Vivimos en medio de una generación torcida y perversa. Por tanto, es necesario reconocer tres clases de iniquidad que brotan a nuestro alrededor.
1.- Algunos se satisfacen con su impiedad
Este es el estado natural de todo ser humano, pero hay muchos que están tan lejos de andar en el poder de la santidad que su alma se paraliza bajo el poder del pecado. Sus deseos dictan y moldean todo su trabajo, exigiendo cada hora del día y de la noche para terminarlo. Es una vida triste y malgastada la que se emplea en la obra bestial del pecado.
Pedro vinculó la “hiel de amargura” y la “prisión de maldad” (Hch. 8:23). El que siembra pecado e injusticia con la intención de obtener algo más que frutos amargos por su esfuerzo, reclama un conocimiento superior a Dios mismo. Porque Él garantiza que los frutos naturales que broten de esa raíz serán “hiel y ajenjo” (Dt. 29:18).
El diablo, como jefe de cocina milenario, puede aderezar el bocado amargo de la iniquidad con unos engaños tan sutiles que no se capte su sabor verdadero. Pero como Abner le preguntó a Joab: “¿No sabes tú que el final será amargura?” (2 S. 2:26). El Infierno derretirá todo el azúcar que cubría la píldora. Entonces, si no antes, saborearán la verdadera amargura de lo que tan fácilmente tragaron. ¡Cuántos hay en el Infierno hoy que maldicen su festín, y al que los convidó!
¿Crees que alivia el dolor de los malditos contar los placeres, las ganancias y la diversión carnal que obtuvieron por su dinero en la tierra, cuando tendrán que pagarlos eternamente con indecible tormento? Ciertamente la agonía empeora al pensar en lo barato que vendieron su alma y perdieron el Cielo, ¡todo por decidir que la carga de la santidad o integridad era demasiado pesada!
Mientras al cristiano no le resulta difícil percibir la falsa planificación del engaño satánico, muy pocos consideran lo que ocurre en la eternidad. Ven morir a los pecadores en sus pecados a diario. No piensan más en ellos ardiendo y clamando en el Infierno, que los peces del río se preguntan por sus compañeros que picaron el cebo. Aunque se echara vivos a esos peces en la sartén o en la olla hirviente, sus necios compañeros estarían dispuestos a picar el mismo anzuelo. Igualmente, los descuidados seres humanos persiguen de buen grado los placeres pecaminosos que han llevado al Infierno a millones de almas antes que ellos.
2.- Otros se esconden tras una falsa santidad
Hay personas tan impías como las que se contentan con su pecado, pero que se revisten de algo parecido a una coraza, una falsa santidad que salva su reputación ante el mundo. Estos “ya tienen su recompensa” (Mt. 6:2). ¡Qué mísera recompensa la suya! Hacen doble servicio al diablo, y doble deshonra a Dios, al entrar en la batalla armados de hipocresía. Primero, mueven al príncipe a creer que serán soldados que intenten hazañas por su causa. Pero cuando no hacen nada, solo se ve a un traidor que ocupa el sitio de un súbdito fiel armado para la victoria. Le hacen más daño a su Príncipe que el cobarde que se queda en casa, o huye en rebeldía hacia el campamento enemigo y le dice claramente sus intenciones.
Seamos serios, amigo: si buscas santidad, que sea la verdadera. “Vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Ef. 4:24). Observemos este pasaje: la santidad es “el nuevo hombre creado según Dios”; esto es, a su imagen. Esta imagen se copia del ser divino, como el artista copia el rostro de un hombre. “La santidad de la verdad” significa una santidad verdaderamente bíblica, no una doctrina farisaica y tradicional; también es una santidad que tiene como punto de referencia el corazón, sede de la verdad o la falsedad.
Entonces, para tener santidad verdadera, el cristiano debe poseer santidad y justicia en el corazón. Muchos tienen hermosura de santidad parecida a la del cuerpo, que no pasa de la superficie. Si se abre el cuerpo más hermoso del mundo no se encuentra más que sangre y fetidez; igualmente, al exponerse la falsa santidad, vemos que solo contiene abundancia de impureza e inmundicia espiritual.
Pablo le dijo al sumo sacerdote: “¡Dios te golpeará a ti, pared blanqueada!” (Hch. 23:3). Si eres un hipócrita, debo hacerme eco del aviso apostólico: Dios te golpeará como sepulcro blanqueado; porque la cal de la religiosidad que has aplicado a tu profesión de fe no hará que los demás admiren tu santidad tanto como tu corrupción te hará ser aborrecido por todos los que te vean.
3.- Muchos se burlan de la justicia
Algunos están tan lejos de ser santos que se burlan de los que lo son. Creen que la coraza de justicia es tan ridícula que señalan entre risas al cristiano que la lleva a diario: “¡Mira! ¡Allá va un hermano santo, uno de los puros!”. Pero sus burlas son algo más que un desprecio a la santidad: revelan la maldad de sus duros corazones.
Un grado más de impiedad se ve cuando se hace burla de la santidad de otro en vez de solo cobijar uno mismo la iniquidad. Muy impío es aquel que no solamente se niega a participar de la naturaleza divina, sino que tampoco soporta ver a otros que optan por seguir la santidad de Cristo. El mero rastro de santidad levanta tan fuerte oposición en la persona, que la hace vomitar su amargura de espíritu contra ella.
El Espíritu Santo reserva plaza para esta clase de pecador por encima de todos sus hermanos infames: “Bienaventurado el varón que no anduvo en consejo de malos, ni estuvo en camino de pecadores, ni en silla de escarnecedores se ha sentado” (Sal. 1:1). En este caso, el escarnecedor preside el consejo de los pecadores.
Algunos interpretan el término “escarnecedores” como “burlones retóricos”, porque ciertamente hay una perspicacia diabólica en algunos burlones. Estos se precian de pulir los dardos que disparan contra los santos. La Septuaginta traduce la frase como “la silla de los pestilentes”. Como la peste es la más mortal de las enfermedades, así es el espíritu burlón entre los pecados. Pocos se recuperan de esta transgresión, porque la Biblia habla de tales pecadores como casi sinónimos de muertos. Dios nos advierte contra el malgastar el ungüento sanador de la reprensión: “No reprendas al escarnecedor, para que no te aborrezca” (Pr. 9:8). Solo podemos escribir en su puerta: “Señor, ten misericordia”; u orar por él, pero no intentemos razonar con él.
Tal vez el ejemplo más triste de la burla sea cuando los escarnecedores se mezclan con los cristianos. Observa la forma en que el Espíritu de Dios interpreta el sarcasmo de Ismael en la familia de Abraham: “Pero como entonces el que había nacido según la carne perseguía al que había nacido según el Espíritu, así también ahora” (Gá. 4:9).
El mundo no llama “persecución” a la malicia si esta no llega a la sangre, pero Dios quiere que el escarnecedor sepa de antemano cuál será su título en el juicio de Cristo: el título será perseguidor. Burlarse de la santidad es un pecado grave, porque conlleva la sangrienta semilla de la opresión. Los que ridiculizan generosamente y muestran los dientes con amargura, destrozarían la justicia a bocados si tuvieran poder para hacerlo.
Igual que Ismael perseguía a su hermano “que había nacido según el Espíritu, así también ahora”. El espíritu burlón corre por las venas de todo impío, aunque Dios en su misericordia guíe a algunos con un freno en la boca. Mientras estos últimos no abran su corazón a Cristo, la fuerte convicción de la verdad hace que sus conciencias lleguen a la conclusión de la esposa de Pilato: “No tengas nada que ver con ese justo, porque hoy he padecido mucho […] por causa de él” (Mt. 27:19).
Aunque siempre ha habido burlones de la santidad, el Espíritu de Dios ha profetizado que una clase especial de burlón llegará en los últimos días. Los que se reían de la justicia antes, eran los que abiertamente se rebelaban contra Dios para revolcarse en el pecado, pero el Espíritu de Dios revela que habrá una caterva nueva que se burlará de la santidad en el nombre de la santidad. Algunos serán tan impíos como los anteriores, pero cubrirán su mal con un manto de religión:
Pero vosotros, amados, tened memoria de las palabras que antes fueron dichas por los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo; los que decían: En el postrer tiempo vendrán burladores, que andarán según sus malvados deseos (Jud. 17-18).
No los vemos únicamente entre los paganos y los criminales; la Palabra nos da una imagen tan clara como si llevaran el nombre escrito en la frente: “Estos son los que causan divisiones; los sensuales que no tienen al Espíritu” (v. 19).
Cierto pastor interpreta esto como “los creadores de cismas, carnales, sin el Espíritu”. Creadores de cismas, ¡los que causan divisiones! Mi corazón tiembla al ver las flechas del burlón disparadas por esta ventana. Estos son los que dicen que deben apartarse, porque su conciencia les indica que tienen un culto más puro que los otros; y no soportan tocar a los impuros, uniéndose a las ordenanzas de ellos. ¿Son estos burladores y carnales? Verdaderamente, si el Espíritu de Dios no nos hubiera dicho esto, podríamos haber entrado a su tienda, como hizo Labán con Raquel, sin sospechar que era morada de escarnecedores de la santidad. Si alguien es un burlón ateo o un burlón de la verdadera santidad, vestido de falsario: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado” (Gá. 6:7).
Tampoco dejará Dios que se desprecie su gracia manifestada en sus hijos. Recuerda lo que les costó a los jóvenes que se burlaron de Eliseo: “¡Calvo, sube! ¡Calvo, sube!” (2 R. 2:23). No solo se burlaron del Profeta de Dios con este mote, sino del arrebatamiento de Elias al Cielo. Es como si retaran a Eliseo: “Si crees que tu amo ha subido al Cielo, ¿por qué no subes tú tras él, para quitarnos a los dos de encima?”. Es difícil creer que estos muchachos se hundieran tanto en la impiedad, hasta recordar su procedencia: Betel, la ciudad idólatra.
Dios trató severamente a Mical por despreciar la danza de David ante el Señor, un acto que su orgullo consideraba demasiado ignominioso para su marido. ¿Recuerdas su castigo? “Y Mical hija de Saúl nunca tuvo hijos hasta el día de su muerte” (2 S. 6:23). Por opinar que la alabanza a Dios era indigna de un rey, no dio a luz heredero que llevara la corona.
Además, es pecado grave burlarse del afligido: “El que escarnece al pobre afrenta a su Hacedor” (Pr. 17:5). Reírse del pecado de un cristiano, ya de por sí es un mal grave. Aquellos hijos de Belial que se divertían al ver a David caer en la tentación de adulterio y asesinato, fueron acusados por Dios de blasfemia.
¡Cuánto más critico es, entonces, mofarse de una persona por su santidad! El pecado conlleva cierta causa de vergüenza, y da ocasión a los impíos a reprochar especialmente al cristiano por su comportamiento impropio. Pero la santidad no es solamente la nobleza del ser humano, sino la honra del Dios Altísimo mismo. “¿Quién como tú, magnífico en santidad?” (Éx. 15:11). Nadie puede burlarse de la santidad sin mofarse aún más de Dios, porque él tiene infinitamente más santidad que todos los hombres y ángeles juntos. Nadie deshonra más a Dios que aquel que se mofa de la santidad de sus hijos.
Cuando los romanos querían difamar a alguien importante, lo despreciaban ordenando que todo retrato y estatua suya en la ciudad fueran destruidos. Cada creyente es la imagen viva de Dios, y mientras más santificado, tanto más se parece a él. Si uno se burla de un santo, mancilla el honor de Dios. Una maldad devastadora y demoníaca de los paganos veterotestamentarios causó lo que cuenta el Salmista: “Con hachas y martillos han quebrado todas sus entalladuras. Han puesto fuego a tu santuario” (Sal. 74:6,7). El pueblo de Dios vio esta destrucción y clamó: “¿Hasta cuándo, oh Dios, nos afrentará el angustiador? ¿Ha de blasfemar el enemigo perpetuamente tu nombre?” (v. 10). ¿Cómo verá Dios entonces la malicia que no se gasta en madera y piedra, sino en la talla delicada de su Espíritu que es la santidad de sus templos vivientes?
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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall