​La Biblia es un solo Libro con un solo Autor -Dios el Espíritu-, y un solo Tema -Dios el Hijo, donde vemos los propósitos salvíficos del Padre, que giran en torno a El.

“Algunos libros son para ser probados, otros para ser tragados, y algunos pocos para ser masticados y digeridos; es decir, algunos son para ser leídos sólo en partes; otros son para ser leídos, pero no por mera curiosidad; y algunos pocos para ser leídos en su totalidad, con diligencia y atención”.

Cuando el ensayista inglés del Siglo XVII, Sir Francis Bacon, escribió estas palabras no estaba pensando sólo en la Biblia. Pero de lo que no queda ninguna duda es que si la amonestación «para ser leído con diligencia y atención» debe ser aplicada a algún libro, este es la Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento, que es la Palabra de Dios. La Biblia es la revelación que Dios, en su gracia, realiza de sí mismo a los seres humanos. Debemos tratarla con cariño. Lo que nos impulsa a estudiarla con diligencia será nuestro amor a Dios y el deseo por conocerle mejor para poder obedecer sus mandatos expresos.

Pero aquí se plantea un problema. Si la Biblia es el libro de Dios, que nos fue entregado durante un período de cerca de mil quinientos años por más de cuarenta autores humanos, se trata de algo completamente distinto a cualquier otro libro que alguna vez hayamos visto. Los principios de estudio a seguir, por lo tanto, deberían ser diferentes.  Si es así, ¿cómo deberían ser? ¿Deberíamos considerar a la Biblia espiritualmente -es decir, en un sentido místico o mágico? Los que toman la Biblia de esta manera suelen acabar actuando de forma extraña e irracional. ¿O, más bien, deberíamos leerla de una manera puramente natural -es decir, como leeríamos cualquier otro libro? Este último enfoque parece ser el apropiado, pero es también el propósito del criticismo naturalista que hemos criticado tan enfáticamente. ¿Cuál debería ser el enfoque del lector cristiano o del académico cristiano?

Las respuestas las encontramos en las cuatro verdades más fundamentales sobre la Biblia, las que ya hemos cubierto en los capítulos anteriores:
1) la Biblia tiene un verdadero autor, Dios;
2) la Biblia nos fue entregada por canales humanos;
3) la Biblia tiene un propósito unificador, el llevarnos a un conocimiento obediente y reverente del verdadero Dios; y,
4) para entender la Biblia necesitamos ver la actividad sobrenatural del Espíritu Santo, cuya tarea consiste en interpretar las Escrituras.

Los principios esenciales para estudiar la Palabra de Dios están implícitos en estas cuatro proposiciones.

Primero, la Escritura tiene un solo autor, Dios. Si bien es cierto que la Biblia llegó a nosotros por medio de canales humanos, más importante resulta el hecho que la Biblia en su totalidad y en cada una de sus partes proviene de Dios. Superficialmente, una persona puede considerar a la Biblia como una colección diversa de escritos, en cierto modo encadenados por los accidentes de la historia. Pero la Biblia no es sólo una colección. Como lo afirma J. I. Packer es «un solo libro con un solo autor -Dios el Espíritu, y un solo tema -Dios el Hijo, y los propósitos salvíficos del Padre, que giran en torno a Él».

La autoría de la Biblia nos conduce a dos principios de interpretación: el principio de la unidad y el principio de la no contradicción. Juntos significan que si la Biblia es verdaderamente de Dios y si Dios es un Dios de verdad (como lo es), entonces:

1) las distintas partes del libro deben complementarse mutuamente para contar una historia, y
2) si dos partes parecen estar en oposición o ser contradictorias, nuestra interpretación de una de esas partes o de ambas debe ser errónea.

Podemos hasta decir que si un académico está malgastando sus esfuerzos para remarcar las contradicciones del texto bíblico y no las trasciende para demostrar cómo pueden ser resueltas, no está demostrando ni su sabiduría ni su honestidad, sino más bien su fracaso como intérprete de la Palabra de Dios. Muchos podrán afirmar que intentar encontrar unidad donde, según ellos dicen, no hay unidad, es ser deshonestos. Pero el problema es en realidad uno de interpretación y presuposiciones.

Podemos tomar el tema de los sacrificios como ejemplo. Todos reconocen que aunque los sacrificios juegan un papel importante en el Antiguo Testamento, luego no son enfatizados en el Nuevo Testamento. ¿Por qué es esto? ¿Cómo debemos considerarlos? Y aquí alguien propone su idea de una conciencia religiosa evolutiva. Presupone que los sacrificios fueron importantes en las formas religiosas más primitivas; que deben ser explicados por el temor que los individuos sentían hacia los dioses o hacia Dios. Dios es imaginado como un ser caprichoso, una deidad vengativa, a quien los adoradores buscan aplacar con un sacrificio. Esto parece ser la idea general del sacrificio en las religiones paganas de la antigüedad. Se supone que también es así para la religión de los antiguos pueblos semitas.

Con el tiempo, sin embargo, dicha concepción primitiva de Dios da lugar a un concepto más evolucionado sobre Él. Dios es visto ahora no tanto como un Dios de ira y de antojos caprichosos, sino como un Dios de justicia. Y entonces la ley comienza a tener un sitio más prominente, para finalmente acabar reemplazando el sacrificio del centro de la religión. Por último, los adoradores alcanzan el concepto de Dios como un Dios de amor y, llegado este punto, el sacrificio desaparece por completo. Quienquiera que piense de esta manera podría fijar el punto de giro en la venida de Jesucristo y sus enseñanzas. Por lo tanto, hoy en día consideraría que tanto los sacrificios, como la idea de la ira de Dios, son conceptos anticuados, ya superados.

Por el contrario, otra persona (un evangélico estaría dentro de esta categoría) podría acercarse al material con unas presuposiciones completamente distintas y, por lo tanto, produciría una interpretación completamente diferente. El, o ella, comenzaría tomando nota de que el Antiguo Testamento realmente nos dice bastante sobre la ira de Dios. Pero se daría cuenta  de que este elemento apenas es eliminado en la medida que se recorre la Biblia, y ciertamente no es eliminado en el Nuevo Testamento. Es uno de los temas importantes de Pablo, por ejemplo. Surge con claridad en el libro de Apocalipsis, donde leemos sobre la justa ira de Dios que finalmente se derrama contra los pecados de una raza rebelde e incrédula. Con respecto a los sacrificios, es cierto que las iglesias del Nuevo Testamento no realizan más los sacrificios detallados en el sistema del Antiguo Testamento. Pero su desaparición no es porque una concepción primitiva de Dios haya evolucionado para convertirse en una concepción más avanzada, sino porque el gran sacrificio de Jesucristo completó y puso fin a todos los sacrificios, como sostiene la epístola a los Hebreos.

Para dicha persona la solución no se encontrará en una concepción evolutiva de Dios; para dicha persona, Dios es siempre el mismo -un Dios de ira hacia el pecado, un Dios de amor
hacia el pecador. La solución se hallará en la revelación progresiva que Dios hace de sí mismo a la humanidad, una revelación en la cual el propósito de los sacrificios (para los cuales Dios da instrucciones explícitas) es enseñar la naturaleza grave del pecado y la manera en la que Dios siempre se propuso salvar a los pecadores. Los sacrificios del Antiguo Testamento señalan a Cristo. Juan el Bautista puede decir, refiriéndose a una parte del sistema de sacrificios de la vida antigua judía que todos podían comprender: «¡He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!» (Jn. 1:29). Y Pedro puede escribir: «sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación» (1 P. 1:18-19).

En este ejemplo, como en todos los demás casos de interpretación bíblica, la información es la misma. La única diferencia es que una interpretación se acerca a las Escrituras buscando contradicciones y desarrollo; la otra interpretación, en cambio, se acerca a las Escrituras creyendo que Dios las ha escrito y por lo tanto se dirige en busca de unidad, permitiendo que un pasaje ilumine a otro pasaje. La Confesión de Fe de Westminster afirma: «La regla infalible para la interpretación de la Escritura es la Escritura misma: y por lo tanto, cuando hay alguna incógnita sobre el verdadero y cabal sentido de una parte de la Escritura (que no son varias sino una sola) debe buscarse y ser comprendida mediante otras partes que hablan con más claridad»(I, ix).

Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice

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