¡Madre! El nombre que toda mente virtuosa asocia con todo lo que es amable y encantador. ¡Madre! ¡El más tierno, entrañable y expresivo de todos los títulos humanos! Un título que emplean por igual, el príncipe real, el filósofo sabio y el campesino inculto —los salvajes y los civilizados de todas las naciones y a lo largo de todas las generaciones. Una relación fundada, compasivamente, en la constitución de nuestra naturaleza, sentida de forma universal e uniforme. ¿Y quién de entre todos los hijos de los hombres, excepto los que en su tierna infancia fueron privados del amor de sus angustiados padres, no ha experimentado con alegría la influencia inexpresable de su poder encantador y deleitoso? ¿Quién de entre los grandes y poderosos sobre la tierra no reconoce las incontables bendiciones de las que ha disfrutado por medio de esta tierna relación?
Su propia sabiduría infinita y su bondad ilimitada impulsaron al Creador todopoderoso a ordenar esta relación beneficiosa con todas sus dulces atracciones y sus felices ternuras. ¿No debe Él, pues, haberla hecho honorable, noble y digna? ¿Y debería su elevación e importancia olvidarse y descuidarse? Con toda seguridad exige de nosotros la consideración más inteligente y un reconocimiento sincero. ¿Pero qué mente ha poseído jamás una capacidad tan amplia y madura que pudiera abarcar plenamente la verdadera dignidad de una madre?
La mujer fue formada por el glorioso Creador como ayuda idónea para el hombre (Gn. 2:18; cf. 1 Ti. 2:12-14; 1 Cor. 11:8-10). Por tanto, cualquier dignidad que se le atribuya como ser racional y representante en la tierra de su Hacedor es compartida por la compañera de su vida, su otro yo. La mujer es coparticipe por igual de todos los honores que pertenecen a la naturaleza humana. Sin embargo, la más alta dignidad de la mujer y sus mayores honores se encuentran en contribuir a la perfección del propósito divino de su Creador en su carácter particular de madre.
La dignidad de una madre, no obstante, aparecerá de manera imperfecta, a menos que se considere que aporta al mundo una descendencia racional, cuya existencia afectará a otros y continuará a lo largo de los siglos eternos. Adán, por sabiduría espiritual impartida por Dios, percibió esta incomparable excelencia cuando llamó “el nombre de su mujer, Eva, por cuanto ella era madre de todos los vivientes” (Gn. 3:20).
La mujer debe ser contemplada como quien da a luz a aquellos cuyos principios, caracteres y labores influirán, profunda y permanentemente, en las personas del círculo doméstico; esto lo sentirán grandes comunidades y, en algunos casos al menos, toda la población del mundo. Nuestro bendito Señor reconoce este punto de vista que una mujer expresa con respecto a él; habiendo visto sus obras poderosas y oído sus sabios discursos, ella exclamó: “Bienaventurado el vientre que te trajo, y los senos que mamaste” (Lc. 11:27). Sobre este principio lógico, no podemos separar la grandeza que distingue a las personas loables de los tiempos antiguos y modernos, de los caracteres de sus favorecidas madres. Isaac Watts, Philip Doddridge.. y muchos otros, han inmortalizado sus nombres por sus virtudes personales y por sus obras imperecederas para beneficiar a su país. Pero al contemplar y disfrutar del fruto de sus extraordinarios trabajos, no podemos dejar de reflexionar sobre la influencia de sus excelentes madres. No podemos abstenernos de darles la honra que se les debe por su noble esfuerzo en el desempeño de sus obligaciones maternales y darles bendiciones en público.
La inspiración divina ha sancionado directamente este principio en el caso de la Virgen María. Felicitada por su venerable pariente, Elisabeth, madre por milagro del profeta precursor del Mesías y lleno del Espíritu Santo, Quien dirigió a María a esperar la futura grandeza de su misterioso Hijo, su mente iluminada y piadosa estalló en piadosa admiración ante el honor que se le atribuiría, por sus indecibles bendiciones a la humanidad. Ella expresó sus pensamientos elevados y dijo: “Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Porque ha mirado la bajeza de su sierva; pues he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones” (Lc. 1:46-48).
La inmortalidad, en especial, proporciona dignidad a sus súbditos; de esto surge, en un grado concebible, la exaltada honra de una madre. Por ordenación soberana del Todopoderoso, no sólo da a luz a un ser de existencia meramente momentánea y cuya vida perecerá como la de las bestias del campo, ¡sino a uno inmortal! Por débil e indefenso que pueda parecer su lactante, posee en su regazo un alma racional, un poder intelectual, un espíritu que el tiempo que todo lo devora, no puede destruir —que no podrá morir nunca—, ¡pero que sobrevivirá a los esplendores del glorioso sol y del ardiente resplandor de todas las huestes celestiales materiales! A lo largo de los siglos infinitos de la eternidad, cuando todos estos hayan respondido al fin benéfico de su creación y hayan sido borrados de sus posiciones en las inmensas regiones del espacio, el alma del niño más humilde brillará y mejorará ante el trono eterno; será lleno de santo deleite y divino amor, y estará siempre activo en las alabanzas de su bendito Creador.
La semejanza al infinitamente glorioso Creador, constituye la principal dignidad de nuestra naturaleza. Y la madre inteligente y piadosa contempla a su progenie infantil[1] con gratitud de adoración a Dios, por poseer esa semejanza. Originalmente, “Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Gn. 2:7). Por la misma voluntad omnipotente y misericordiosa, Dios le ha dado ser a las almas humanas por todas las generaciones como en la primera creación, pero a la madre se le honra como el medio de esta creación misteriosa en el caso de cada hijo. Y aunque la semejanza moral de su bendito Hacedor quede desfigurada por la caída de nuestros primeros padres, todavía en millares de casos, por medio de una instrucción temprana y las oraciones de la madre fiel, el niño es creado en Jesucristo en justicia y verdadera santidad (Ef. 2:10; 4:24).
¡Cuánta puede ser, pues, la grandeza, la dignidad y la honra de aquella que es el medio designado de tales poderes y bendiciones asombrosas! ¿No deben las madres sentir sus altas distinciones? ¿No deberían ser invitadas, con frecuencia, a contemplarlas? En esto, la seguridad, la prosperidad y la felicidad de nuestro país, y hasta el bienestar, la regeneración del mundo, están implicados. Por tanto, aquel que tenga más éxito en dirigir sus mentes a una opinión adecuada, racional y bíblica de ésta, que es la mayor de las relaciones terrenales, asegurará de forma más eficaz y también merecerá más dignamente, la gratitud y la estima de las madres dignificadas, felices y cristianas.
Tomado de Mothers of the Great and Good (Madres de los grandes y buenos), Solid Ground Christian Books, www.solid-ground-books.com.
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Jabez Burns (1805-1876): Teólogo no conformista inglés y filósofo, nacido en Oldham, Lancashire, Inglaterra.