En BOLETÍN SEMANAL

“Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más”. —Isaías 45:22

He dirigido estos artículos a las madres cristianas; pero como también los podrían examinar otras que no son cristianas, siento que no puedo permitir que se publiquen sin añadir unas cuantas palabras para todas las que puedan leerlos y que no cuenten con el testimonio del Espíritu de Dios a su espíritu de que son hijas de Dios (Rom. 8:16). ¡Lectora! ¿Eres una hija de Dios? No respondas a esta pregunta de forma precipitada. Millares de personas creen que lo son y, al final, descubren que han estado equivocadas. La Palabra de Dios nos enseña que los hombres no sólo pueden vivir engañados, sino también morir engañados, y se echan flores ellos mismos diciendo que todo está bien y no descubren su equivocación hasta que abren sus ojos en el lugar de los lamentos. ¡que no te resulte extraño, pues, que te instemos a que lo averigües! “¿Eres hija de Dios?”. Medita sobre esta solemne pregunta. Mantenla delante de ti. Y recuerda que no eres hija de Dios, a menos que tu corazón y tu vida hayan cambiado por creer en la verdad, tal como está en Cristo (Ef. 4:21).

¿Cuál es, pues, el estado de tu corazón? ¿Está establecido en las insignificancias, las vanidades, las búsquedas de la vida presente? ¿O está puesto en “las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col. 3:1)? ¿Es éste la morada de pasiones impías? ¿O es el templo del Espíritu Santo, lleno de paz, amor y gozo santo? ¿Cuál es el estado de tu vida?

¿Estás viviendo según lo que ven tus propios ojos, “siguiendo la corriente de este mundo” (Ef. 2:2)? ¿O estás adornando las doctrinas de Dios el Salvador mediante un comportamiento que es consecuente con el evangelio, presentando el fruto de justicia y guardándote sin mancha del mundo (Stg. 1:27)? ¡No te dejes engañar! Si no has cambiado en tu corazón y en tu vida, no eres una hija de Dios. Y hasta que [tu creencia en] la verdad no produzca estos cambios, estás “en hiel de amargura y en prisión de maldad” (Hch. 8:23).

Tu observancia externa de las formas de religión no puede salvarte. Tu personalidad amable no puede salvarte. Tu moralidad mundana no puede salvarte. Tus obras de beneficencia no pueden salvarte. Con todo esto, puedes encontrarte con las puertas del cielo cerradas ante ti y [estar en] “hiel de amargura y en prisión de maldad” (Hch. 8:23). ¿Vacilas a la hora de creer esto? ¿Dices: “¡Qué dicho tan duro!”? ¡Ah, lectora! Si fuera meramente un dicho mío, sería poca cosa; pero es el dicho de Aquel por Quien tienes que ser juzgada: “El que no naciere de nuevo no puede ver el reino de Dios” (Jn. 3:3).

Estas son las palabras del testigo fiel y verdadero (Ap. 3:14) y el cielo y la tierra pasarán antes de que una palabra suya caiga al suelo. ¡No apartes de ti la solemne impresión de estas palabras diciendo que Dios es misericordioso y que, quizás, después de todo puede permitir que escapes! Yo sé, y me regocijo sabiéndolo, que Dios es misericordioso, infinitamente misericordioso. De no ser así, tú y yo estaríamos ya encerrados, desde hace mucho tiempo, en la prisión de la desesperación, sin un solo rayo de esperanza que ilumine las tinieblas oscuras. Pero también sé que Dios es veraz, en la misma medida que es misericordioso, y que su misericordia no puede ejercerse de tal manera que destruya su verdad. Por infinita que sea su misericordia, no puede ejercerse hacia aquellos que apartan de sí “la palabra verdadera del evangelio” (Col. 1:5) y es que esto sería falsificar su propia declaración expresa. Su misericordia se exhibe ahora ante ti en su Palabra. ¡Su misericordia ha provisto una expiación por el pecado, por medio del cual puedes ahora ser salva! Su misericordia está poniendo delante de ti esta expiación como la razón de la esperanza. Sin embargo, si “[descuidas] una salvación tan grande” (Heb. 2:3), entonces, cuando se aplique el hacha a la raíz del árbol y seas cortada —en lo que a ti respecta—, su misericordia cesará para siempre. Quedarás a merced de experimentar el temible efecto de la misericordia despreciada y de la justicia ejecutada. Si preguntas: “¿Qué debo hacer para ser salvo?” (Hch. 16:30). Bendito sea Dios porque la respuesta está a la mano: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo” (Hch. 16:31)… El Señor mismo proveyó el Cordero para la ofrenda. “Cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is. 53:6). “Herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados” (Is. 53:5). “He aquí —pues— el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn. 1:29). Ven al Padre, por medio del Hijo, y no serás echado fuera (Jn. 6:37).

¡La única obra por la cual puedes ser salva ya ha sido realizada! ¡Jesús ha acabado con la transgresión, ha puesto fin a los pecados y ha proporcionado la justicia eterna (Dn. 9:24)! Ha abierto el camino de acceso para ti hasta el trono de la misericordia de Dios y ahora puedes contemplar al Dios, a Quien has ofendido, sentado en ese trono de misericordia, dispensando perdón y vida. Puedes oír su amable voz llamando; sí, suplicándote y rogándote que vengas a Él para que tu alma pueda vivir (Mt. 11:28-30).

Echa tu alma, llena de culpa como está, sobre la obra acabada de Emanuel (Is. 7:14) y no serás rechazada. No pienses que tienes algo que hacer para encomendarte a su favor, antes de poder creer en “aquel que justifica al impío” (Rom. 4:5). No intentes hacerte digna de aceptación. No traigas precio en tu mano. Dios no hará de las bendiciones de la salvación una mercancía. Como Dios que es, dará gratuitamente la vida eterna o no la dará en absoluto. Y tú debes recibirla gratuitamente como una pecadora culpable y condenada, sin reclamación que hacerle a Dios; o no la recibirás en absoluto. ¿No son estas sus propias palabras misericordiosas? “A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad y comed. Venid, comprad sin dinero y sin precio” (Is. 55:1). Ya no preguntes más, pues, “¿Con qué me presentaré ante Jehová?” (Mi. 6:6) porque …

“Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos: que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación (Ro. 10:8-10).

Tomado de Three Lectures to Christian Mothers (Tres conferencias para las madres cristianas).

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James Cameron (1809-1873): Ministro congregacional inglés que nació en Gourock, Firth de Clyde, Escocia.

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