En BOLETÍN SEMANAL

Dios terminó su obra, no en un momento, sino después de seis días. Pues con esta circunstancia, dejando a un lado todas las falsas imaginaciones, somos atraídos al único Dios, que repartió su obra en seis días, a fin de que no nos resultase molesto ocuparnos en su meditación todo el curso de nuestra vida. Pues, aunque nuestros ojos a cualquier parte que miren tienen por fuerza que ver las obras de Dios, sin embargo nuestra atención es muy ligera y voluble, y nuestros pensamientos muy fugaces, cuando alguno bueno surge en nosotros.

También sobre este punto se queja la razón humana, como si el construir el mundo un día después de otro no fuera conveniente a la potencia divina. ¡A tanto llega nuestra presunción, hasta que, sumisa a la obediencia de la fe, aprende a prestar atención a aquel reposo al que nos convida la santificación del séptimo día!

Ahora bien; en el orden de la creación de las cosas hay que considerar diligentemente el amor paterno de Dios hacia el linaje humano por no haber creado a Adán mientras no hubo enriquecido el mundo con toda clase de riquezas. Pues si lo hubiese colocado en la tierra cuando ésta era aún estéril, y si le hubiese otorgado la vida antes de existir la luz, hubiera parecido que Dios no tenía en cuenta las necesidades de Adán. Mas, al disponer, ya antes de crearlo, los movimientos del sol y de las estrellas para el servicio del hombre; al llenar la tierra, las aguas y el aire, de animales; y al producir toda clase de frutos, que le sirviesen de alimento, tomándose el cuidado de un padre de familia bueno y previsor, ha demostrado una bondad maravillosa para con nosotros. Si alguno se detiene a considerar atentamente consigo mismo lo que aquí de paso he expuesto, verá con toda evidencia que Moisés fue un testigo veraz y un mensajero auténtico al manifestar quién es el verdadero creador del mundo.

No quiero volver a tratar lo que ya antes he expuesto, o sea, que allí no se habla solamente de la esencia de Dios, sino que además se nos enseña su eterna sabiduría y su Espíritu, para que no nos forjemos más Dios sino Aquel que quiere ser conocido a través de esta imagen tan clara y viva.

– De la creación de los ángeles

Pero antes de comenzar a tratar más por extenso de la naturaleza del hombre, es necesario intercalar algunas consideraciones sobre los ángeles. Pues, aunque Moisés, en la historia de la creación, por acomodarse al vulgo, no hace mención de otras obras que las que vemos con nuestros ojos, no obstante, al introducir después a los ángeles como ministros de Dios, fácilmente se puede concluir que también los ha creado, puesto que se ocupan en servirle y hacen lo que les manda. Y así, si bien Moisés en gracia a la rudeza del vulgo no nombró al principio a los ángeles, nada nos impide, sin embargo, que tratemos aquí claramente lo que la Escritura en muchos lugares cuenta de ellos. Porque si deseamos conocer a Dios por sus obras, de ninguna manera hemos de pasar por alto tan maravillosa y excelente muestra. Y además, esta doctrina es muy útil para refutar muchos errores.

La excelencia de la dignidad angélica ciega de tal manera el entendimiento de muchos, que creen hacerles un agravio si los rebajan a cumplir lo que Dios les manda; y por ello llegaron a atribuirles cierta divinidad. Surgió también un tal Maniqueo, con sus secuaces, que concibió dos principios: Dios y el diablo. A Dios le atribuía el origen de las cosas buenas, y al diablo le hacía autor de las malas.

Si nuestro entendimiento se encuentra embrollado con tales fantasías, no podrá dar a Dios la gloria que merece por haber creado el mundo. Pues, no habiendo nada más propio de Dios que la eternidad y el existir por sí mismo, los que atribuyen esto al diablo, ¿cómo es posible que no lo conviertan en Dios? Y además, ¿dónde queda la omnipotencia de Dios, si se le concede al diablo tal autoridad que pueda hacer cuanto quiera por más que Dios se oponga?

En cuanto al fundamento en que estos herejes se apoyan, a saber: que es impiedad atribuir a la bondad de Dios el haber creado alguna cosa mala, esto nada tiene que ver con nuestra fe, que no admite en absoluto que exista en todo cuanto ha sido creado criatura alguna que por su naturaleza sea mala. Porque ni la maldad y perversidad del hombre, ni la del diablo, ni los pecados que de ella proceden, son de la naturaleza misma, sino de la corrupción de la naturaleza; ni hubo cosa alguna desde el principio en la cual Dios no haya mostrado su sabiduría y su justicia.

A fin, pues, de desterrar del mundo tan perversas opiniones, es necesario que levantemos nuestro espíritu muy por encima de cuanto nuestros ojos pueden contemplar. Es probable que por esta causa, cuando en el Símbolo niceno se dice que Dios es creador de todas las cosas, expresa- mente se nombren las invisibles.

No obstante, al hablar de los ángeles procuraré mantener la mesura que Dios nos ordena, y no especular más allá de lo que conviene, para evitar que los lectores, dejando a un lado la sencillez de la fe, anden vagando de un lado para otro. Porque, siendo así que el Espíritu Santo siempre nos enseña lo que nos conviene, y las cosas que hacen poco al caso para nuestra edificación, o bien las omite del todo, o bien las toca brevemente y como de paso, es también deber nuestro ignorar voluntariamente las cosas que no nos procuran provecho alguno.

– En esta cuestión debemos buscar la humildad, la modestia y la edificación

Ciertamente que, siendo los ángeles ministros de Dios, ordenados para hacer lo que Él les mande, tampoco puede haber duda alguna de que son también «sus criaturas» (Sal. 103). Suscitar cuestiones sobre el tiempo o el orden en que fueron creados, ¿no sería más bien obstinación que diligencia? Refiere Moisés que “Fueron acabados los cielos y la tierra, y todo el ejército de ellos.» (Gn. 2:1). ¿De qué sirve, entonces, atormentarnos por saber cuándo fueron creados los ángeles, y otras cosas secretas que hay en los cielos más allá de las estrellas y de los planetas? Para no ser, pues, más prolijos, recordemos también aquí – como en toda la doctrina cristiana -, que debemos tener como regla la modestia y la sobriedad para no hablar de cosas oscuras, ni sentir, ni incluso desear saber más que lo que la Palabra de Dios nos enseña; y luego, que al leer la Escritura busquemos y meditemos continuamente aquello que sirve para edificación, y no demos lugar a nuestra curiosidad, ni nos entreguemos al estudio de cosas inútiles. Y ya que el Señor nos quiso instruir, no en cosas vanas, sino en la verdadera piedad, que consiste en el temor de su Nombre, en la perfecta confianza en Él, y en la santidad de vida, démonos por satisfechos con esta ciencia.

Por lo tanto, si queremos que nuestro saber sea ordenado, debemos dejar estas vanas cuestiones acerca de la naturaleza de los ángeles, de sus órdenes y número, en las que se ocupan los espíritus ociosos, sin la Palabra de Dios. Bien sé que hay muchos a quienes les gustan más estas cosas que las que nosotros traemos entre manos; pero, si no nos pesa ser discípulos de Jesucristo, no nos dé pena seguir el método y orden que nos propuso. Y así, satisfechos con sus enseñanzas, no solamente debemos abstenernos de las vanas especulaciones, sino también aborrecerlas.

Nadie negará que quien escribió el libro titulado Jerarquía celeste, atribuido a san Dionisio, ha disputado sutil y agudamente de muchas cosas. Pero si alguno lo considera más de cerca hallará que en su mayor parte no hay en él sino pura charlatanería. Ahora bien, el fin de un teólogo no puede ser deleitar el oído, sino confirmar las conciencias enseñando la verdad y lo que es cierto y provechoso. Si alguno leyere aquel libro pensará que un hombre caído del cielo cuenta no lo que le enseñaron, sino lo que vio con sus propios ojos. Pero san Pablo, que fue arrebatado hasta el tercer cielo, no solamente no contó nada semejante, sino que declaró que «oyó palabras inefables que no le es dado al hombre expresar» (2 Cor. 12:4). Por tanto, dejando a un lado toda esta vana sabiduría, consideremos solamente, según la sencilla doctrina de la Escritura, lo que Dios ha querido que sepamos de sus ángeles.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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