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El mayor privilegio que tenemos es la oración. Por un lado, la oración es una consecuencia de nuestra justificación. «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios» (Rom. 5:1-2). Tener entrada significa tener acceso a Dios. Por otro lado, este acceso está basado en nuestra adopción. Por medio de ella podemos acercarnos a Dios como nuestro «Padre».  Y solamente por medio del Espíritu de adopción podemos tener la seguridad de que Dios es nuestro Padre y que Él escucha realmente nuestras oraciones. Esto es a lo que Pablo se refiere en el pasaje ya citado, cuando dice: «por el cual clamamos: ¡ Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Ro. 8:15-16).

El derecho de llamar a Dios «Padre» se remonta al propio Jesucristo y a una afirmación tan importante como se indica en el inicio del Padrenuestro: «Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos…» (Mt. 6:9). Ningún judío del Antiguo Testamento se dirigía a Dios llamándolo directamente «mi Padre». La invocación en la oración del Señor era algo novedoso y original para los contemporáneos de Cristo. Esto ha sido documentado por el académico alemán, ya fallecido, Ernst Lohmeyer, en un libro llamado «Nuestro Padre «, como también por el académico bíblico contemporáneo Joachim Jeremías, en un ensayo titulado «Abba» y en un pequeño libro llamado The Lord’s Prayer («La oración del Señor»). De acuerdo con estos académicos hay tres cosas sobre las que no cabe ninguna disputa:

(1) el título era nuevo con respecto a Jesús;

(2) Jesús siempre utilizó esta fórmula cuando oró; y

(3) Jesús autorizó a sus discípulos a utilizar la misma palabra que Él usó.

Es cierto, por supuesto, que en un sentido el título «padre» para dirigirse a Dios es tan antiguo como la religión. Homero escribió: «El padre Zeus, que rige sobre los dioses y los mortales». Aristóteles explicó que Homero estaba en lo correcto porque «el gobierno paternal sobre los hijos es como el de un rey sobre sus súbditos» y «Zeus es el rey de todos nosotros». En este caso, la palabra padre significa «Señor». El punto que nos debe llamar la atención, sin embargo, es que en este caso siempre se trata de una forma impersonal de dirigirse a alguien.

En el pensamiento griego, Dios era llamado padre en el mismo sentido que un rey puede ser llamado el padre de su reino. El Antiguo Testamento utiliza la palabra padre para designar la relación de Dios con Israel, pero aun en este caso tampoco se trata de algo personal. Tampoco es muy frecuente. En realidad, ocurre sólo catorce veces en todo el Antiguo Testamento. Israel es llamado «el primogénito» de Dios (Ex. 4:22). David dice: «Como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen» (Sal. 103:13). Isaías escribe: «Ahora pues, Jehová, tú eres nuestro padre» (Is. 64:8). Pero en ninguno de estos pasajes ningún israelita se dirige a Dios llamándolo «mi Padre». En la mayoría, el propósito es mostrar que Israel no ha vivido de acuerdo a sus relaciones familiares. Es así, como Jeremías pone en boca del Señor estas palabras: «Yo preguntaba: ¿Cómo os pondré por hijos, y os daré la tierra deseable, la rica heredad de las naciones? Y dije: Me llamaréis: Padre mío, y no os apartaréis de en pos de mí. Pero como la esposa infiel abandona a su compañero, así prevaricasteis contra mí, oh casa de Israel, dice Jehová» (Jer. 3:19-20).


Extracto del libro “Fundamentos de la fe cristiana” de James Montgomery Boice

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