En BOLETÍN SEMANAL

Cuando Dios promete algún consuelo a los afligidos, y especialmente cuando habla de la liberación de la Iglesia, pone el estandarte de la confianza y de la esperanza en el mismo Jesucristo. «Saliste para socorrer a tu pueblo, para socorrer a tu ungido» (Hab. 3:13). Y siempre que los profetas hacen mención de la restauración de la Iglesia, reiteran al pueblo la promesa hecha a David de la perpetuidad del reino. Y no ha de maravillarnos esto, porque de otra manera no tendría valor ni firmeza alguna el pacto en el que ellos hacían hincapié. Muy a propósito viene la admirable respuesta de Isaías, quien al ver como el incrédulo rey Acaz rechaza el anuncio que le hacía de que Jerusalén sería liberada del cerco, y que Dios quería socorrerle en seguida, saltando, por así decirlo de un propósito a otro, va a terminar en el Mesías: «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo» (1s.7:14), dando a entender indirectamente que aunque el rey y el pueblo rechazasen por su maldad la promesa que Dios les hacía, como si a sabiendas y de propósito se esforzasen en destruir la verdad de Dios, no obstante, el pacto no dejaría de ser firme, y el Redentor vendría a su tiempo.

 Por esta causa todos los profetas tuvieron muy en el corazón, para asegurar al pueblo que Dios les era propicio y favorable, poner siempre delante de sus ojos y traerles a la memoria el reino de David, del cual dependía la redención y la salvación perpetua. Así, cuando dice Isaías: «Haré con vosotros pacto eterno, las misericordias firmes a David. He aquí que yo le di por testigo a los pueblos» (Isa. 55:3), porque viendo los fieles que las cosas iban cada vez peor, no podían concebir esperanza alguna de que Dios les fuera favorable y usara de misericordia con ellos, sino poniendo ante ellos aquel testigo.

De la misma manera, Jeremías para dar ánimo a los que estaban desesperados, «He aquí», dice, «que vienen días, dice Jehová, en que levantará a David renuevo justo, y reinará como rey… ; en sus días será salvo Judá, e Israel habitará confiado» (Jer. 23:5). E igualmente Ezequiel: «Y levantará sobre ellas a un pastor, y él las apacentará; a mi siervo David…Yo Jehová les seré por Dios, y mi siervo David, él las apacentará…; y estableceré con ellos pacto de paz.» (Ez. 34:23-25). Y en otro lugar, después de haber tratado de una restauración que parecía increíble, dice: «Mi siervo David será rey sobre ellos, y todos ellos tendrán un solo pastor; y andarán en mis preceptos, y mis estatutos guardarán y los pondrán por obra; … y hará con ellos pacto de paz» (Ez. 37:24-26).

No entresaco más que estos pocos testimonios de una infinidad de ellos que se podrían alegar, porque solamente quiero advertir a los lectores, que la esperanza de los fieles jamás ha sido puesta más que en Jesucristo. 

Esto mismo dicen todos los demás profetas. Así Oseas: «Y se congregarán los hijos de Judá y de Israel, y nombrarán un solo jefe» (Os. 1:11). Y mucho más claramente lo da a entender luego: «Después volverán los hijos de Israel, y buscarán a Jehová su Dios, y a David su rey.» (Os. 3:5). E igualmente habla bien claro Miqueas, refiriéndose a la vuelta del pueblo: «Y su rey pasará delante de ellos y a la cabeza de ellos Jehová.» (Miq. 2:13). Y lo mismo Amós, al prometer la restauración del pueblo: «En aquel día yo levantaré el tabernáculo caído de David, y cerraré sus portillos, y levantaré sus ruinas.» (Am. 9:11), porque éste era el único remedio y la única esperanza de salvación: volver a levantar de nuevo la gloria y la majestad real de la casa de David; lo cual se cumplió en Cristo. Por eso Zacarías, como mucho más cercano al tiempo en el que Cristo se había de manifestar, exclama más abiertamente: —Alégrate mucho, hija de Sión; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador.» (Zac. 9:9). Lo cual está de acuerdo con el salmo ya citado: «(Jehová es) el refugio salvador de su ungido; salva a tu pueblo.» (Sal.28:8-9), donde la salud de la cabeza se extiende a todo el cuerpo.

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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