En BOLETÍN SEMANAL

Aunque Dios nos exponga con cuanta claridad es posible en el espejo de sus obras, tanto a sí mismo, como a su Reino perpetuo, sin embargo nosotros somos tan rudos, que nos quedamos como aturdidos y no nos aprovechamos de testimonios tan claros. Porque respecto a la obra del mundo tan hermosa, tan excelente y tan bien armonizada, ¿quién de nosotros al levantar los ojos al cielo o extenderlos por las diversas regiones de la tierra se acuerda del Creador y no se para más bien a contemplar las obras, sin ver en ello a su Hacedor? Y en lo que toca a aquellas cosas que ordinariamente acontecen fuera del orden y curso natural, ¿quién no piensa que la rueda de la fortuna, ciega y sin juicio, da vueltas sin sentido llevando a los hombres de arriba a abajo en vez de ser regidos por la providencia de Dios? Y si alguna vez, por medio de estas cosas somos impulsados a pensar en Dios (lo cual necesariamente todos han de hacer), apenas concebimos algún sentimiento de Dios, sino que al momento nos volvemos a los desatinos y desvaríos de la carne y corrompemos con nuestra propia vanidad la pura y auténtica verdad de Dios.

En esto no convenimos: en que cada cual por su parte se entregue a sus errores y vicios particulares; en cambio, somos muy semejantes y nos parecemos en que todos, desde el mayor al más pequeño, apartándonos de Dios nos entregamos a monstruosos desatinos. Por esta enfermedad, no sólo la gente inculta se ve afectada, sino también los muy excelentes y maravillosos ingenios. ¡Cuán grande ha sido el desatino y desvarío que han mostrado en esta cuestión cuantos filósofos ha habido! Porque, aunque no hagamos mención de la mayor parte de los filósofos que notablemente erraron, ¿qué diremos de un Platón, el cual fue más religioso entre todos ellos y más sobrio, y sin embargo también erró en su esfera, haciendo de ella su idea primera? ¿Y qué habrá de acontecer a los otros, cuando los principales, que debieran ser luz para los demás, se equivocaron gravemente?

Asímismo, cuando el acontecer de las cosas humanas claramente da testimonios de la providencia de Dios, de tal suerte que no se puede negar, sin embargo los hombres no se aprovechan de ello más que si se dijera que la fortuna lo dispone todo sin orden ni concierto alguno: tanta es nuestra natural inclinación al error. Estoy hablando de los más famosos en ciencia y virtud, y no de los desvergonzados que tanto hablaron para profanar la verdad de Dios. De aquí salió aquella infinidad de errores que llenó y cubrió todo el mundo; porque el espíritu de cada uno es como un laberinto, de modo que no hay por qué maravillarse, si cada pueblo ha caído en un desatino: y no solo esto, sino que casi cada hombre se ha inventado su Dios.

– Cómo forja el hombre sus dioses
Ya que la temeridad y el atrevimiento se unieron con la ignorancia y las tinieblas, apenas ha habido alguno que no se haya fabricado un ídolo a quien adorar en lugar de Dios. En verdad, igual que el agua suele bullir y manar de un manantial grande y abundante, así ha salido una unidad de dioses del entendimiento de los hombres, según que cada cual se toma la licencia de imaginarse vanamente en Dios una cosa u otra. Y no es menester aquí hacer un catálogo de las supersticiones en las que en nuestros días está el mundo envuelto y enredado, pues sería cosa de nunca acabar. Mas, aunque no diga nada, bien claramente se ve por tantos abusos y corrupción cuán horrible y espantosa es la ceguera del entendimiento humano.

Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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