En BOLETÍN SEMANAL

Algunos alegan pasajes en los que Dios reprocha su ingratitud al pueblo de Israel, porque solamente gracias a la liberalidad de Dios ha recibido todo género de bienes y de prosperidad. Así cuando dice: «El amalecita y el cananeo están allí delante de vosotros, y caeréis a espada… por cuanto os habéis negado a seguir a Jehová» (Núm. 14:43). Y: «Aunque os hablé desde temprano y sin cesar, no oísteis; y os llamé, y no respondisteis; haré también a esta casa… como hice a Silo» (Jer. 7:13). Y: «Esta es la nación que no escuchó la voz de Jehová su Dios, ni admitió corrección;… Jehová ha aborrecido y dejado la generación objeto de su ira» (Jer. 7:28). Y: «porque habéis endurecido vuestro corazón y no habéis obedecido al Señor, todos estos males han caído sobre vosotros» (Jer.32:23). Estos reproches, dicen, ¿cómo podrían aplicarse a quienes podrían contestar: ciertamente nosotros no deseábamos más que la prosperidad, y temíamos la adversidad; por tanto, que no hayamos obedecido al Señor, ni oído su voz para evitar el mal y ser mejor tratados se ha debido a que, estando sometidos al pecado, no pudimos hacer otra cosa. Por tanto, ¿sin razón nos echa en cara Dios los males que padecemos, ya que no estuvo en nuestra mano evitarlos?

La conciencia de los malos les convence de su mala voluntad. Con todo derecho son castigados. Para responder a esto, dejando el pretexto de la necesidad, que es frívolo y sin importancia, pregunto si se pueden excusar de haber pecado. Porque si se les convence de haber faltado, no sin razón Dios les echa en cara que por su culpa no les ha mantenido en la prosperidad. Respondan, pues, si pueden negar que la causa de su obstinación ha sido su mala voluntad. Si hallan dentro de sí mismos la fuente del mal ¿a qué molestarse en buscar otras causas fuera de ellos, para no aparecer como autores de su propia perdición?

Por tanto, si es cierto que los pecadores por su propia culpa se ven privados de los beneficios de Dios y son castigados por su mano, sobrado motivo hay para que oigan tales reproches de labios de Dios; a fin de que si obstinadamente persisten en el mal, aprendan en sus desgracias más bien a acusar a su maldad y a abominar de ella, que no a echar la culpa a Dios y tacharle de excesivamente riguroso. Y si no se han endurecido del todo, y hay en ellos aún cierta docilidad, que piensen en sus pecados y los aborrezcan, pues por causa de ellos son infelices y están perdidos; y que se arrepientan y confiesen de todo corazón que es verdad aquello que Dios les echa en cara. Para esto sirvieron a los piadosos las reprensiones que refieren los profetas; como se ve por aquella solemne oración de Daniel (Dn. 9).

En cuanto a la primera utilidad tenemos un ejemplo en los judíos, a los cuales Jeremías por mandato de Dios muestra las causas de sus miserias, aunque no pudo suceder más que lo que Dios había dicho antes: «Tú, pues, les dirás todas estas palabras, pero no te oirán; los llamarás, y no te responderán» (Jer. 7:27). Pero ¿con qué fin hablaba el profeta a gente sorda? Para que a pesar de sí mismos y a la fuerza, comprendiesen que era verdad lo que oían, a saber: que era un horrendo sacrilegio echar a Dios la culpa de sus desventuras, cuando era únicamente por causa de ellos.

Con estas tres soluciones podrá cada uno librarse fácilmente de la infinidad de testimonios que los enemigos de la gracia de Dios suelen amontonar, tanto sobre los mandamientos, como sobre los reproches de Dios a los pecadores, para erigir y confirmar el ídolo del libre albedrío del hombre.

Para vergüenza de los judíos, dice el salmo: «Generación contumaz y rebelde; generación que no dispuso su corazón» (Sal. 78:8). Y en otro salmo exhorta el Profeta a sus contemporáneos a que no endurezcan sus corazones (Sal. 95:8); y con toda razón, pues toda la culpa de la rebeldía estriba en la perversidad de los hombres. Pero injustamente se deduce de aquí que el corazón puede inclinarse a un lado o a otro, puesto que es Dios el que lo prepara. El Profeta dice: «Mi corazón incliné a cumplir tus estatutos» (Sal. 119:112), porque de buen grado y con alegría se había entregado al Señor; pero no se ufana de haber sido él el autor de este buen afecto, ya que en el mismo salmo confiesa que es un don de Dios.

Hemos, pues, de retener la advertencia de san Pablo cuando exhorta a los fieles a que se ocupen de su salvación con temor y temblor, por ser Dios el que produce el querer y el hacer (Flp. 2:12-13). Es cierto que les manda que pongan mano a la obra, y que no estén ociosos; pero al decirles que lo hagan con temor y solicitud, los humilla de tal modo, que han de tener presente que es obra propia de Dios lo mismo que les manda hacer. Con lo cual enseña que los fieles obran pasivamente, si así puede decirse, en cuanto que el cielo es quien les da la gracia y el poder de obrar, a fin de que no se atribuyan ninguna cosa a sí mismos, ni se gloríen de nada.

Por tanto, cuando Pedro nos exhorta a «añadir virtud a la fe» (2 Pe. 1:5), no nos atribuye una parte de la obra, como si algo hiciéramos por nosotros mismos, sino que únicamente despierta la pereza de nuestra carne, por la que muchas veces queda sofocada la fe. A esto mismo viene lo que dice san Pablo: «No apaguéis al Espíritu» (1Tes. 5:19), porque muchas veces la pereza se apodera de los fieles, si no se la corrige.

Si hay aún alguno que quiera deducir de esto que los fieles tienen el poder de alimentar la luz que se les ha dado, fácilmente se puede refutar su ignorancia, ya que esta misma diligencia que pide el Apóstol no viene más que de Dios. Porque también se nos manda muchas veces que nos limpiemos de toda contaminación (2Cor. 7:l), y sin embargo, el Espíritu Santo se reserva para sí solo la dignidad de santificar.

En conclusión; bien claro se ve por las palabras de san Juan, que lo que pertenece exclusivamente a Dios nos es atribuido a nosotros por una cierta concesión. «Cualquiera que es engendrado de Dios», dice, «se guarda a sí mismo» (1Jn. 5:18). Los defensores del libre albedrío hacen mucho hincapié en esta frase, como si dijese que nuestra salvación se debe en parte a la virtud de Dios, y en parte a nosotros. Como si ese “guardarse” de que habla el apóstol, no nos viniera también del cielo. Y por eso Cristo ruega al Padre que nos guarde del mal y del Maligno. Y sabemos que los fieles cuando luchan contra Satanás no alcanzan la victoria con otras armas que con las de Dios. Por esta razón san Pedro, después de mandar purificar las almas por obediencia a la verdad (1Ped. 1:22), añade como corrigiéndose: «por el Espíritu».

Para concluir, san Juan en pocas palabras prueba cuán poco valen y pueden las fuerzas humanas en la lucha espiritual, cuando dice que «todo aquél que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él» (1Jn. 3:9). Y da la razón en otra parte: porque nuestra fe es la victoria que vence al mundo (1Jn. 5:4).

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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