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Los apóstoles se encuentran predicando al Cristo vivo en las iglesias incluso hoy mismo. Ellos han partido, pero su testimonio personal permanece con nosotros. Y tal testimonio personal— el cual ha llegado a toda alma, en todo lugar y en toda época como documento apostólico—es el testimonio que aún hoy es el instrumento en la mano del Espíritu Santo para llevar a las almas a la comunión de la Vida Eterna.

Si alguien dice, “La palabra de los apóstoles, en este sentido, ciertamente aún es efectiva; sin embargo, esta no trae como resultado la comunión con ellos ni se efectúa por medio de su comunión con Cristo, sino que, de manera más simple, nos apunta directamente al Salvador de nuestras almas,” nos oponemos enérgicamente a esta noción no bíblica.

Tal razonamiento ignora al cuerpo de Cristo y pasa por alto el hecho significativo del derramamiento del Espíritu Santo. No se trata de la salvación de unas pocas almas individuales, sino de la recolección del cuerpo de Cristo; y a ese cuerpo deben ser incorporados todos los que son llamados. Ya que el Rey de la Iglesia da Su Espíritu, no a personas separadas, sino exclusivamente a aquellos que son incorporados, y que el fluir del Espíritu Santo hacia Su cuerpo ocurrió en Pentecostés, principalmente en los apóstoles, por tanto, actualmente nadie puede recibir ningún don espiritual o influencia alguna del Espíritu Santo a menos que se encuentre en conexión vital con el cuerpo del Señor; y tal cuerpo no se puede concebir sin los apóstoles.

De hecho, la Palabra apostólica viene al alma en el día de hoy como testimonio de lo que ellos vieron, oyeron y palparon de la Palabra de Vida. En virtud de este testimonio se produce la obra en el interior de las almas, y estas se hacen manifiestas al ser incorporadas al cuerpo de Cristo. Y esta comunión se manifiesta como una comunión con el mismísimo cuerpo del cual los apóstoles son líderes, en cuyas personas fue derramado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés.

Sabemos que esta perspectiva—esta confesión, más bien—se encuentra en directa oposición a la perspectiva del metodismo, el cual ha impregnado a los hombres de toda clase y condición. Los deplorables resultados se han hecho evidentes de varias maneras. El metodismo ha matado el aprecio consciente por los sacramentos; es frío e indiferente con respecto a la comunión de la iglesia; ha cultivado un desprecio ilimitado por la verdad en la confesión. Mientras que el Señor nuestro Dios ha considerado necesario darnos una Santa Escritura extensa, formada por sesenta y seis libros, el metodismo se jacta de poder escribir su evangelio en una moneda. Este error no puede ser superado a menos que la Palabra de Dios sea nuevamente nuestra maestra y nosotros sus dóciles estudiantes. Entonces entenderemos…

  1. Que no son personas por separado las que están siendo rescatadas de las corrientes de la iniquidad, sino que un cuerpo será redimido.
  2. Que todos los que han de ser salvos serán incorporados a tal cuerpo.
  3. Que este cuerpo tiene como Cabeza a Cristo y a los apóstoles como sus líderes permanentes.
  4. Que el Espíritu Santo fue derramado sobre ese cuerpo en Pentecostés.
  5. Que incluso hoy cada uno de nosotros experimenta las acciones bondadosas del Espíritu Santo sólo a través de la comunión con este cuerpo.

La gloriosa palabra de Cristo es: “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos,” y será bien entendida sólo cuando estas cosas sean claras para el alma.

Entendiéndola en el otro sentido, esta palabra no nos entrega el más mínimo consuelo; porque, entonces, el Señor oró solamente por sus contemporáneos, aquellos que tuvieron el privilegio de oír personalmente a los apóstoles, y aquellos que se convirtieron por medio de su testimonio verbal, con lo cual quedamos completamente excluidos. Pero si entendiéramos esta petición en el sentido que hemos estado defendiendo, es decir, como si Cristo estuviese diciendo, “No oro solamente por Mis apóstoles, sino también por aquellos que creerán en Mí por medio de su testimonio, ahora y en todas las edades, tierras y naciones,” entonces esta petición adquiere mayor alcance, incluyendo aun una oración por cada hijo de Dios, incluso por aquellos que son llamados hoy desde nuestros propios hogares.

Cuando en el Apocalipsis de Juan echamos un vistazo a la cuidad celestial, la Nueva Jerusalén, con doce fundamentos y sobre ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero, podemos notar que la importancia única del apostolado está profundamente incrustada en el corazón del Reino. De ahí que su importancia no sea pasajera ni temporal, sino permanente e incluyendo a toda la Iglesia. Y cuando la guerra haya acabado y la gloria de la Nueva Jerusalén sea revelada, incluso en ese momento, en tal fruición celestial, la Iglesia descansará sobre el mismo cimiento sobre el cual fue edificada aquí; y, por lo tanto, llevará grabados sobre sus doce fundamentos los nombres de los santos apóstoles del Señor.

El apóstol Pablo tiene tan en alto al apostolado que en su Epístola a los Hebreos aplica el nombre de Apóstol al Señor Jesucristo. “Por tanto, hermanos santos, participantes del llamamiento celestial, considerad al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, Cristo Jesús.” El significado es perfectamente claro. Propiamente dicho, es Cristo mismo el que llama y testifica en Su Iglesia. Tal como el blanco rayo de luz se divide en muchos colores, así mismo Cristo se imparte a Sí mismo a Sus doce apóstoles, a quienes Él ha elegido como los instrumentos por medio de los cuales tiene comunión con Su Iglesia. Por tanto, los apóstoles no andan cada uno por su cuenta, sino que juntos constituyen el apostolado, cuya unidad no se encuentra en San Pedro ni en San Pablo, sino en Cristo. Si quisiéramos comprender al todo el apostolado en uno solo, tendría que ser en Él en quien está contenida la totalidad de los doce —el Apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra profesión, Cristo el Señor.

Si no captamos completamente estos pensamientos ni vivimos en ellos, no seremos capaces de entender las epístolas de San Pablo ni de apreciar su conflicto espiritual por mantener en alto el honor del apostolado en su misión celestial. Especialmente en sus epístolas a los Corintios y Gálatas, Pablo contiende valiente y efectivamente en este aspecto— pero de una manera que el metodista no puede ver ni oír. Éste se lamenta por el celo del apóstol, y dice: “Si Pablo hubiese hecho menos hincapié en su título y se hubiese concentrado más humildemente a la conversión de las almas, nuestra imagen de él sería mucho más preciosa.” Y desde su punto de vista, tiene mucha razón. Si los apóstoles son más importantes sólo por haber sido los primeros maestros y ministros de la Iglesia, no tiene sentido que San Pablo haya desperdiciado su energía reclamando un título inútil.

Sin embargo, el hecho innegable de que el gran esfuerzo de San Pablo no va en línea con nuestras ideas en el día de hoy, no nos debe hacer creer que el apóstol, simplemente porque no se amolda a nuestras opiniones, no tiene la razón. Por el contrario, debemos reconocer que no podemos sostener nuestra perspectiva sin condenar al apóstol y, por tanto, debemos abandonarla—mientras más pronto sea, mejor. San Pablo no debe amoldarse a nuestras ideas; al contrario, nuestras ideas deben ser modificadas o cambiadas por el pensamiento de San Pablo.

Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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