​Según la iglesia medieval el Estado era su sirviente. Los anabaptistas consideraban al Estado como un siervo de Satanás. Pero Calvino sostenía que el Estado es siervo de Dios, puesto que la política civil hace posible la vida entre los hombres al restringir al malvado, de manera que no pueda perpetrar sus crímenes con impunidad.

​Calvino estaba seguro que Dios le había llamado para la tarea de reformar la iglesia en aquellos oscuros días. Su primera respuesta a ese llamado fue dedicar  su formidable saber y prodigiosa pluma a la obra de su vida: institución de la religión cristiana. Más tarde vio claramente que Dios le requería en Ginebra, aunque su espíritu deseara la soledad y el reposo. Después de su regreso del exilio en Estrasburgo, donde su alma se llenó de consternación frente a la posibilidad de asumir el yugo, que era su cruz, consintió con el juicio de sus amigos y concluyó diciendo: “¡Es la voluntad de Dios!”.  Como David en la antigüedad, Calvino pudo decir, “A Jehová he puesto siempre delante de mí; porque está a mi diestra, no seré conmovido” (Sal. 16:8) y, “Jehová es mi luz y mi salvación; ¿de quién temeré?” (Sal. 27:1). Como resultado Calvino fue capaz de vencer toda resistencia como representante de Dios. ¡Qué podía hacerle la oposición, el tumulto o la revolución a un hombre asi! Sin duda esto explica el hecho que él, como Pablo y Silas antes que él, fuese capaz de trastornar al mundo (Hch. 17:6). Este fue el secreto de su éxito y la motivación de su infatigable energía. Estaba seguro en su alma de que estaba haciendo la obra del Señor en Ginebra.

Calvino nunca fue un Reformador rígido, nacionalista o sectario; creía que debíamos acercar a todos los hombres a Dios para que todos pudieran adorarlo y servirle. Con este fin envió a dos misioneros protestantes en 1556 a Brasil, con un grupo de colonizadores. Tampoco restringió Calvino su ministración espiritual a los Ginebrinos y a los Franceses, sino que todo el mundo era su iglesia. Cuando sus enemigos se mofaron de Calvino y le echaron la muerte de su hijo en cara, Calvino respondió, “Hijos, los tengo por toda la tierra, miríadas de ellos”. En 1552 Calvino escribió una carta a Cranmer en Inglaterra en la que dijo, “En lo que a mí respecta, si puedo brindar algún servicio no voy a dudar en cruzar diez mares, si fuese necesario, con tal motivo. Si el brindar una mano de ayuda al reino de Inglaterra fuese el único punto en discusión, ese sería un motivo suficiente en sí mismo para mí. Pero ahora, cuando lo que se busca es un acuerdo de hombres educados, considerado con mucha seriedad y bien estructurado de acuerdo al estándar de la Escritura, por el cual las iglesias que de otra manera estarían muy separadas las unas de las otras puedan unirse; no considero correcto para mí el evadir cualquier trabajo o dificultad”. Este no es sino uno de los más notables ejemplos de su espíritu ecuménico, pero hay muchas evidencias de que Calvino abominaba los cismas. Calvino también trabajaba con celo por la unidad de las iglesias Suizas y elaboró el Consensus Tigurinus (1549) con Bullinger, con el cual evitó una división en segmentos Zwingliano y calvinista de la Reforma Suiza.

Pero Calvino fue más allá de todo eso. Buscó nada menos que la unificación de todas las iglesias evangélicas del Protestantismo. Las cartas de Calvino nos dan una rica percepción de esta celosa lucha por la unidad. Convoca a Melanchtón y a Bullinger para disuadir la apasionada propaganda de Lutero en lo concerniente a la Cena del Señor, y pacientemente cargó con toda la amarga oposición que experimentó del lado de Lutero. Se regocijó como un niño al recibir un saludo de parte de Lutero y dijo, “Aún si me vilipendiase y me llamara un demonio, no obstante le consideraría uno de los destacados siervos de Dios”. Calvino le escribió una carta a Lutero solicitándole una conferencia, pero Melanchtón no tuvo el valor de entregarla.

Después de la muerte de Lutero (1546), Calvino continuó sus esfuerzos por la unidad con Bucero y Melanchtón, aunque nada surgió de ello. Pero hay una cosa con la que debemos tener cuidado, el confundir el celo de Calvino por la unidad de la Iglesia con el ecumenismo moderno, que no está basado en la Palabra. Sería difícil imaginarse a Calvino, como McNeill le representa, teniendo un rol destacado en el avivamiento ecuménico de nuestros días. Para Calvino la unidad de la iglesia era una cuestión de obediencia a la verdad, pero él no quería una súper iglesia que estuviese doctrinalmente dividida (Inst. I V, 182). Con esta referencia a su fe personal y a su actividad eclesiástica debemos concluir nuestros comentarios sobre Calvino como teólogo de la Palabra. La prueba de su teología ha de encontrarse en su vida. Calvino era un fanático de Cristo, pero el suyo era un entusiasmo bien dirigido y centrado en  la causa de Dios. Fue su doctrina y ejemplo inmortal lo que puso coraje en el corazón de los hugonotes templando sus nervios hasta la muerte. Fue él quien inspiró a Knox en su resistencia a la tiranía y en su batalla por ganar Escocia para la Reforma. Y fue la teología y ejemplo de Calvino lo que produjo una cultura calvinista en Holanda, Inglaterra, Escocia y aún, en alguna medida, en América, ya que nuestros padres peregrinos y puritanos estaban inspirados con un sentido de misión y vocación, los cuales habían heredado de la tradición calvinista.


El Impacto Político de Calvino

La Reforma, en su esencia, no era un asunto periférico, sino del corazón, del cual brotan los asuntos de la vida. Se dirigía a la cuestión de la relación del hombre con Dios, la que es determinante para todas las otras relaciones de la vida. En este sentido era católica y universal en su impacto sobre la vida total de la sociedad. Aunque la restauración de la verdadera iglesia era la meta principal, la divina gloria de la obra de Dios en Cristo arrojó su luz con amplitud hacia toda esfera de la vida.

El impacto de las ideas de Calvino en la esfera política inauguró una nueva era, dándole un carácter y una dirección nuevas a la existencia nacional en muchas tierras. El Estado griego había sido totalitario, en el que la religión servía como un medio para un fin, es decir, la glorificación del Estado. En la Edad Media los roles fueron revertidos de manera que nos encontramos con una iglesia-estado, con la suprema autoridad conferida al papa, quien prestaba el poder temporal al gobernante terrenal para el servicio de la iglesia. Calvino miró a la Iglesia y al Estado como dos entidades inter-dependientes cada una habiendo recibido su propia autoridad del Dios soberano. En esta concepción el Estado nunca es secular, ni están el Estado y la Iglesia separados en el sentido moderno de la palabra. La democracia atea y la soberanía popular no pueden decir que Calvino es su padre.

Según Calvino, la Iglesia y el Estado deben vivir en paz y deben cooperar juntos en sujeción a la Palabra de Dios. Cada una ha de tener su propia jurisdicción. El Estado tiene autoridad en los asuntos puramente civiles y temporales; la iglesia, en los asuntos espirituales. Calvino abolió la cláusula de la ley canónica del beneficio del clero, colocándose a sí mismo y a sus asociados ministeriales en obediencia a los magistrados en todos los asuntos civiles. Los magistrados, por su parte, habían de estar bajo la jurisdicción del consistorio en las cosas espirituales. Está claro por esto que Calvino pensaba en el Estado como constituido por ciudadanos cristianos, porque así como no hubiera sido posible la vida individual próspera sin moralidad basada en la verdadera religión, así también, sostenía Calvino, tampoco puede existir la vida social y política sin verdadera moralidad, la que a su vez está basada en la verdadera religión, es decir, la cristiana.

Según la iglesia medieval el Estado es su sirviente. Los Anabaptistas consideraban al Estado como un siervo de Satanás. Pero Calvino sostenía que el Estado es siervo de Dios, puesto que la política civil hace posible la vida entre los hombres al restringir al malvado de manera que no puedan perpetrar sus crímenes con impunidad. De allí que el servicio del Estado sea santo, que ha de ejercerse en el Nombre de Dios y para su gloria. Los magistrados son los representantes de Dios; su llamado no es solamente legítimo “sino en mucho el más sagrado y honorable de la vida humana” (Inst., IV, 20, 1), y les debemos obediencia por causa de la conciencia. Así, la vida completa, para Calvino, es librada de la prohibición de la inferioridad profana. La libertad espiritual del cristiano no suprime los tribunales, las leyes o los gobernadores, y es perfectamente coherente con el servicio civil (Inst., IV, 20, 1).

Los gobernantes no tienen derecho de hacer leyes con respecto a la adoración a Dios y a la religión; sin embargo, sus responsabilidades se extienden hacia ambas tablas de la ley. Esto queda claro por las Escrituras y por la práctica de los paganos, entre quienes los filósofos hacían de la religión su primera preocupación. Por tanto, sería absurdo para los magistrados cristianos abandonar las demandas de Dios por los intereses de los hombres (Inst., IV, 20, 9). Calvino deseaba que el gobierno mantuviera formas públicas de religión entre los cristianos y de humanidad entre los hombres. Las autoridades civiles, siendo ellas mismas cristianas, deben guardar la verdadera religión contenida en la ley de Dios, de ser violada y contaminada por la blasfemia pública (Inst., IV, 20, 3).

Extracto del libro El Concepto calvinista de la Cultura, por Henry R. Van Til (1906-1961)

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