En ARTÍCULOS

1Jn 3:14 Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte.

La primera cuestión es aquella llamada “gracia preparatoria.” Este es un tema de incomparable importancia ya que el Metodismo lo omite y la moderna ortodoxia abusa de él, de modo que promueve que la elección determinante en la obra de la gracia dependa, otra vez, de la libre voluntad del hombre.
En relación al punto principal, debe concederse que hay una “gracia prœparans,” así como solían llamarlo nuestros antiguos teólogos, es decir, gracia preparatoria; no una preparación de la gracia sino una gracia que prepara, la cual es en su trabajo preparatorio, gracia verdadera indudable e inalterable. La Iglesia ha mantenido siempre este credo, por sus intérpretes más sensatos y sus más nobles confesores. No podría renunciar a él, mientras Dios sea efectivamente eterno, incambiable y omnipresente; pero debido a ello debe fuertemente protestar contra la falsa representación de un Dios que deja que un hombre nazca y viva por años de manera desapercibida e independiente de Él mismo, para súbitamente convertirlo en un momento en el objeto de Su regocijo y sólo ahí, en objeto bajo Su cuidado y custodia.

Aún cuando no puede negarse que el pecador compartió esta desilusión ya que él no se interesó en Dios, entonces, ¿por qué Dios debía ocuparse de él?—pues bien la Iglesia no puede alentar en él una idea tan impía. Porque ello empequeñece las divinas virtudes, glorias y atributos. Herejes de diverso nombre y origen han hecho de la salvación del alma su mayor estudio, pero casi siempre han descuidado el Conocimiento de Dios. Aun así, cada credo comienza con “[Yo] Creo en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y la tierra” y el valor de todo lo que sigue concerniente a Jesús y nuestra redención, dependen sólo de la correcta interpretación de ese primer artículo.

De ahí que la Iglesia ha insistido siempre sobre el puro y correcto conocimiento de Dios en cada una de las confesiones y en cada parte de la obra redentora, y ha considerado como su deber y privilegio principal el resguardo de la pureza de este conocimiento. Aun la salvación de un alma no debiera desearse a expensas del más leve daño a la pureza de dicha confesión. En relación al trabajo de la gracia preparatoria, fue necesario examinar ante todas las cosas, si el conocimiento de Dios había sido retenido en su pureza, o si, con tal de salvar a un pecador, fue distorsionado. En prueba de esto, no se puede negar que el cuidado de Dios por Sus elegidos no comienza en un momento arbitrario, sino que están entrelazados con su total existencia, incluyendo cada concepción e incluso antes de su concepción, por los misterios de ese amor redentor que declara “Os he amado con un imperecedero amor.” De ahí que sea impensable que Dios haya dejado a un pecador por si solo durante años, para luego rescatarlo en algún momento de su vida. ¡No! Si Dios debe permanecer Dios y Su poder Omnipresente es ilimitado, la salvación de un pecador debe ser un trabajo eterno, abarcando su existencia total, una obra cuyas raíces están ocultas en los fundamentos invisibles de las misericordias maravillosas que se extienden mucho más allá de su concepción. No puede negarse que un hombre, convertido a los veinte y cinco años, no haya sido durante su vida sin Dios, un sujeto del trabajo, cuidado y protección divina; que en su concepción y antes de su nacimiento, la mano de Dios lo sostuvo de ahí en adelante; así que, aun en el divino consejo, la obra de Dios debe ser rastreada mucho antes de su conversión.

La confesión de elección y preordenación es esencialmente el reconocimiento de una gracia activa, mucho antes de la hora de la conversión. La idea que Dios, desde la eternidad, ha registrado un mero nombre o figura arbitraria, para activarla sólo después de varios siglos, es realmente inverosímil. ¡No! Los elegidos de Dios nunca estuvieron ante Su eterna visión como meros nombres o figuras; sino toda alma elegida está también preordenada para ponerse delante de Él en su desarrollo completo, como objeto en Cristo, para el eterno regocijo de Dios. El sacrificio de Jesús en el Calvario, que satisface a los elegidos, justificándolos por Su Resurrección, no se logró independientemente de los elegidos, sino que los incluyó a todos. La resurrección es el trabajo de la divina Omnipotencia, en la cual Dios trae de entre los muertos, no sólo a Cristo sin Él mismo, sino con Él mismo. De ahí que cada santo con una clara visión espiritual confiesa que su Padre celestial realiza en él un trabajo eterno, no iniciado solamente en su conversión, sino que forjado en el eterno ‘consejo’ a través de las antiguas y nuevas alianzas; en su persona todos los días de su vida y que trabajará en él por toda la eternidad. Aun en este amplio sentido la Iglesia no debe descuidar el confesar la gracia preparatoria. Sin embargo, el tema se estrecha cuando, excluyendo lo que procede a nuestro nacimiento, consideramos sólo nuestra vida pecaminosa antes de la conversión, o los años comprendidos entre la edad del discernimiento y la hora en que las escalas de medición caen de nuestros ojos.

Durante esos años nos apartamos de Dios, en vez de acercarnos más a Él. El pecado irrumpió más violentamente en unos que en otros, pero hubo iniquidad en todos nosotros. Cada vez que nuestras almas eran medidas por la plomada divina, resultaban sus medidas fuera del limite perpendicular. Durante este período pecaminoso, muchos sostienen que la gracia preparatoria esta fuera de toda consideración. Ellos dicen, “Donde hay pecado no puede haber gracia,” de ahí que durante esos años el Señor deja al pecador consigo mismo, sólo para volver a él cuando el amargo fruto del pecado está lo suficientemente maduro como para moverlo a la fe y al arrepentimiento. Ellos no niegan la bondadosa elección de Dios y su preordenación, ni Su cuidado por los elegidos en su nacimiento, pero sí niegan Su gracia preparatoria durante los años de alejamiento y creen que Su gracia comienza a operar sólo cuando irrumpe en sus conversiones.

Por supuesto que hay algo de verdad en esto; existe tal cosa como el abandono del pecador a la iniquidad, cuando Dios permite que un hombre camine sus propios caminos, entregándose a viles pasiones y a cosas que son indecorosas. Pero en vez de interrumpir la labor de Dios sobre tal alma, las propias palabras de la Escrituras, “los entregó” (Ro. i. 24,28), muestran que el dejarse llevar por la corriente del pecado, no es sin que Dios lo note. Los hombres han confesado que si el pecado interno no se hubiera revelado a sí mismo, irrumpiendo con su furia, ellos nunca hubieran descubierto la corrupción interna, ni habrían pedido a gritos a Dios pidiendo clemencia.

La realización de su culpa y el recuerdo de su temible pasado han sido para muchos santos una poderosa incitación para trabajar con mano fuerte y corazón compasivo en el rescate de aquellos perdidos sin esperanza de las mismas aguas mortíferas de las cuales ellos fueron salvados. El recuerdo de la profunda corrupción de la cual ahora se han librado ha sido para muchos la más potente defensa contra una fantasiosa rectitud personal, comportamiento orgulloso y engreimiento de ser más santo que otros. Muchas profundidades de reconciliación y gracia han sido descubiertas y proclamadas sólo por corazones tan profundamente heridos, que la mera confesión superficial de la sangre expiatoria no puede ser suficiente para cubrir su culpa. Cuán profundo calló David, ¿y quién grito más jubilosamente que él, desde las profundidades de la misericordia? ¿Quién inculcó la más pura confesión de la Iglesia que Agustín, incomparable entre los padres de la Iglesia, quien desde los abismos de su propia culpa y quebranto interior, aprendió a contemplar el firmamento de las misericordias eternas de Dios? Aun desde esta extrema visión sobre el pecaminoso camino del hombre, no se puede afirmar que de esa forma se suspendió la gracia de Dios. Luz y sombra están aquí necesariamente mezclados.

Y esto no es todo. Aun cuando por el pecado hemos perdido todo, y el pecaminoso ego, como quiera que sea de virtuoso externamente, ha teñido cada acción de la vida con pecado, mas esto no es toda la vida. En medio de todo, la vida se moldea y desarrolla: el pecador de veinticinco difiere del niño de tres, quien por su mal genio simplemente mostró su naturaleza pecaminosa. Durante todos esos años el niño se ha vuelto hombre. Aquello que dormitaba en él, se ha manifestado gradualmente. Las influencias han llegado a él. El conocimiento ha sido dominado e incrementado. Los talentos se han despertado y desarrollado. La memoria y el recuerdo han acumulado un cúmulo de experiencia. No importa cuán pecaminosa sea la forma, el carácter se ha asentado y algunos de sus rasgos han adoptado líneas definidas. El niño se ha vuelto hombre—una persona, viviente, existente y pensante de forma diferente a otras personas. Y en todo esto, así lo confiesa la Iglesia, estuvo la mano del Omnipresente y Todopoderoso Dios. Ha sido Él quien durante todos estos años de resistencia, ha guiado y dirigido a Sus criaturas de acuerdo a Sus propios propósitos.

Tarde o temprano el Sol de la Gracia amanecerá sobre él y dado que mucho dependerá de las condiciones en las cuales la gracia lo encuentre, es Dios mismo quién prepara dichas condiciones. Él lo prepara, restringiendo bondadosamente su carácter de adoptar rasgos que puedan impedirle posteriormente seguir su curso en el reino de Dios, y por otra parte, por desarrollar bondadosamente en él, un carácter y características tales, que aparecerán después de su conversión, adaptados a la tarea que Dios deseó para él. Y así se hace evidente que aún durante tiempos de enajenación, Dios otorga gracia a Sus elegidos. Posteriormente él percibirá cuán evidentemente han trabajado para bien todas las cosas conjuntamente, no porque él lo haya determinado así, sino que a pesar de sus intenciones pecaminosas, y sólo porque la gracia protectora de Dios estuvo trabajando en y a través de todo ello. Su curso pudo haber sido completamente diferente. El que sea tal como es, y no mucho peor, lo debe no a sí mismo, sino a un favor superior. De ahí que en la revisión de su oscura vida anterior, el santo piensa en primera instancia que tan sólo tuvo una noche de satánica oscuridad; posteriormente, estando mejor instruido, él percibe a través de esa oscuridad una tenue luz de amor divino. De hecho, en su vida hay tres períodos distintivos de gratitud:

En primer lugar, inmediatamente después de su conversión, cuando él no puede pensar en ninguna otra razón más que en la de la gracia recién encontrada.

En segundo lugar, cuando él aprende a dar gracias también por la gracia de su eterna elección, que se extiende mucho más atrás que la primera gracia.

Finalmente, cuando la oscuridad entre la elección y la conversión se haya disipado, él agradecerá a Dios la gracia preparatoria que en medio de esa oscuridad veló por su alma.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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