En BOLETÍN SEMANAL

Por aquí se ve que la gracia de Dios que – según se toma este nombre cuando se trata de la regeneración -, es la regla del Espíritu para encaminar y dirigir la voluntad del hombre. Dios no puede dirigirla sin corregirla, sin que la reforme y renueve; de ahí que digamos que el principio de la regeneración consiste en que lo que es nuestro sea desarraigado de nosotros. Asimismo no la puede corregir sin que la mueva, la empuje, la lleve y la mantenga. Por eso decimos con todo derecho, que todas las acciones que de allí proceden son enteramente suyas.

Sin embargo, no negamos que es muy gran verdad lo que enseña san Agustín: que la voluntad no es destruida por la gracia, sino más bien reparada. Pues se pueden admitir muy bien ambas cosas: que se diga que está restaurada la voluntad del hombre, cuando, corregida su malicia y perversidad, es encaminado a la verdadera justicia, y que a la vez se afirme que es una nueva voluntad pues tan pervertida y corrompida está, que tiene necesidad de ser totalmente renovada.

Ahora no hay nada que nos impida decir que nosotros hacemos lo que el Espíritu de Dios hace en nosotros, aunque nuestra voluntad no pone nada suyo, que sea distinto de la gracia.

Debemos recordar lo que ya hemos citado de san Agustín: que algunos trabajan en vano para hallar en la voluntad del hombre algún bien que sea propio de ella, porque todo cuanto quieren añadir a la gracia de Dios para ensalzar el libre albedrío, no es más que corrupción, como si uno aguase el vino con agua encenagada y amarga. Mas, aunque todo el bien que hay en la voluntad procede de la pura inspiración del Espíritu, como el querer es cosa natural en el hombre, no sin razón se dice que nosotros hacemos aquellas cosas, de las cuales Dios se ha reservado la alabanza con toda justicia. Primeramente, porque todo lo que Dios hace en nosotros, quiere que sea nuestro, con tal de que entendamos que no procede de nosotros: y, además, porque nosotros naturalmente estamos dotados de entendimiento, voluntad y deseos, todo lo cual Él lo dirige al bien, para sacar de ello algo de provecho.

OTROS PASAJES DE LA ESCRITURA

Génesis 4:7

Los demás testimonios que toman de acá y de allá de la Escritura, no ofrecen gran dificultad, ni siquiera a las personas de mediano entendimiento: siempre que tengan bien presentes las soluciones que hemos dado.

Citan lo que está escrito en el Génesis: “A ti será su deseo, y tú te enseñorearás de él» (Gén. 4:7), e interpretan este texto del pecado, como si el Señor prometiese a Caín, que el pecado no podría enseñorearse de su corazón, si el trabajare en dominarle. Pero nosotros afirmamos que está más de acuerdo con el contexto y con el hilo del razonamiento referirlo a Abel, y no al pecado. La intención de Dios en este lugar es reprender la envidia perniciosa que Caín había concebido contra su hermano Abel; y lo hace aduciendo dos razones; la primera, que se engañaba al pensar que era tenido en más que su hermano ante Dios, el cual no admite más alabanza que la que procede de la justicia y la integridad. La segunda, que era muy ingrato para con Dios por el beneficio que de Él había recibido, pues no podía sufrir a su propio hermano, menor que él, y que estaba a su cuidado.

Mas, para que no parezca que abrazamos esta interpretación porque la otra nos es contraria, supongamos que Dios habla del pecado. En tal caso, o el Señor le promete que será superior, o le manda que lo sea. Si se lo manda, ya hemos demostrado que de esto no se puede obtener prueba alguna para probar el libre albedrío. Si se lo promete, ¿dónde está el cumplimiento de la promesa, pues Caín fue vencido por el pecado, del cual debía enseñorearse?

Dirán que en la promesa iba incluida una condición tácita, como si Dios hubiese querido decir: Tú lograrás la victoria, si luchas. Pero ¿quién puede admitir tergiversaciones semejantes? Porque si este señorío se refiere al pecado, no hay duda posible de que se trata de un mandato de Dios, en el cual no se dice lo que podemos, sino cuál es nuestro deber, aunque no lo podamos hacer. Sin embargo, la frase y la gramática exigen que Caín sea comparado con Abel, porque siendo él el primogénito no sería relegado a su hermano, si él con su propio pecado no se hubiera rebajado.

Romanos 9:16

Aducen también el testimonio del Apóstol, cuando dice: «no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia» (Rom. 9:6). De lo cual concluyen, que hay algo en la voluntad y en el impulso del hombre que aunque débil, ayudada no obstante por la misericordia de Dios, no deja de tener éxito.

Más si considerasen razonablemente a qué se refiere el Apóstol en este pasaje, no abusarían del mismo. Bien sé que pueden aducir como defensores de su opinión a Orígenes y a san Jerónimo; pero no hace al caso saber sus fantasías sobre este asunto, si nos consta lo que allí ha querido decir san Pablo. Ahora bien, él afirma que solamente alcanzarán la salvación aquellos a quienes el Señor tiene a bien dispensarles su misericordia; y que para cuantos Él no ha elegido está preparada la ruina y la perdición. Antes había expuesto la suerte y condición de los réprobos con el ejemplo de Faraón; y con el de Moisés había confirmado la certeza de la elección gratuita. Tendré, dice, misericordia, de quien la tenga. Y concluye que aquí no tiene valor alguno el que uno quiera o corra, sino el que Dios tenga misericordia. Pero si el texto se entiende en el sentido de que no basta la voluntad y el esfuerzo para lograr una cosa tan excelente, san Pablo diría esto muy impropiamente. Por tanto, no hagamos caso de tales sutilezas: No depende, dicen, del que quiere ni del que corre; luego hay una cierta voluntad y un cierto correr. Lo que dice san Pablo es mucho más sencillo: no hay voluntad ni hay correr que nos lleven a la salvación; lo único que nos puede valer es la misericordia de Dios. Pues no habla aquí de una manera distinta de lo que lo hace escribiendo a Tito: «Cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia» (Tit. 3:4-5). Incluso los que arguyen que san Pablo ha dado a entender que existe una cierta voluntad y un cierto correr, por haber negado que sea propio del que quiere o del que corre conseguir la salvación, incluso ellos no admitirán que yo argumente de la misma forma, diciendo que hemos hecho algunas buenas obras, porque san Pablo niega que hayamos alcanzado la gracia de Dios mediante ellas. Pues si les parece deficiente esta manera de argumentar, que abran bien los ojos, y verán que la suya no puede salvarse de la acusación de falaz.

También es firme la razón en que se funda san Agustín, al afirmar que si se hubiera dicho que no es propio del que quiere ni del que corre, porque no bastan ni la voluntad ni el correr, se podría también dar la vuelta al argumento, y concluir que no es propio de la misericordia de Dios, ya que tampoco obraría ella sola. Pero como esto segundo es del todo absurdo, con toda razón concluye san Agustín que por eso se dice que no existe ninguna voluntad humana buena, si no la prepara el Señor; no que debamos querer y correr, sino que lo uno y lo otro lo hace Dios en nosotros. No menos neciamente fuerzan algunos el texto de san Pablo: «somos colaboradores de Dios» (1 Cor. 3:9). Es indudable que se debe limitar únicamente a los ministros; y se llaman cooperadores, no porque pongan algo de sí mismos, sino porque Dios obra mediante ellos, después de haberlos hecho idóneos para serlo, adornándolos con los dones necesarios.

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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