que obedecer a Dios y servir Su honor, cada uno en su propia esfera. Y para este fin, en cada esfera tiene que gobernar la Palabra de Dios, pero en la esfera del Estado solamente por medio de la conciencia de las personas en autoridad. Lo primero es que todas las naciones deben ser gobernadas de una manera cristiana; o sea, de acuerdo con los principios que fluyen desde Cristo para toda política. Pero esto se puede realizar solamente por medio de las convicciones subjetivas de aquellos en autoridad, según sus percepciones personales de las exigencias de este principio cristiano en cuanto al servicio público.

El segundo asunto es muy diferente, la relación entre el gobierno y la iglesia visible. Si hubiera sido la voluntad de Dios mantener la unidad formal de la iglesia visible, entonces tendríamos que dar una respuesta muy diferente de lo que es ahora el caso. Es natural que al principio se buscaba esta unidad. La unidad religiosa tiene gran valor para la vida de un pueblo y es atractiva. También se puede entender que al inicio se establecía esta unidad. Cuanto más bajo se encuentra una nación en la escala del desarrollo, menos diferencias de opinión se manifiestan. Por tanto, vemos que casi todas las naciones empiezan con una unidad religiosa. Pero es igualmente natural que esta unidad se divide donde la vida individual, en el proceso del desarrollo, gana fuerza, y donde la multiformidad se hace necesaria para un desarrollo más avanzado. Entonces nos enfrentamos al hecho de que la iglesia visible es dividida, y que en ningún país se puede seguir manteniendo la unidad absoluta de la iglesia visible.

¿Cuál es entonces el deber del gobierno? ¿Tiene que hacer un juicio individual, para determinar cuál de las muchas iglesias es la verdadera? ¿Y tiene que mantener a ésta en contra de las demás? ¿O es el deber del gobierno suspender su juicio propio y considerar que el complejo multiforme de todas estas denominaciones es la totalidad de la manifestación de la Iglesia de Cristo en la tierra?

Desde un punto de vista calvinista, tenemos que decidir en favor de la última sugerencia. No por una falsa idea de neutralidad, ni como si el calvinismo tuviera que ser indiferente en cuanto a lo que es verdadero y lo que es falso; pero porque el gobierno no tiene los datos para un tal juicio, y porque todo juicio gubernamental aquí infringe la soberanía de la iglesia. De otra manera, si el gobierno fuera una monarquía absoluta, tendríamos el «cuius regio eius religio» de los príncipes luteranos. O si el gobierno descansa en una pluralidad de personas, la iglesia que ayer fue considerada la falsa, hoy se considera la verdadera, según la decisión por voto; y así se pierde la continuidad de la administración del estado y de la posición de la iglesia.

Por tanto, los calvinistas han siempre luchado tan orgullosa y valientemente por la libertad, o sea, por la soberanía, de la iglesia dentro de su propia esfera; en distinción contra los teólogos luteranos. En Cristo, dijeron ellos, la Iglesia tiene su propio Rey. Su posición en el estado no es asignada por el gobierno, sino “iure divino”. La iglesia tiene su propia organización. Tiene sus propios oficiales. Y tiene sus propios dones para distinguir la verdad. Por tanto, es su privilegio, y no del estado, determinar sus propias características como iglesia verdadera, y proclamar su propia confesión como la confesión de la verdad.

Si en esta posición se le oponen otras iglesias, entonces luchará contra ellas su batalla espiritual, con armas espirituales y sociales; pero niega el derecho de cualquiera, incluso del gobierno, de sentarse como un poder por encima de estas diferentes instituciones y de forzar una decisión entre ella y sus iglesias hermanas. El gobierno lleva la espada con heridas; no la espada del Espíritu que decide en asuntos espirituales. Y por esta razón, los calvinistas siempre han rehusado asignar al estado una patria potestad. Por cierto, un padre gobierna en su familia sobre la religión de su familia. Pero cuando se organizó el gobierno, la familia no fue puesta a un lado; y el gobierno recibió solamente una tarea limitada, que es definida por la soberanía en la esfera individual, y por la soberanía de Cristo en Su Iglesia.

Solo cuidémonos aquí contra un puritanismo exagerado y no rehusemos, por lo menos en Europa, reconocer los efectos de las condiciones históricas. Es algo muy diferente si alguien levanta un edificio nuevo sobre un terreno vacío, o si uno tiene que restaurar una casa que ya existe.

Pero esto no puede quebrantar la regla fundamental de que el gobierno tiene que honrar el complejo de iglesias cristianas como la manifestación multiforme de la Iglesia de Cristo en la tierra. Que el gobierno tiene que respetar la libertad, o sea, la soberanía, de la Iglesia de Cristo en la esfera individual de estas iglesias. Que las iglesias florecen más cuando el gobierno les permite vivir en sus propias fuerzas por el principio de voluntarios. Y que por tanto ni el cesaropapismo del Zar de Rusia, ni la sujeción del Estado bajo la Iglesia que enseña Roma, ni el «cuius regio eius religio» de los abogados luteranos, ni el punto de vista neutral irreligioso de la Revolución Francesa, sino solo el sistema de una iglesia libre en un estado libre, puede ser honrado desde un punto de vista calvinista.

La soberanía del estado y la soberanía de la iglesia existen lado a lado, y se limitan mutuamente.

De una naturaleza muy diferente es la última pregunta que mencioné, el deber del gobierno en cuanto a la soberanía de la persona individual.

En la segunda parte de esta exposición, ya indiqué que el hombre desarrollado posee también una esfera individual de vida, con una soberanía en su propio círculo. Aquí no me refiero a la familia, pues este es un lazo social entre varios individuos. Me refiero a lo que expresa el profesor Weitbrecht: «Por medio de su conciencia, cada uno es un rey, un soberano, por encima de toda responsabilidad.» O lo que Held formuló de esta manera: «En cierta manera, cada hombre es un soberano, pues cada uno debe tener y tiene una esfera propia, en la cual él es superior.»

Con esto no quiero sobreestimar la conciencia, pues yo me opondré a cada uno que quiera liberar la conciencia de Dios y de Su Palabra. Pero aun así mantengo la soberanía de la conciencia como fortaleza de toda libertad personal, en este sentido: que la conciencia nunca es sujeta a un hombre, sino siempre y solamente al Dios Todopoderoso.

Esta necesidad de la libertad de la conciencia, sin embargo, no se manifiesta inmediatamente. No se expresa con énfasis en un niño, sino solamente en un hombre maduro; y de la misma manera, está dormitada en pueblos no desarrollados, y es irresistible solo entre naciones muy desarrolladas. Un hombre maduro en su desarrollo preferirá ir al exilio, sufrir el encarcelamiento, incluso sacrificar su vida, a tolerar restricciones en cuanto a su conciencia. Y la repugnancia contra la inquisición, que duró tres largos siglos, vino de la convicción de que sus prácticas violaban y asaltaban la vida humana del hombre. Esto impone al gobierno una doble obligación. En primer lugar, tiene que hacer que la iglesia respete esta libertad de la conciencia, y en segundo lugar, el mismo gobierno tiene que dar lugar a la conciencia soberana.

En cuanto a lo primero, la soberanía de la iglesia encuentra su límite natural en la soberanía de la persona libre. Soberana dentro de su propio dominio, no tiene poder sobre aquellos que viven afuera de esta esfera. Y dondequiera que ocurriera una transgresión de su poder, en violación de este principio, el gobierno tiene que proteger a cada ciudadano. La iglesia no puede ser obligada a tolerar entre sus miembros a alguien a quien se siente obligada a expulsarlo; pero por el otro lado, ningún ciudadano del estado puede ser obligado a permanecer en una iglesia la cual su conciencia le obliga abandonar.

Lo que el gobierno exige de parte de las iglesias en este respecto es lo que tiene que practicar él mismo, dando a cada ciudadano la libertad de conciencia, como el primer e inajenable derecho de todos los hombres.

Ha costado una lucha heroica el arrancar esta libertad humana de las manos del despotismo; y ríos de sangre humana han sido derramados hasta que la meta fue alcanzada. Pero, por esta misma razón, cada hijo de la Reforma pisotea la honra de sus padres, si no defiende diligentemente y sin retractarse esta fortaleza de nuestras libertades. Para poder gobernar a hombres, el gobierno tiene que respetar este poder ético esencial de nuestra existencia humana. Una nación que consiste en ciudadanos con una conciencia quebrantada, es ella misma quebrantada en su fuerza nacional.

Y aun si estoy obligado a admitir que nuestros padres, en la teoría, no tenían la valentía de llegar a las conclusiones que siguen de esta libertad de la conciencia: la libertad de la expresión, y la libertad del culto; aun si estoy consciente de que ellos hicieron un esfuerzo desesperado para impedir la propagación de literatura que no les gustaba – todo esto no anula el hecho de que la libre expresión del pensamiento, por la palabra hablada y escrita, alcanzó su victoria por primera vez en la Holanda calvinista. Cualquiera que estaba restringido en otro lugar, pudo por primera vez disfrutar de la libertad de las ideas y de la prensa en suelo calvinista. Entonces, el desarrollo lógico de lo que contiene la libertad de la conciencia, y esta misma libertad, bendijeron al mundo por primera vez desde el lado del calvinismo.

Es cierto que en los países católicos, el despotismo espiritual y político ha sido vencido finalmente por la Revolución Francesa, y que esta revolución también empezó promoviendo la causa de la libertad. Pero si nos enteramos de la historia de que la guillotina, en toda Francia, por años y años no pudo parar de ejecutar a aquellos que tenían una mente diferente; si recordamos cuan cruelmente se mató al clero católico romano porque rehusaron violar su conciencia con un juramento impío; y si conocemos, como yo mismo por una triste experiencia, la tiranía espiritual que el liberalismo y el conservadurismo han aplicado en el continente europeo, y siguen aplicando – entonces tenemos que admitir que la libertad en el calvinismo y la libertad en la Revolución Francesa son dos cosas muy diferentes.

En la Revolución Francesa es una libertad civil para cada cristiano estar de acuerdo con la mayoría incrédula; en el calvinismo, una libertad de la conciencia, que permite a cada hombre servir a Dios de acuerdo con su propia convicción y el dictado de su propio corazón.

Este documento fue expuesto en la Universidad de Princeton en el año 1898 por Abraham Kuyper (1837-1920) quien fue teólogo, Primer Ministro de Holanda, y fundador de la Universidad Libre de Ámsterdam.

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