Hemos hablado del primer pecado del hombre, y también del problema, «y Qué es el pecado?» Ahora se suscita la pregunta de qué consecuencias ha tenido ese primer pecado del hombre para todos nosotros, para la humanidad.

Algunos piensan que tuvo consecuencias muy leves,  caso de que piensen que ese primer pecado existió, en el sentido en que se describe en el capitulo tercero de Génesis.

En un gran pasaje, sobre todo, esa verdad, que todos los hombres son pecadores, es objeto de una exposición y prueba bien concretas. Ese pasaje se halla en Romanos 1:18 3:20. En él,  el apóstol Pablo, antes de pasar a proclamar el evangelio, proclama la necesidad absoluta y universal del evangelio. Todos necesitamos el evangelio, dice, porque todos sin excepción somos pecadores. Los gentiles son pecadores. Han desobedecido a la ley de Dios, aunque es verdad que no poseen esa ley en la forma clarísima en que le fue presentada al pueblo escogido de Dios por medio de Moisés. Por haber desobedecido a la ley de Dios, y como castigo por ello, se han hundido cada vez más en el abismo  del pecado. También los judíos, dice Pablo, son pecadores. Tienen muchas ventajas; poseen una revelación especial de Dios; sobre todo han recibido una revelación sobrenatural de la ley de Dios. Pero no es el oír que existe la ley lo que hace que el hombre sea justo sino el cumplirla; y los judíos, por desgracia, aunque la habían oído, no la han cumplido. También ellos son transgresores.

Así que todos hemos pecado, según Pablo. Prueba esta verdad con una serie de citas del Antiguo Testamento comenzando con las palabras «Como está escrito; No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno.»

Creo que no es decir demasiado afirmar que si esta enseñanza paulina acerca de la condición pecadora de todo el género humano no es cierta, todo el resto de esa gloriosa Carta, la Carta a los Romanos, cae por los suelos. Imaginemos por un momento que Pablo admitiera que un hombre al menos desde la caída fuera justo ante Dios y que no necesitara, por tanto, la redención por la sangre preciosa de Cristo; se ve de inmediato que ese Pablo seria un Pablo del todo diferente del que habla en cada una de las páginas de la Carta a los Romanos y en todas las demás Cartas paulinas que figuran en el Nuevo Testamento. La  luz del evangelio, en la enseñanza de Pablo, destaca siempre en contraste con el tenebroso telón de fondo de una raza perdida universalmente en el pecado.

¿Hay algo diferente en el resto de la Biblia? Bien, no tenemos tiempo de pasar revista a los sesenta y seis libros de la Biblia, pero si pensamos en ellos en conjunto, veremos, estoy seguro, que el carácter universal del pecado forma parte del alma, de la médula misma del mensaje que contienen. No me preocupa que vayan al Antiguo Testamento o al Nuevo. En los dos encontramos el mismo diagnóstico terrible de la enfermedad del género humano. La Biblia nos enseña a descartar las excusas y a vernos como Dios nos ve, y como consecuencia de ello a golpearnos el pecho y a clamar a Dios diciendo : «¡ ay de mi Pecador, pecador !»

Sé que algunos sostienen que hay que hacer una excepción en este coro sombrío de los libros bíblicos. Pablo, dicen, creía que todos somos pecadores y necesitamos lavar los pecados en la sangre de una víctima santa, pero Jesús, afirman, recurrió con confianza a lo bueno que se encuentra en los corazones de los hombres.

Amigos míos, sepan que no me sorprendo cuando oigo a la gente decir esto. No me sorprende porque con ello demuestran que no tienen conciencia de pecado. Por desgracia, la ausencia de conciencia de pecado es demasiado común entre aquellos cuyos corazones no han recibido nunca el contacto de la gracia salvadora del Espíritu Santo. Pero lo que sí me sorprende es que hombres cultos, que viven en el siglo veinte, tengan tan poco sentido histórico como para atribuir su propia confianza pagana en la humanidad a Jesús de Nazaret. No me sorprende que ellos tengan tanta confianza en el hombre, sino que me sorprende mucho que crean que Jesús la tuvo.

Desde luego que si lo creen deben descartar los cuatro Evangelios tal como han llegado a nosotros en el Nuevo Testamento. Esto está bien claro; porque en el cuarto Evangelio se dice de forma expresa que Jesús no confiaba en el hombre. «Estando en Jerusalén», dice el cuarto Evangelio, «en la fiesta de la pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que hacía. Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que había en el hombre.»  Por desgracia, Jesús sabía demasiado bien lo que había en el hombre. Otros, que se fijaban sólo en la apariencia exterior, podían haber confiado en la bondad del hombre; pero Jesús conocía las profundidades del co-razón, y conociendo esas honduras no se decidía a confiar en los que parecían, al menos externa-mente, confiar en él.

Sin duda que este pasaje no significa que la opinión que Jesús tenía de todos los hombres era como la que le merecían los que fueron a él en esa primera pascua en Jerusalén. Significa más bien que dado su profundo conocimiento del corazón humano estaba en condiciones de distinguir entre los que merecían confianza y los que no; no necesitaba que nadie le dijera, «Ten cuidado de tal o cual hombre,» sino que él mismo podía decir en quienes no se debía confiar.

De todos modos, ese pasaje nos presenta a un Jesús que no es ni de lejos el que nos presentan los que hacen de él un seguidor del credo moderno, «Creo en el hombre.» Este Jesús del cuarto Evangelio no aboga por ese optimismo incorregible respecto a la naturaleza humana que tantos predicadores de hoy día consideran como una virtud.

En realidad, según el cuarto Evangelio, Jesús dijo a Nicodemo, «Es necesario nacer de nuevo,» y «el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios.»  Todo lo que los hombres llaman bondad de nada sirve ante la presencia de Dios. Deben antes nacer de nuevo si quiere ser recibido. La condición universal de pecado en el género humano se enseña en esos pasajes con una claridad que es difícil de superar.

Desde luego que los predicadores de la clase que he mencionado no aceptan el cuarto Evangelio. La mayoría de ellos no admiten que lo escribió Juan, el apóstol de Jesucristo, ni que ofrece un relato fiel de lo que Jesús realmente enseñó.

¿Qué hallamos, pues, en loa otros tres Evangelios? ¿Nos presentan una actitud de Jesús frente a las pretensiones humanas de bondad distinta de la que vemos en el Evangelio según Juan?

No, presentan exactamente la misma actitud. Examinémoslo con cuidado y sinceridad.

Antes de que Jesús comenzara el ministerio público, según los tres Evangelios sinópticos, había aparecido un profeta llamado Juan el Bautista.

Bien, pues, ¿qué predicó este gran profeta? Invitó al pueblo a que se bautizara para la remisión de pecados. Por ello el pueblo iba a él confesando que eran pecadores.

¿Invitó a algunas personas a que confesaran los pecados y se bautizaran o bien invitó a todos a que acudieran a él? La respuesta es simple. Sin duda que los invitaba a todos   a todos excepto al hombre sin pecado, a Jesús de Nazaret. Esto indica, pues, que consideraba que todos, excepto ese solo, eran pecadores.

En realidad, en este llamamiento universal al arrepentimiento Juan el Bautista ni siquiera se exceptuó a sí mismo. «Yo necesito ser bautizado por ti,» le dijo a Jesús cuando éste fue a él para ser bautizado, «¿y tú vienes a mí?» ¡Qué testimonio tan claro de la condición pecadora universal el género humano ! Ni siquiera Juan el Bautista era una excepción. Predicaba la justicia; llamaba al pueblo al arrepentimiento. Pero antes de hacerlo se arrepentía él mismo. En la presencia de la santidad el Hijo de Dios Juan el Bautista, el mayor de los profetas, se confesaba pecador como los demás.

¿Fue la predicación de Jesús distinta de la de Juan el Bautista a este respecto? Juan el Bautista, enseñó la condición pecadora universal el género humano. ¿Repudió Jesús tal enseñanza?

También en este caso la respuesta es simple. Lejos de repudiar el ministerio de Juan el Bautista, Jesús le puso el sello inconfundible de w aprobación. «¡.Qué salisteis a ver al desierto?» preguntaba. «¿Una caña sacudida por el viento?… ¿Qué salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os digo, y más que profeta . . . De cierto os digo : Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista…”   No cabe duda de que Jesús consideró al austero predicador de la justicia como a su verdadero precursor. La preparación necesaria para el ministerio de Jesús fue, según el mismo Jesús, el reconocimiento de la condición pecadora universal que Juan el Bautista proclamó con tanto vigor.

Pero no podemos detenernos ahí. Jesús no enseñó la condición pecadora universal del género humano (y la necesidad universal consiguiente del arrepentimiento) sólo como aprobación del Bautista que enseñó tales cosas. No, Jesús también lo enseñó. ¿Recuerdan cómo refiere el Evangelio de Mateo la predicación con la que Jesús llegó a Galilea después de que Juan el Bautista hubo sido encarcelado? Bien, la refiere con las mismas palabras que emplea para presentar la predicación del Bautista. «Arrepentíos,» decía Jesús, «porque el reino de los cielos se ha acercado.»  Esto es palabra por palabra lo que Juan el Bautista había dicho.  A1 igual que su precursor, Jesús llamaba al arrepentimiento del pecado.

¿Dirigió Jesús ese llamamiento a todo el pueblo o sólo a algunos? ¿Dijo : «Arrepentíos, los que sois pecadores, si bien algunos de entre vosotros no necesitan arrepentirse»?

Hay un dicho de Jesús en los Evangelios que, si lo tomamos aislado, y cerramos los ojos por completo al contexto en el que se dijo, nos podría llevar a decir que Jesús se hizo excepciones en ese llamamiento al arrepentimiento. «No he venido,» dijo, «a llamar a justos, sino a pecadores.»  Sin embargo, amigos   míos, cuando examinamos este texto en su contexto y en relación con toda la enseñanza de Jesús, vemos que precisamente aquellos de entre los oyentes de Jesús que se consideraban justos y que no necesitaban arrepentimiento, fueron los que Jesús consideró que necesitaban más que nadie arrepentirse.

«Dos hombres,» dijo Jesús, «subieron al templo a orar: uno era fariseo, y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, lo doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos ve-ces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano. Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo : Dios, sé propicio a mi, pecador.»

¿Cuál de esos dos hombres recibió el favor de Dios mientras oraba en el templo   el que se creyó que era una excepción en cuanto al llamamiento de Dios al arrepentimiento o el que se golpeó el pecho y se confesó pecador? Jesús nos lo dice con toda claridad. El publicano y no el fariseo regresó a su casa justificado.

Amigos míos, qué terrible es el reproche repetido de Jesús pare quienes se creen ser excepciones a la condición pecadora universal del género humano.

Un joven rico fue corriendo hacia Jesús un día, y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?» Jesús le mencionó una serie de mandamientos. El joven respondió, «Todo esto lo he guardado desde mi juventud.» Jesús le dijo: «Una cosa lo falta: anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres.» El joven se alejó apenado.

¿Creen que era malo ese joven? No, era bueno   en cuanto a lo que el hombre puede serlo. Se nos dice expresamente que cuando Jesús lo miró le amó. Pero le faltaba algo; no era bueno en el sentido en que Dios mira la bondad.

No creo que lo más importante del relato sea eso de lo que el joven carecía. El punto básico es que a todos los hombres nos falta algo. Nadie alcanza el nivel que Dios establece; nadie puede heredar el reino de Dios si depende de su propia obediencia a la ley de Dios.

¿Se fijaron alguna vez en el incidente que precede inmediatamente a este episodio del joven rico en los tres Sinópticos   Mateo, Marcos y Lucas? Es el episodio en el que conducen a Jesús a los niños, cuando Jesús dijo a los discípulos, tal como refiere Marcos y también Lucas: «El que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él.»  Hay una relación profunda entre estos dos incidentes, al igual que la hay entre los mismos y la parábola del fariseo y el publicano que en Lucas está inmediatamente antes.

Hace unos años oí un sermón acerca del episodio del joven rico. Supongo que en el curso de mi vida habré oído otros sermones acerca del mismo, pero los he olvidado por completo. ¿Cuáles son los sermones que son fáciles de recordar? Creo que hay sermones en que el predicador mismo no predica sino que explica el significado de algún gran pasaje de la Palabra de Dios. Después de haber oído un sermón así, cuando volvemos a tropezarnos con dicho pasaje en la lectura de la Biblia, pensamos en la forma cómo el mensajero de Dios nos aclaró el significado; y volvemos a dar gracias a Dios por ello.

El sermón en el que estoy pensando en estos momentos es uno que predicó hace algún tiempo en una iglesia de Filadelfia mi colega el profesor R. B. Kuiper. Tomó el incidente del joven rico junto con el de los niños que fueron conducidos a Jesús, y mostró cómo ambos enseñan la misma lección   la lección de la impotencia total del hombre pecador y la necesidad absoluta de la gracia gratuita de Dios. Para entrar en el reino de Dios no se puede depender de nada que uno haga o sea. Se debe ser pobre, se debe ser niño. Se debe ser completamente pobre para poder entrar, se debe ser tan impotente como un niño. No se puede confiar en la propia bondad, porque nadie es bueno. Sólo se puede confiar en  la misteriosa gracia de Dios.

Debo decirles, amigos míos, que esa enseñanza no es algo que está en la periferia de la enseñanza de Jesús; forma parte del corazón mismo de su mensaje. El gran mensaje central de Jesucristo, más aún, también su obra básica del don de si mismo por los pecadores en la cruz, carecen por completo de significado a no ser que todos los hombres sin excepción merezcan la ira y maldición de Dios.

No, la enseñanza de Jesús no es en forma alguna una excepción a la enseñanza de la Biblia respecto a la condición pecadora universal del género humano. Según la Biblia toda, y en especial según Jesús, el género humano está perdido en el pecado.

La  Biblia no dice eso sólo en ciertos términos generales, lejanos. Lo dice de cada hombre. Lo dice de cada uno de nosotros. Según la Biblia, estamos perdidos en el pecado en estos momentos   a no ser que la gracia de Dios nos haya salvado.

Sí, nuestro propio corazón nos condena. Lo sabemos a no ser que tengamos la conciencia cauterizada como a fuego. Pero también hay otro que nos dice que todos somos pecadores. Nuestro propio corazón nos condena, pero Dios es mayor que nuestro corazón.  Dios ha dicho que somos pecadores; nos lo ha dicho en su Santa Palabra desde el principio hasta el fin. Por esto puede decir el apóstol Juan, ante la enseñanza general de la Biblia: «Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros.»

Dios no miente, amigos míos. La Biblia tiene razón. Este mundo está perdido en el pecado, y también nosotros estamos perdidos en el pecado a no ser que el Espíritu Santo nos haya guiado o nos esté guiando en estos momentos a recurrir a la gracia de Dios que nos ha sido ofrecida libre y maravillosamente en Jesucristo nuestro Señor.

Extracto del libro: «Visión cristiana del hombre» de J. Gresham Machen

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