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Tocante a la iglesia como institución, no hubo nada en Calvino que la
degradase en lo más mínimo en los ministerios que tiene asignados por
Jesucristo. Nunca desunió el Espíritu de la Palabra y advirtió
incesantemente contra la idea de una «iglesia» como una autarquía que se
retrajese a sí misma de la responsabilidad de someterse a la Palabra y
que a cambio codiciase la total autoridad. Su protesta no estuvo
dirigida contra la localización y estabilización de la iglesia, sino
contra su autosuficiencia.

El empuje de esta protesta se hizo lúcido desde el momento en que habló de la iglesia como custodia de la verdad. Calvino hizo notar que esa cualidad de guardiana se encontraba en el ministerio profético y apostólico y concluyó que dependía enteramente del hecho de «si la Palabra de Dios era guardada fielmente y su pureza mantenida».

La función y el ministerio de la iglesia como «custodia» de la verdad fueron reconocidos por Calvino; pero no como un hecho «auto-legitimado» sino como un don y una llamada de la gracia que no se daba nunca sin una fuerte responsabilidad. Calvino, con una incisiva perspicacia, vio que la promesa no fue dada a la iglesia sin demandas con respecto a toda su vida y conducta. No miró a la iglesia de Cristo como un poderoso organismo viviente que prospera por su inherente poder de crecimiento, o como una corriente a través de la historia del mundo. Esta forma autárquica de «poder» y de «vitalidad» fue constante objeto de su oposición. No trató de oponer a ello un concepto estático de la iglesia, pero quiso verla «permanecer» bajo el poder de la Palabra del exaltado Señor que conduce Su iglesia de acuerdo con Su voluntad. Y desde este ventajoso punto Calvino criticó la iglesia de Roma.

La prioridad de la Escritura por encima de la de la iglesia no fue un principio escriturístico «formal» ni una subdivisión incidental de dogmática, sino un principio básico de fe a la luz del cual estuvo constantemente mostrando a la iglesia su lugar: bajo la Palabra. La cuestión digna aquí de ser notada son las lejanas consecuencias de este principio para la vida y el ministerio de la iglesia. A este respecto introdujo Calvino de propósito el pacto de Dios. Dios concluyó un pacto con los sacerdotes para que ellos pudieran enseñar por Su boca. «Esto es lo que ha requerido siempre de los profetas y vemos una ley similar impuesta sobre los Apóstoles. A aquellos que violasen este pacto Dios no dignifica ni confiere autoridad. Que resuelvan nuestros adversarios esta dificultad si desean que someta mi fe a los decretos de los hombres independientes de la Palabra de Dios» (Inst., TV, ix, 2). Calvino se opuso a la plasticidad acomodaticia de la iglesia, especialmente revelada en los escritos de muchos autores católico-romanos de los últimos siglos, revestidos con toda suerte de términos teológicos.

Calvino estuvo preocupado respecto a la verdadera iglesia, a la discriminación en medio de la corriente de la vida de la iglesia, respecto al deber de escudriñar y a examinar el fortalecimiento y las bendiciones que proceden de la Palabra de Dios y del Espíritu Santo.  (Inst., IX, iv, 6).

También llamó la atención hacia la promesa y a las demandas del Pacto de la Gracia. No se dejó impresionar con exceso por la presunción de la iglesia papal de que el papa y sus subordinados «jamás pueden dejar de ser guiados por la luz de la verdad» porque «el Espíritu de Dios habita permanentemente en ellos, que la iglesia subsiste en ellos y muere con ellos». Citó muchas ilustraciones para demostrar el error de someterse sin discusión a quienes ostentan la autoridad. Les recordó el notable «consejo» emplazado por Acab (I Reyes 22:5, 22), el cual había sido oscurecido por un espíritu diabólico mentiroso, y cómo la verdad fue condenada, siendo Miqueas encarcelado como un hereje (Inst., IX, ix, 6). También llamó la atención al Consejo que juzgó a Cristo (Juan 11:47). Estas ilustraciones o ejemplos no fueron una protesta barata antieclesiástica, sino un fogoso argumento para un serio examen y delimitación de la iglesia. A aquellos que temían que la iglesia pudiese perder la verdad al no reconocer los concilios, Calvino propuso esta cuestión: «¿Quién ha dicho esto de nosotros?» Cuando la propia Escritura nos advierte contra la apostasía que tiene que venir, no seguiremos por un momento el camino de la iglesia sin vigilar y orar, sin lealtad y obediencia a la Palabra de Dios. Su primer propósito fue discernir y examinar, «con el modelo universal para hombres y ángeles que mencioné, la Palabra del Señor» (Inst., IV, ix, 9).

Calvino rechazó cualquier intento de fundar la autoridad de la iglesia aparte de la sumisión a la Palabra de Dios. Cuando alguien le recordó el pasaje de Hebreos 13:17: «Obedeced a aquellos que os gobiernan», él replicó con esta pregunta: «Pero ¿qué, si niego que tales personas tienen tal poder de gobernar? (p. e. los obispos)» (Inst., IV, ix, 12).

Su oposición no era, sin embargo, una crítica negativa. Trajo a colación al gran caudillo Josué, profeta de Dios y pastor relevante de almas. ¿Qué palabras fueron empleadas para ordenar a Josué? «Este libro de la Ley no se apartará de tu boca, sino que meditarás sobre él noche y día y no te volverás de él ni a derecha ni a izquierda; así seguirás tu camino prósperamente y actuarás con sabiduría.» «Ellos —concluye Calvino— serán para nosotros líderes espirituales si no se desvían ni en una coma de la Ley del Señor.»
No resulta sorprendente que sobre la base de las discusiones anteriormente mencionadas Calvino ignorase la urgente llamada de Roma a Mateo 16. El conflicto que se relaciona con este pasaje estaba en la misma esfera y era sintomático de la misma controversia respecto a la autoridad de la iglesia. Calvino planteó muchas cuestiones a este propósito, por ejemplo la relación de Pedro con los otros Apóstoles, la relación de esta autoridad con el único fundamento: Cristo (I Corintios 3:11), la sucesión de Pedro en los obispos de Roma, etc.; pero en todas estas observaciones notamos que el pensamiento dominante de Calvino presiona hacia una nueva perspectiva al afirmar que en esto radica la dignidad del ministerio apostólico que no puede ser separada del cargo dado.

Calvino rechazó con fuerza la apelación de Roma a Mateo 16, en la cual ve distorsionado el significado natural de las palabras. El poder de las llaves no era un poder inherente del cual la iglesia no tuviese que dar cuenta, sino que debía estar en armonía con la Palabra de Dios y la predicación, la cual es la que solamente nos abre la puerta de la vida. La importancia del ministerio no fue negada, ni tampoco la autoridad por la cual el ejercicio de las llaves era mantenido por el oficio del ministerio; pero se opuso al «oficio mágico» que juzgaba que el oficio tenía poder inherente en sí mismo y podía existir independientemente de la Palabra de Dios, de donde podría etiquetarse como una «autarquía».

La íntima relación entre Cristo y su iglesia nunca fue olvidada por Calvino. Lo decisivo era la naturaleza de esta relación. Calvino había indicado frecuentemente el valor de esta unión, pero en ninguna parte descuidó relacionarla con la obediencia de la fe, de la cual nunca podía abstraerse. La congregación está sujeta a Cristo y unida con El, y una «tensión» entre lo que dice la Escritura respecto a esta unión con Cristo (el cuerpo de Cristo; Cristo, la Cabeza de la iglesia) y la obediencia a Él no cabía en el concepto de Calvino.

En estas y similares cuestiones concentró constantemente su principal ataque sobre la falsa relación que vio construida en la teología de la Iglesia Romana entre Cristo y la iglesia. Por el contrario, Calvino habló de una verdadera apreciación del ministerio en la iglesia, instituida por Cristo, y de la gloria y riqueza de la iglesia, que consiste en una fiel adhesión a la doctrina Christi en una captivitas voluntaria (Com., II Corintios 10:5). Sólo entonces experimentamos la guía del Espíritu Santo.

Artículo de  G. C. BERKOUWER, publicado en el libro: «Calvino, profeta contemporáneo»

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