A esa imaginación sigue luego una desenfrenada devoción de adorar las imágenes, porque como los hombres piensan que ven a Dios en las imágenes, lo adoran también en ellas. Y al fin, habiendo fijado sus ojos y sus sentidos en ellas, se embrutecen cada día más y se admiran y maravillan como si estuviese encerrada en ellas alguna divinidad. Queda claro, pues, que los hombres no se deciden a adorar las imágenes sin que primero hayan concebido una cierta opinión carnal; no que piensen que las imágenes son dioses, sino que se imaginan que reside en ellas cierta virtud divina. Por tanto tú, ante cualquier cosa que representes en la imagen, sea Dios o alguna de sus criaturas, desde el momento en que la honras, ya estás enredado en la superstición.
Por esta causa, no solamente prohibió Dios hacer estatuas que lo representasen, sino también consagrar monumentos o piedras que diesen ocasión de ser adorados. Por esta misma causa en el segundo mandamiento de la Ley se manda que las imágenes no sean adoradas. Porque desde el momento que se hace alguna forma visible de Dios, en seguida se le atribuye su poder. Tan necios son los hombres, que quieren encerrar a Dios doquiera que lo pintan; y, por tanto, es imposible que no lo adoren allí mismo. Y no importa que adoren al ídolo o a Dios en el ídolo, porque la idolatría consiste precisamente en dar al ídolo la honra que se le debe a Dios, sea cual fuere el color con el que se presente. Y como Dios no quiere ser honrado supersticiosamente, toda la honra que se da a los ídolos se le quita y roba a Dios.
Consideren bien esto cuantos andan buscando vanas cavilaciones y pretextos para mantener tan horrenda idolatría, con la cual hace ya tiempo que se ha arruinado y dejado a un lado la verdadera religión. Ellos dicen que las imágenes no son consideradas como dioses. A ello respondo que los judíos no eran tan insensatos que no se acordasen de que era Dios quien los había sacado de Egipto antes de que ellos hiciesen el becerro de oro. Y cuando Aarón les decía que aquellos eran los dioses que los habían sacado de la tierra de Egipto, sin dudar lo más mínimo estuvieron de acuerdo con él, dando con ello a entender que de mil amores conservarían al Dios que los había libertado, con tal de que lo viesen ir delante de ellos en la figura del becerro. Ni tampoco hemos de creer que los gentiles eran tan necios que pensasen que no había más dios que los leños y las piedras, pues cambiaban sus ídolos según les parecía, pero siempre retenían en su corazón unos mismos dioses. Además, cada dios tenía muchas imágenes y sin embargo no decían que alguno de aquellos dioses estuviese dividido. Consagrábanles también cada día nuevas imágenes, pero no decían que hicieran nuevos dioses. Léanse las excusas que cita san Agustín de los idólatras de su tiempo; cuando se les acusaba de esto, la gente ignorante y del pueblo respondía que ellos no adoraban aquella forma visible, sino la deidad que invisiblemente habitaba en ella. Y los que tenían una noción más pura de la religión, según él mismo dice, respondían que ellos no adoraban al ídolo, ni al espíritu en él representado, sino que bajo aquella figura corpórea ellos veían solamente una señal de lo que debían adorar. No obstante, todos los idólatras, fuesen judíos o gentiles, cometieron el pecado que hemos dicho, a saber: que no contentándose con conocer a Dios espiritualmente, han querido tener un conocimiento más familiar y más cierto, según ellos pensaban, mediante las imágenes visibles. Pero después de desfigurar a Dios no han parado hasta que, engañados cada vez más con nuevas ilusiones, pensaron que Dios mostraba su virtud y su poder habitando en las imágenes. Mientras los judíos pensaban que adoraban en tales imágenes al Dios eterno, único y verdadero señor del cielo y de la tierra, los gentiles tenían el convencimiento de que adoraban a sus dioses que habitaban en el cielo.
Los abusos actuales
Los que niegan que esto sucediera antiguamente y que hoy mismo sucede, mienten descaradamente. Porque, ¿con qué fin se arrodillan ante ellas? ¿Por qué cuando quieren rezar a Dios se vuelven hacia ellas, como si se acercasen más a Él? Es muy gran verdad lo que dice san Agustín: «Todo el que ora o adora mirando así a las imágenes piensa o espera que se lo concederố. ¿Por qué existe tanta diferencia entre las imágenes de un mismo dios, que de unas hacen muy poco o ningún caso y a otras las tienen en tanta veneración? El ejemplo lo tenemos en los crucifijos y en las imágenes de lo que ellos llaman Nuestra Señora. Sus imágenes, unas están en un rincón cubiertas de telarañas o comidas por la carcoma; otras, en cambio, en el altar mayor o en el sagrario, muy limpias y cuidadas, cargadas de oro y rodeadas de lámparas que arden a su alrededor perpetuamente. ¿A qué fin tantas molestias en las peregrinaciones, yendo de acá para allá visitando imágenes, cuando las tienen iguales en sus casas? ¿Por qué combaten con tanta furia por sus ídolos, llevándolo todo a sangre y fuego, de suerte que antes permitirán que les quiten al Único y verdadero Dios, pero no a sus ídolos? Y no cuento los crasos errores del vulgo, infinitos en número, y que incluso dominan entre los que se tienen por sabios; solamente expongo los que ellos mismos confiesan, cuando quieren excusarse de idolatría. No llamamos a las imágenes, dicen, nuestros dioses. Lo mismo respondían antiguamente los judíos y los gentiles; no obstante, los profetas no cesaban de echarles en cara que fornicaban con el leño y con la piedra solamente por las supersticiones que hoy en día se cometen por los que se llaman cristianos, o sea: porque honraban a Dios carnalmente prosternándose ante los ídolos.
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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino