​​En la vispera de su muerte, Jesús se reunió con sus discípulos en el aposento alto. Expresó un profundo anhelo de celebrar la Pascua con ellos antes de experimentar el sufrimiento. En un momento así, podríamos esperar que Jesús les  mirara buscando consuelo y apoyo, pero en vez de eso, Jesús actúa confortándolos a ellos.

    En el aposento alto, Jesús pronuncia su más largo discurso registrado acerca de la Persona y la obra del Espíritu Santo. En este discurso, Jesús promete que enviará al Espíritu Santo:

    Y yo rogaré al Padre, y Él os dará otro Consolador para que esté con vosotros para siempre; es decir, el Espíritu de verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque ni le ve ni le conoce, pero vosotros sí le conocéis porque mora con vosotros y estará en vosotros. No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros. (Juan 14:16-18)

    Aquí, Jesús habla de “otro Consolador”. La palabra traducida como “Consolador”, “Ayudador” o “Consejero” es la palabra griega paracleto.

    La primera cosa que notamos es que Jesús promete “otro” Paracleto. Esto significa que, claramente, el Paracleto prometido no es el primero en aparecer en la escena, porque si ha de haber “otro” de alguna cosa, al menos debe haber uno con anterioridad.
    Insisto en este punto porque en el lenguaje de la iglesia es habitual hablar del Espíritu Santo como el Paracleto. En verdad, el título de Paracleto es usado casi exclusivamente para el Espíritu Santo.
    Sin embargo, debemos insistir en que el Espíritu Santo no es el Paracleto. El Paracleto es Jesucristo. El rol de Paracleto jugado por Jesús es vitalmente importante para su ministerio inicial. El Espíritu Santo asume el título de “Otro Paracleto” a la luz de la ausencia de Jesús. El Espíritu es enviado para ser el “sustituto” o “relevo” inicial de Cristo. El Espíritu es el Vicario Supremo de Cristo en la tierra.

JESÚS COMO NUESTRO PARACLETO

Para entender el rol de Jesús como nuestro Paracleto, observemos la narración del nacimiento en el Evangelio de Lucas. En el relato de la presentación de Jesús en Jerusalén leemos lo siguiente:

    Y había en Jerusalén un hombre que se llamaba Simeón; y este hombre, justo y piadoso, esperaba la consolación de Israel; y el Espíritu Santo estaba sobre él. (Lucas 2:25)

    En este texto, la frase “consolación de Israel” funciona como un término aplicable al Mesías que vendría. A Simeón se le había prometido que “no vería la muerte sin antes ver al Cristo del Señor” (Lucas 2:26) (Ambas palabras Cristo en griego y Mesías en hebreo significan “ungido”).
    En el judaísmo del Antiguo Testamento, el concepto de la “consolación de Israel” expresa la esperanza de la salvación mesiánica. Consolar a su pueblo es una obra de Dios. Dios tiene el poder de transformar la desolación en consolación. Oímos la promesa de Dios en Isaías:

    Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén y decidle a voces que su lucha ha terminado, que su iniquidad ha sido quitada, que ha recibido de la mano del Señor el doble por todos sus pecados. (Isaías 40:1-2)

    La imagen del consuelo dado por Dios a su pueblo es expresada en la imagen del pastor:

    Como pastor apacentará su rebaño, en su brazo recogerá los corderos, y en su seno los llevará; guiará con cuidado a las recién paridas. (Isaías 40:11)

    La consolación de Jerusalén está vinculada a la imagen de Dios como una madre que consuela:

    Alegraos con Jerusalén y regocijaos por ella, todos los que la amáis; rebosad de júbilo con ella, todos los que por ella hacéis duelo, para que maméis y os saciéis del pecho de sus consolaciones (…) Como uno a quien consuela su madre, así os consolaré yo; en Jerusalén seréis consolados. (Isaías 66:10-13)

    El consolador más grande enviado por Dios para la consolación de su pueblo es su Siervo Sufriente. En la descripción que hace Isaías del rol del Siervo de Dios, leemos:

    El Espíritu del Señor Dios está sobre mí, porque me ha ungido el Señor para traer buenas nuevas a los afligidos; me ha enviado para vendar a los quebrantados de corazón, para proclamar libertad a los cautivos y liberación a los prisioneros; para proclamar el año favorable del Señor, y el día de venganza de nuestro Dios; para consolar a todos los que lloran, para conceder que a los que lloran en Sion se les dé diadema en vez de ceniza, aceite de alegría en vez de luto, manto de alabanza en vez de espíritu abatido. (Isaías 61:1-3)

    Estas palabras son repetidas parcialmente por Jesús en el Sermón del Monte: “Bienaventurados los que lloran, pues ellos serán consolados” (Mateo 5:4).
    El ministerio del Mesías incluye un ministerio de consolación. Él viene para sanar a los quebrantados de corazón y consolar a los que lloran. El Paracleto es el Mesías, Jesús mismo. Es sólo en su anunciado abandono de este mundo que Él proclama el envío de “otro” Paracleto.

¿QUÉ ES UN PARACLETO?

Aunque hemos esbozado un breve perfil del rol de consolación en el ministerio de Cristo, nos trasladamos ahora del concepto básico de consolación al título mismo de Paracleto.
    El término Paracleto tenía un uso rico y variado en el mundo antiguo. La palabra se deriva de un prefijo (para-) y una raíz (kalein) que, en conjunto, significan “uno que es llamado para estar al lado”.
    En el mundo antiguo, un paracleto era alguien llamado para prestar asistencia en un tribunal de justicia. El paracleto era un asesor legal que defendía la causa de una persona en la corte. Este es el sentido central en que se usa en 1 Juan:

    Hijitos míos, os escribo estas cosas para que no pequéis. Y si alguno peca, Abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. (2:1)

    Aquí, la palabra traducida como “Abogado” es Paracleto. En este pasaje, no hay duda de que es Jesús, y no el Espíritu Santo, quien es llamado Paracleto.
    En este pasaje, el Paracleto es un abogado ante el tribunal de Dios. La tremenda verdad del Nuevo Testamento es que cuando estemos ante el tribunal de Dios, el juez que presidirá nuestro juicio será Jesús. Al mismo tiempo, nuestro abogado defensor designado por la corte será también Jesús. No es un pensamiento espantoso ir a un juicio cuando uno está seguro en el conocimiento de que el juez es también nuestro abogado defensor.
    Encontramos una exposición gráfica del rol de Jesús como Abogado en el relato de la lapidación de Esteban:

    Y alborotaron al pueblo, a los ancianos y a los escribas, y cayendo sobre él, lo arrebataron y lo trajeron en presencia del concilio. Y presentaron testigos falsos que dijeron: Este hombre continuamente habla en contra de este lugar santo y de la ley. (Hechos 6:12-13)

    Esteban pasó por el remedo de un juicio en que se le imputaron cargos falsos. La asamblea terrenal se comportó como un tribunal incompetente. Luego de que Esteban pronunciara un resonante discurso en su defensa, sus jueces reaccionaron con una desenfrenada furia:

    Al oír esto, se sintieron profundamente ofendidos, y crujían los dientes contra él. (Hechos 7:54)

    En su ira y hostilidad, el apresurado tribunal se encolerizó fallando en contra de Esteban. En ese preciso momento, por la gracia de Dios, a Esteban se le dio una extraordinaria visión del tribunal celestial:

    Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, fijos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la diestra de Dios; y dijo: He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre de pie a la diestra de Dios. (Hechos 7:55-56)

    Esteban dijo “¡Miren!” Ciertamente, si él no hubiera estado fuera de sí en éxtasis por causa de la gloriosa visión que estaba disfrutando, se habría dado cuenta de que no había nada más inútil que decirles a sus acusadores que miraran. No era posible para ellos ver lo que Dios estaba permitiendo que los ojos de Esteban atestiguaran.
    Más allá de su entusiasta llamado a mirar, está la importancia crucial de lo que Esteban realmente vio. Vio a Jesús de pie a la diestra de Dios.
    La iglesia tiene una importante doctrina que se llama la Sesión (del latín sessio) de Cristo. La sesión de Cristo se refiere a su posición exaltada en la cual se encuentra sentado a la diestra de Dios. Esta sesión involucra la investidura de Cristo con una autoridad cósmica. Él ocupa el asiento de autoridad preeminente. Desde este asiento a la diestra de Dios, Jesús ejerce dominio real y poder judicial. Es tanto rey como juez.
    Sin embargo, en la visión de Esteban, Jesús no está sentado. Está de pie. En una sala de justicia, el juez está sentado sobre el estrado. La única vez en que el juez está de pie es cuando entra y sale de la sala. Durante el juicio mismo, el juez permanece sentado. Cuando la causa está siendo vista, el fiscal se pone de pie para interrogar a los testigos, dirigirse al jurado o aproximarse al estrado. Del mismo modo, el abogado defensor se pone de pie cuando es su turno de juzgar la causa.
    La ironía suprema de la visión de Esteban es que, en el momento mismo en que su tribunal terrenal le está condenando a muerte como un hereje teológico, el Príncipe de la Teología se levanta en el tribunal del cielo para defender la causa de Esteban ante el Padre. Cuando Jesús se pone de pie, se levanta como el Abogado de Esteban. Él es el Paracleto de Esteban en el cielo.
    Lo que Jesús hizo por Esteban no fue un evento aislado. Él hace lo mismo por todos los que son de su pueblo. Él es nuestro Abogado, aun ahora.
    El rol de Jesús como nuestro Abogado ante el Padre es tan importante que no nos atrevemos a dejarlo en oscuridad al entender el ministerio del Espíritu Santo como Paracleto.
    El Espíritu Santo es nuestro “otro” Paracleto, nuestro Abogado sagrado. En su rol como Paracleto, Él lleva a cabo más de una tarea.
    En primer lugar, el Espíritu Santo nos asiste al dirigirnos al Padre:

    Y de la misma manera, también el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; porque no sabemos orar como debiéramos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles; y aquel que escudriña los corazones sabe cuál es el sentir del Espíritu, porque Él intercede por los santos conforme a la voluntad de Dios. (Romanos 8:26-27)

    Uno de los ingredientes más vitales de la oración implica que nuestras oraciones deberían conformarse a la voluntad de Dios. La oración misma es una forma de adoración. Dios exige que nuestra adoración sea en espíritu y en verdad. Tal como gozamos de dos Abogados delante del Padre, tenemos dos intercesores ante Él. El Espíritu Santo nos asiste para orar apropiadamente al Padre.
    En la jerga popular secular, un abogado es a veces llamado “boquilla”. Recordamos el temor que le sobrevino a Moisés cuando Dios le llamó a guiar el Éxodo desde Egipto. Moisés se hallaba afligido por sus sentimientos de insuficiencia como orador. Exclamó delante de Dios:

    Por favor, Señor, nunca he sido hombre elocuente, ni ayer ni en tiempos pasados, ni aun después de que has hablado a tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua. Y el Señor le dijo: ¿Quién ha hecho la boca del hombre? ¿O quién hace al hombre mudo o sordo, con vista o ciego? ¿No soy yo, el Señor? Ahora pues, ve, y yo estaré con tu boca, y te enseñaré lo que has de hablar. (Éxodo 4:10-12)

    Al continuar Moisés protestando, Dios prometió darle a Aarón como portavoz:

    Y tú le hablarás, y pondrás las palabras en su boca; y yo estaré con tu boca y con su boca y os enseñaré lo que habéis de hacer. Además, él hablará por ti al pueblo. (Éxodo 4:15-16)

    Vemos aquí al Hacedor de la boca del hombre condescendiendo para ayudar a sus ceceantes hijos. El Espíritu Santo es nuestro Paracleto no sólo delante del Padre sino igualmente ante los seres humanos. Lo que Dios le promete a Moisés en el Antiguo Testamento es prometido, en su esencia, a todos los hijos de Dios en el Nuevo Testamento.
    Jesús prometió a sus discípulos que en sus momentos de crisis el Espíritu Santo estaría allí para asistirles al hablar delante de los hombres:

    Y cuando os lleven y os entreguen, no os preocupéis de antemano por lo que vais a decir, sino que lo que os sea dado en aquella hora, eso hablad; porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu Santo. (Marcos 13:11)

    Vemos entonces que el Espíritu Santo sirve como nuestro Abogado o Paracleto ante el Padre al igual que ante los tribunales de este mundo.
    Al mismo tiempo en que el Espíritu obra para defendernos, obra para declarar culpable de pecado al mundo. Es nuestro abogado defensor mientras al mismo tiempo ejerce el rol de fiscal contra el mundo:

    Y cuando Él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio; de pecado, porque no creen en mí; de justicia, porque yo voy al Padre y no me veréis más; y de juicio, porque el príncipe de este mundo ha sido juzgado. (Juan 16:8-11)

    Vemos entonces que, en su rol de Paracleto, la tarea primaria del Espíritu Santo es de carácter forense o legal. Esta dimensión de su actividad es coherente con su naturaleza y carácter. Él es el Espíritu de verdad y el Espíritu de santidad. El Espíritu da testimonio de la verdad de Cristo. No creer en Jesús es pecado. El mundo es declarado culpable del pecado de la incredulidad. Cuando el Espíritu enjuicia al mundo, está al mismo tiempo obrando para exculparnos a través de Cristo. El Espíritu Santo siempre permanece del lado de la verdad y la justicia.

Extracto del libro «El misterio del Espíritu Santo» de R.C. Sproul

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