En BOLETÍN SEMANAL

Para responder a nuestra vocación con humildad, es necesario conocernos cual somos.

No sin causa el antiguo proverbio encarga al hombre tan encarecidamente el conocimiento de sí mismo. Porque si se tiene por afrenta ignorar de las cosas pertinentes a la suerte y común condición de la vida a, mucho más afrentoso será sin duda el ignorarnos a nosotros mismos, siendo ello causa de que al tomar consejo sobre cualquier cosa necesaria, vayamos a tientas y como ciegos. Pero cuanto  más útil es esta exhortación, con tanta mayor diligencia hemos de procurar no equivocarnos respecto a ella, como vemos que aconteció a algunos filósofos. Pues al exhortar al hombre a conocerse a sí mismo, le proponen al mismo tiempo como fin, que no ignore su dignidad y excelencia, y quieren  que no contemple en sí más que lo que puede suscitar en él una vana confianza y henchirlo de soberbia.

Sin embargo, el conocimiento de nosotros mismos consiste primero en que, considerando lo que se nos dio en la creación y cuán liberal se ha mostrado Dios al seguir demostrándonos su buena voluntad, sepamos cuán grande sería la excelencia de nuestra naturaleza, si aún permaneciera en su integridad y perfección, y a la vez pensemos que no hay nada en nosotros que nos pertenezca como propio, sino que todo lo que Dios nos ha concedido lo tenemos en préstamo, a fin de que siempre dependamos de Él.  Y en segundo lugar, acordarnos de nuestra miserable condición después del pecado de Adán; sentimiento que echa por tierra toda gloria y presunción, y verdaderamente nos humilla y avergüenza. Porque, como Dios nos formó al principio a imagen suya para levantar nuestro espíritu al ejercicio de la virtud y a la meditación de la vida eterna, así, para que la nobleza por la que nos diferenciamos de los animales no fuese ahogada por nuestra negligencia, nos fue dada la razón y el entendimiento, para que llevando una vida santa y honesta, caminemos hacía el blanco que se nos propone de la bienaventurada inmortalidad. Mas no es posible en manera alguna acordarnos de aquella dignidad primera, sin que al momento se nos ponga ante los ojos el triste y miserable espectáculo de nuestra deformidad e ignorancia, puesto que en la persona del primer hombre hemos caído de nuestro origen.

De donde nace un odio de nosotros mismos y un desagrado y verdadera humildad, y se enciende en nosotros un nuevo deseo de buscar a Dios para recuperar en Él aquellos bienes de los que nos sentimos vacíos y privados.

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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