En BOLETÍN SEMANAL

«Así pues, la fe es un don de Dios; no porque sea ofrecida por Dios a la voluntad libre del hombre, sino porque le es efectivamente participada, inspirada e infundida al hombre; tampoco lo es porque Dios hubiera dado sólo el poder creer, y después esperase de la voluntad libre el consentimiento del hombre o el creer de un modo efectivo; sino porque Él, que obra en tal circunstancia el querer y el hacer, es más, que obra todo en todos, realiza en el hombre ambas cosas: la voluntad de creer y la fe misma» (art. XIV).

No merecemos nuestra salvación. No ganamos nuestra salvación. No somos salvados por cualquier cosa que Dios encuentra en nosotros. Nuestra salvación es un don inmerecido. Por tanto, cuando decimos que somos salvos por gracia, queremos decir que nuestra salvación es el libre e inmerecido don de Dios.

El orden de estas cosas queda bien expresado en el himno «Maravillosa Gracia», cuya segunda estrofa dice:

Su gracia me enseño a temer

Mis dudas ahuyentó

Oh cuan precioso fue a mi ser

el dar mi corazón

Cuando Dios nos concede el don de la fe, cuando Él nos hace creer, nos damos cuenta entonces repentinamente de que la gracia de Dios estuvo en nosotros desde hacía tiempo, y que Dios estuvo actuando con nosotros y en nosotros desde el principio.

Esto no es todo. Hay un tercer hecho en conexión con la gracia que tiene que ser considerado. La gracia de Dios es irresistible. Cuando Dios ha determinado regalarnos el don de la salvación, nosotros no podemos rechazar semejante regalo.

Cuando decimos que el hombre no puede rehusar, ni apartarse, ni negar la gracia de Dios, reconocerás que estamos diciendo exactamente lo opuesto a lo que está siendo predicado y enseñado hoy en muchos lugares. El concepto contrario del modo de la salvación se expresa así: Dios hizo la salvación disponible para todos los hombres cuando envió a su Hijo Unigénito a la cruz. Desde entonces en adelante, sin embargo, la cuestión de la salvación depende del hombre. El hombre tiene que decidir si desea ser salvado. Si una persona desea ser salvada y se arrepiente de sus pecados, aceptando la acción redentora de Cristo en la tierra, Dios le salvará.

¿Qué hay de erróneo en este concepto? Sencillamente esto: que no es escriturístico en absoluto. Como lo hemos expresado anteriormente, esto hace de la fe un mérito. Según este punto de vista, Dios da al hombre, la salvación a cambio de la fe.

Pero hay más. Esta visión de las cosas está basada sobre la noción totalmente falsa de que el hombre es capaz y desea ser salvado. Ninguna de las dos cosas es cierta. El hombre no está por sí mismo en condiciones de recibir la salvación de Dios ni tampoco lo desea.

Consideremos en primer lugar que el hombre es incapaz de recibir por sí mismo la salvación de Dios. Escuchemos las palabras de Jesús a este respecto. Él dijo a Sus discípulos: «Vosotros no me escogisteis a Mí, sino que yo os elegí primero». Oigamos nuevamente a Jesús, quien dijo también: «Nadie puede venir a Mí si el Padre que me envió no le trajere» (Juan 6:44). Coloquemos el énfasis donde corresponde, sobre el verbo poder. «Nadie puede venir a Mí». Es imposible para una persona ir a Dios, a menos que el propio Dios le atraiga. Nadie está en condiciones por sí mismo para llegar a Dios. Jesús declaró que Dios tiene que elegir al hombre y que Dios tiene que atraerle hacia sí.

En segundo lugar, Pablo resalta por qué es esto y al propio tiempo, pone de relieve que por sí mismo el hombre no desea venir a Dios. En su Epístola a los Romanos (8:7) Pablo declara: «La mente carnal es enemistad contra Dios; porque no está sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede. Así pues, aquellos que están en la carne no pueden agradar a Dios».

Notemos que Pablo dice «la mente carnal», esto es, la mente no regenerada, la mente del hombre no salvado. Pablo dice: «La mente carnal es enemistad contra Dios». No meramente que la mente carnal sea indiferente a Dios, o que sea fría hacia Dios, sino que está en enemistad contra Dios. Aborrece a Dios y está en rebelión contra Dios. La mente carnal no desea ser salvada, sino que está más bien en guerra contra Dios.

Solamente cuando somos conscientes de esto comenzamos a comprobar lo que Dios ha hecho por nosotros en nuestro ser natural: estábamos en rebelión contra Dios. Nuestra naturaleza, siendo malvada, perversa y corrompida (Confesión Belga, art. XIV), odiaba a Dios y a la ley de Dios. De habernos dejado Dios a nuestro propio camino, hubiéramos permanecido en rebelión contra Él. Si Dios nos hubiera dado cualquier oportunidad de elegir en la cuestión habríamos elegido desafiar a Dios.

Pero, Dios sea glorificado, Él no nos dio a elegir. Por su poder soberano, rompió nuestra rebelde voluntad, nos llamó cuando no tendríamos que haber sido llamados, nos tomó cuando no tendríamos que haber sido tomados, nos salvó cuando no deberíamos haber sido salvados, e hizo que creyéramos cuando no queríamos creer. Nos dio la fe cuando no la teníamos ni la deseábamos. Alabemos a Dios de que su gracia es irresistible. Si su gracia no fuese tal, la habríamos resistido. Llegó la hora cuando fuimos a Dios voluntariamente, pero es porque el Espíritu Santo actuó en nosotros.

No quiero engañarme respecto a la manera en que mi redención fue hecha en mi propia vida. Es preciso que sepa que el Espíritu Santo «… abre lo que está cerrado y suaviza el corazón endurecido, circuncida lo que estaba incircunciso, infunde nuevas cualidades en la voluntad, la cual, aunque hasta aquí estaba muerta, El la reanima; y de mala, desobediente y refractaria, la convierte en buena, obediente y dócil, la refuerza y al igual que un buen árbol produce los frutos de buenas acciones» (art. XI).

«…Esto no es de ningún modo ejecutado meramente por medio de la predicación externa, ni por indicación, o por alguna forma tal de acción por la que, una vez Dios hubiese terminado Su obra, estaría en el poder del hombre nacer de nuevo o no, el convertirse o no. Sino que es una operación totalmente sobrenatural, poderosísima y, al mismo tiempo, suavísima, milagrosa, oculta e inexpresable, la cual, según el testimonio de la Escritura (inspirada por el autor de esta operación), no es menor ni inferior en su poder que la creación o la resurrección de los muertos; de modo que todos aquellos en cuyo corazón obra Dios de esta milagrosa manera, renacen cierta, infalible y eficazmente, y de hecho creen. Así, la voluntad, siendo entonces renovada, no sólo es movida y conducida por Dios, sino que, siendo movida por Dios, obra también ella misma. Por lo cual con razón se dice que el hombre cree y se convierte por medio de la gracia que ha recibido.» Tercero y Cuarto Títulos de la Doctrina, (art. XII).

A los hombres les disgusta esta doctrina. Cierto. A menudo aquellos que más presumen de su amor hacia el Señor, desprecian esta doctrina. ¿Y sabéis por qué la odian? La odian porque deja al hombre desprovisto de una brizna de orgullo.

Esto significa que el creyente no puede jactarse de su fe, porque su fe es el don de Dios. Significa que el creyente no puede jactarse de una decisión que hizo para servir a Dios, porque sabe que Dios hizo esa decisión por él. Significa también que sólo queda una cosa por hacer por parte del creyente que es caer de rodillas y decir: «Oh, Señor, soy un miserable, inútil y sin valor, no sé por qué Tú me has salvado, sólo estoy cierto de que lo has hecho. ¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias!»

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Extracto del libro: “La fe más profunda” escrito por  Gordon Girod

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