En BOLETÍN SEMANAL
​Seguramente ninguna osadía puede ser mayor a que la criatura asuma el derecho de juzgar al Creador, y pretenda determinar cuales deberían, o no deberían ser, los métodos de Su gobierno. Nuestro lugar debe ser el de escuchar respetuosamente Su propia exposición de los principios de Su propio tribunal, y humildemente agradecerle por Su bondad en acceder a explicarnos cuales son aquellos principios. 


vamos a considerar los diferentes elementos que intervienen en este problema que el hombre tiene con su Creador.

  1. Las demandas de la Ley de Dios. «Cada cuestión por lo tanto, con respecto a la justificación, necesariamente nos lleva delante de los tribunales judiciales de Dios. Los principios de aquellas cortes deben ser definidos solamente por Dios. Incluso a los gobernantes terrenales les concedemos el derecho de establecer sus propias leyes, y de fijar el modo de su ejecución. ¿Otorgaremos esta facultad al hombre, y se la negaremos al Dios omnisciente y todopoderoso?

  «Los principios judiciales del gobierno de Dios, están, como podría ser esperado, basados en la absoluta perfección de Su propia santidad. Esto fue completamente evidenciado en los mandamientos de la ley como fue dada en el Sinaí tanto en los que prohíben algo como en los que exigen algo. La ley prohibió no sólo las malas acciones y los malos designios del corazón, sino que fue aún más profundo. La Ley prohibió aún los malos deseos y la malas inclinaciones, diciendo ‘no codiciarás’, es decir, tú no tendrás, ni aún momentáneamente, un deseo o tendencia que sea contrario a la perfección de Dios. Y por lo tanto, así como en sus requerimientos positivos, ella demandó la perfecta, incondicional y permanente rendición de alma y cuerpo, con todas sus fuerzas, a Dios y a Su servicio. No sólo fue requerido, que el amor a Él –amor perfecto e incesante– debería morar como un principio viviente en el corazón, sino que también debería ser desarrollado en la acción, y esto sin variaciones. Además fue requerido que el modo durante todo el proceso, fuera tan perfecto como el principio desde el cual el proceso emanó.

  «Si alguno entre los hijos de los hombres es capaz de materializar una pretensión de perfección tal como ésta, las Cortes de Dios están prontas a reconocerla. El Dios de la Verdad reconocerá una pretensión veraz dondequiera se encuentre. Pero si somos incapaces de presentar una pretensión semejante –si la corrupción es encontrada en nosotros y en nuestros caminos– si en alguna cosa no alcanzamos la gloria de Dios, entonces es evidente que aunque las Cortes de Dios puedan estar gustosamente dispuestas en reconocer a la perfección donde sea que ella exista, tal disposición no puede servir de base para la esperanza de aquellos, quienes, en lugar de tener la perfección, tienen pecados e imperfecciones sin número» (B.W. Newton).

  2. La acusación presentada contra nosotros: «Oíd, cielos, y escucha tú, tierra; porque habla Jehová: Crié hijos, y los engrandecí, y ellos se rebelaron contra mí. El buey conoce a su dueño, y el asno el pesebre de su señor: Israel no conoce, mi pueblo no tiene entendimiento. ¡Oh gente pecadora, pueblo cargado de maldad, generación de malignos, hijos depravados! Dejaron a Jehová, provocaron a ira al Santo de Israel, tornáronse atrás» (Isa. 1:2-4).
El eterno Dios nos culpa de haber quebrantado todos Sus mandamientos –algunos por obra, todos ellos en el pensamiento y con la imaginación.

  La gravedad de esta acusación es aumentada por el hecho de que contra la luz y el conocimiento elegimos la maldad y nos alejamos del bien: de tal manera que una y otra vez deliberadamente nos desviamos de la justa Ley de Dios, y fuimos descarriados como ovejas extraviadas, siguiendo los malos deseos y las inclinaciones de nuestros propios corazones. Más arriba, encontramos a Dios reclamando que puesto que nosotros somos sus criaturas, deberíamos haberle obedecido, ya que como debemos nuestras mismas vidas a Su diario cuidado nosotros deberíamos haberle rendido nuestra fidelidad en lugar de desobediencia, y deberíamos haber sido Sus leales súbditos en vez de ser traidores a su reino. No se nos puede acusar de exagerar sobre el pecado, sino que se expresó una afirmación de la realidad que nos es imposible de contradecir. Somos desagradecidas, rebeldes e impías criaturas. ¿Quién tendría un caballo que rehúsa trabajar? ¿Quién poseería un perro que nos ladra y nos ataca? Sin embargo nosotros hemos quebrantado el día de descanso de Dios, despreciado Sus reprensiones, abusado de su misericordia.

  3. La sentencia de la ley. Es claramente proclamado en las declaraciones divinas, «Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas que están escritas en el libro de la ley, para hacerlas» (Gál. 3:10). Quienquiera que viole un solo precepto de la Ley divina se expone a sí mismo a la desaprobación de Dios, y al castigo como la expresión de esa desaprobación. No se hace excusa por la ignorancia, ni se hace distinción entre personas, ni es permitida una disminución de su severidad: «El alma que pecare morirá» es el pronunciamiento inexorable. No se hace excepción si el transgresor es joven o viejo, rico o pobre, judío o gentil: «la paga del pecado es muerte»; porque «la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres» (Rom. 1:18).

  4. El Juez mismo es inflexiblemente justo. En la elevada corte de la justicia divina, Dios toma la ley en sus más estrictos y rigurosos aspectos, y juzga rígidamente de acuerdo a la letra. «Mas sabemos que el juicio de Dios es según verdad contra los que hacen tales cosas… el cual pagará a cada uno conforme a sus obras» (Rom. 2:2, 6). Dios es inexorablemente justo, y no mostrará parcialidad alguna ni hacia la ley ni hacia su transgresor. El Altísimo ha determinado que Su Santa Ley será fielmente sostenida y sus castigos estrictamente ejecutados.

  ¿A qué se asemejaría este país si todos sus jueces dejaran de sostener y de hacer cumplir las leyes de la nación? ¿Qué condiciones predominarían si una misericordia sentimental reinara a expensas de la justicia? Ahora bien, Dios es el Juez de toda la tierra y el gobernador moral del universo. Las Sagradas Escrituras proclaman que «justicia y juicio,» y no compasión y clemencia, son el «cimiento» de Su «trono» (Sal. 89:14). Los atributos de Dios no se oponen unos a otros. Su misericordia no anula Su justicia, ni Su gracia jamás es mostrada a expensas de la justicia. A cada una de Sus perfecciones le es dado libre curso. Para Dios dar a un pecador entrada al cielo simplemente porque Él lo amaba, sería como un juez que alberga en su propia casa a un preso condenado que se fugó simplemente porque se compadeció de él. Las Escrituras declaran enfáticamente que Dios, «de ningún modo justificará al malvado» (Éxo. 34:7).

  5. El pecador es incuestionablemente culpable. No es que él solamente tiene debilidades o que no es tan bueno como debería ser: él ha desafiado la autoridad de Dios, violado Sus mandamientos, pisoteado sus leyes. Y esto es verdad no sólo para una cierta clase de pecadores, sino que «todo el mundo» es «culpable delante de Dios» (Rom. 3:19). «No hay justo, ni aún uno: Todos se apartaron, a una fueron hechos inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni aún uno» (Rom. 3:10,12). Es imposible para todo hombre librarse a sí mismo de esta terrible carga. Él no puede probar que los crímenes de los que es acusado no han sido cometidos, ni que habiendo sido cometidos, tenía derecho a hacerlos. Él tampoco puede desmentir los cargos que la ley presentó en su contra, ni justificarse por haberlos ejecutados.

  Esta es la situación en la que se encuentra el hombre. La ley demanda un personal, perfecto, y perpetuo amoldamiento a sus preceptos, en corazón y obras, en motivación y realización. Dios acusa a cada uno de nosotros de haber fallado en cumplir aquellas justas demandas, y declara que hemos violado Sus mandatos en pensamientos en palabras y en obras. La ley por lo tanto pronuncia sobre nosotros una sentencia de condenación, nos maldice, y demanda la ejecución del castigo, que es la muerte. Aquél delante de cuyo tribunal permanecemos es omnisciente, y no puede ser engañado o burlado; Él es inflexiblemente justo, y no es influido por consideraciones sentimentales. Nosotros, los acusados, somos culpables, incapaces de refutar las acusaciones de la ley, incapaces de reivindicar nuestra conducta pecaminosa, incapaces de ofrecer algún pago o compensación por nuestros crímenes. Verdaderamente, nuestro caso es desesperado hasta el último grado.

  Aquí, entonces, está el problema. ¿Cómo puede Dios justificar al transgresor de Su Ley sin justificar sus pecados? ¿Cómo puede Dios librarle de la pena de Su Ley quebrantada sin comprometer Su santidad y sin cambiar Sus palabras de que Él «de ningún modo justificará al malvado»? ¿Cómo puede ser dada la vida al delincuente culpable sin anular la sentencia «el alma que pecare, esa morirá»? ¿Cómo puede ser mostrada misericordia al pecador sin que la justicia sea burlada? Este es un problema que desde siempre debe haber confundido a toda inteligencia limitada. A pesar de todo, bendito sea Su nombre, Dios, en Su sabiduría perfecta, ha diseñado un modo por el cual el «primero de los pecadores» puede ser tratado por Él como si fuera perfectamente inocente; aún más, Él lo declara justo, de acuerdo al nivel requerido por la ley, y con derecho a la recompensa de la vida eterna.

… continuará….

​  Extracto del libro «la justificación»  Arthur W. Pink

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