En ARTÍCULOS

1.- Pon buenos cimientos

Solo hay un fundamento para edificar la bella estructura de la justicia: un corazón transformado por el poder santificador del Espíritu de Dios en ti. Tienes que ser santificado antes de poder vivir en santidad. Si un barco no está bien construido, nunca navegará bien; si tu corazón no ha sido moldeado por la obra del Espíritu y formado según la ley de la “nueva criatura” (2 Cor. 5:17) nunca tendrás un andar santo. Es el aceite de la gracia en el corazón lo que alimenta la llama de la vida cristiana en la lámpara, ¡la santidad de vida! Esta transformación completa del corazón debe examinarse con dos preguntas:

a.- ¿Qué opinas del pecado?

En otro tiempo el pecado te atraía tanto como a Adán cuando Eva le tendió el fruto prohibido. A no ser que se transforme tu mente, el pecado siempre te parecerá atractivo. Las circunstancias pueden evitar que expreses este anhelo secreto de pecado, pero tu corazón siempre lo ansiará. Cuando dos amantes están separados por sus amigos, tarde o temprano uno se escapará para ir al otro, siempre y cuando su amor se mantenga fuerte. El deseo te atraerá una y otra vez, a no ser que te convenzas de odiarlo en la misma medida que antes lo amabas.

b.- ¿Estás contento de vivir en Cristo?

No hay razón para temer la degeneración después de que Cristo te haya atado a su servicio con cuerdas de amor. El diablo puede separar fácilmente a una persona de la obra del Reino si en realidad nunca le ha gustado hacerla. Un estudiante aprende más en una semana cuando le agrada aprender, que en un mes cuando solo asiste a clase por complacer al maestro. Somos diligentes en lo que nos satisface. Si el corazón de una persona está puesto en su jardín, por ejemplo, este será un lugar hermoso. Por satisfacción, pasará horas trabajando arduamente para cultivar las flores raras y delicadas que le agradan.

Así también, el alma que realmente ama a Cristo se deleita en la santidad y emplea en ella todas sus fuerzas. Si puede santificarse más, no le importa quedar atrás en lo demás.

2.- Fija la vista en la regla adecuada

Todo llamamiento tiene su regla peculiar para seguir, y hay que estudiarla a fin de poderla comprender. Los medios y los métodos varían en las diversas profesiones terrenales; y hasta en la misma profesión siempre hay una excepción o añadido a la regla. Ningún llamamiento cuenta con un modelo tan seguro y perfecto como el cristiano. El santo tiene una regla fija, la Palabra de Dios, que le puede perfeccionar.

Si quieres ser excelente en el poder de la santidad, debes estudiar la Biblia. El médico consulta con su Galeno, el abogado con su Littleton, el filósofo con su Aristóteles, que son maestros respectivos de sus artes. ¡Cuánto más debe entonces el cristiano consultar la Palabra para buscar respuestas y soluciones! Hermano, probablemente te sientas estirado en todas las direcciones: los negocios exigen una cosa, los amigos te recomiendan otra, el sentido común razona de otra manera, y el placer es más atrayente que todos. Entonces tienes que considerar en serio la pregunta de Josafat: “¿Hay aún aquí algún profeta de Jehová, por el cual consultemos?” (1 R. 22:7). ¿No me abre Dios el entendimiento de su Palabra para mostrarme adónde puedo acudir para encontrar la verdad?

Los hombres pierden la dirección de Dios de tres maneras, y cada una de ellas es un atajo peligroso hacia el poder de la santidad. Algunos andan sin regla alguna; otros por una regla falsa; otros aún por la regla verdadera, pero solo en parte. La primera es la ramera rebelde; la segunda, el fanático supersticioso; la tercera, el hipócrita. Líbrate de los tres si no quieres poner un cuchillo en la garganta de la santidad.

a.- No pases por alto la regla de Dios:

Los liberales intentan extender su libertad diciendo que la ley no es una regla para los cristianos. Pero Jesús cristianizó la ley y la hizo evangélica, predicándola como regla de santidad en sus sermones y guiando su vida por ella.

Cualquier principio que menoscabe la pauta de una vida justa se puede señalar como asesino de la santidad. Esa es la forma sutil de Satanás para sorprender al peregrino cristiano. Si puede hacer que este se canse de su Guía de modo que prescinda de él, no tardará en salir del camino al Cielo y caer en el que va al Infierno. El apóstol habla de una generación que, prometiéndose libertad, “son ellos mismos esclavos de corrupción” (2 Ped. 2:19). Los que se quitan el yugo del mandamiento divino bajo disfraz de libertad pronto caen en una esclavitud mucho peor: el pesado yugo del pecado.

b.- No te guíes por una regla falsa

Lo contrario a la Palabra de Dios es falso. “¡A la ley y al testimonio! Si no dicen conforme a esto, es porque no les ha amanecido” (Is. 8:20). Pero no debemos excedernos de lo escrito; la Palabra llama a esto “ser sabio en exceso” (Ec. 7:16). ¡Recuerda que el que tiene tres manos es tan deforme como el manco!

La maldición espera tanto a aquel que añade algo a la Palabra como a quien quita de ella. Esa es una de las tretas más antiguas de Satanás: minar la santidad propugnada por la Palabra de Dios exaltando una falsa santidad. Bien sabe el maligno que como la olla hirviendo apaga el fuego, él puede apagar la verdadera santidad haciendo que el celo se derrame en falsa santidad. Al final el fervor se desvanece y es reemplazado con frío ateísmo.

El fariseo tiene que añadir las tradiciones humanas a los mandamientos divinos; y sus seguidores y partidarios viven por órdenes sacerdotales, doctrinas no escritas y reglas para una vida mucho más dura de la que Dios pensara exigirles. Te amonesto de manera estricta: evita la santidad y la adoración salida de tu propia voluntad. Dios habló claramente en contra de su pueblo escogido por causa de su obstinación: “Olvidó, pues, Israel a su Hacedor, y edificó templos” (Os. 8:14). ¿Cómo puede uno olvidar a Dios pero ser lo bastante devoto para edificar templos? Israel los edificó sin Dios, porque Él se considera olvidado cuando la gente olvida vivir por su Palabra.

La santidad producida por nuestro propio corazón no es santidad según la voluntad de Dios. El gran pecado de Jeroboam consistió en que “sacrificó […] sobre el altar que él había hecho en Bet-el, a los quince días del mes octavo, el mes que él había inventado de su propio corazón” (1 Rey. 12:33). La pena para estos atrevidos es que Dios los entrega a la depravación total por fingir tener más santidad de la que realmente tienen.

Dios no permite que sus hijos anden según sus propias reglas. Es peor pecado hacer lo que no se nos manda, que no hacer lo que Dios manda. Un ciudadano se convierte en mayor criminal al suponer que puede idear su propia ley, que cuando no obedece la ley de su gobernante. Ya que Dios es el único capaz de declarar la santidad, cada vez que intentamos fabricar una santidad propia es como arrebatarle su cetro real.

c.- No utilices solo una parte de la regla verdadera

Si no cuadras cada uno de los aspectos de la vida con la regla verdadera, todo se tuerce. “Pesa falsa y medida falsa, ambas cosas son abominación a Jehová” (Pr. 20:10). Un empresario honrado emplea la misma medida legal para todos sus asuntos; y el cristiano utiliza una sola regla, la Palabra de Dios, para todos sus actos.

¡Qué odiosa debió ser para Dios la hipocresía de los judíos cuando no se atrevieron a entrar en la sala donde se juzgaba a Jesús por temor a contaminarse y, sin embargo, corrieron para lavarse las manos en la sangre de Cristo! Los fariseos observaban la ley al pie de la letra, diezmando “el eneldo y el comino”, pero pasaban por alto “lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe” (Mt. 23:23).

¿Cómo te sentirías tú con un cliente que te compra 1 céntimo de género, pero te roba por valor de 100? ¿O con el deudor que pagara lo trivial puntualmente, estafándote una gran cantidad? Es una maldad terrible obedecer la Palabra de Dios en asuntos nimios, como parte de una estratagema para cometer grandes pecados contra Dios en secreto.

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Extracto del libro:  “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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