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«Nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo.»—1 Cor. xii. 3.

La última obra del Espíritu Santo en la Iglesia tiene referencia al gobierno.  La Iglesia es una institución divina. Es el cuerpo de Cristo, aunque se manifiesta de la forma más defectuosa; porque como el hombre, cuyo discurso es afectado por un ataque de parálisis, sigue siendo la misma persona educada que era antes, a pesar del defecto, así la Iglesia, cuyo discurso está dañado, sigue siendo el mismo cuerpo santo de Cristo. La Iglesia visible e invisible es una.

Hemos escrito en otra parte: “La Iglesia de Cristo es al mismo tiempo visible e invisible. Tal como un hombre es al mismo tiempo un ser perceptible e imperceptible sin ser de esa forma dos seres, así también la distinción entre la Iglesia visible e invisible de ninguna forma daña su unidad. Es una y la misma Iglesia, que según su esencia espiritual está escondida en el mundo espiritual, manifiesta sólo al ojo espiritual y que según su forma visible se manifiesta a sí misma externamente a los creyentes y al mundo.”

«Según su esencia espiritual e invisible la Iglesia es una en toda la tierra, una también con la Iglesia en el cielo. De igual manera es también una Iglesia santa, no solamente porque es hábilmente creada por Dios, dependiente totalmente de Sus influencias y obras divinas, sino también porque la adulteración espiritual y el pecado interior de los creyentes no pertenecen a ella, sino luchan contra ella. Según su forma visible, sin embargo, sólo se manifiesta a sí misma en fragmentos. Por lo tanto, es local, es decir, ampliamente esparcida; y las iglesias nacionales se originan porque estas iglesias locales forman tal conexión como lo demanda su propio carácter y sus relaciones nacionales. Combinaciones más extensas de iglesias sólo pueden ser temporales o extremadamente poco firmes y flexibles. Y estas iglesias, como manifestaciones de la iglesia invisible, no son una, ni tampoco santas; porque participan de las imperfecciones de toda la vida del mundo y son constantemente profanadas por el poder del pecado que socava interna y externamente su bienestar.”

Por lo tanto, el tema no puede ser presentado como si la Iglesia espiritual, invisible y mística fuese el objeto del cuidado y gobierno de Cristo, mientras los asuntos y la supervisión de la Iglesia visible son dejados a los placeres del hombre. Esto está en directa oposición a la Palabra de Dios. No existe una Iglesia visible y otra invisible; sino una Iglesia, invisible en lo espiritual y visible en el mundo material. Y mientras Dios cuida tanto el cuerpo como el alma, de la misma forma Cristo gobierna los asuntos externos de la Iglesia, tan ciertamente como con su gracia Él la nutre interiormente.

Cristo es el Señor; Señor no sólo del alma, ya que antes de que pueda ser eso debe ser Señor de la Iglesia como un todo. Cabe destacar que la predicación de la Palabra y la administración de los sacramentos pertenecen no a la economía interna de la Iglesia, sino a la externa; y ese gobierno eclesiástico sirve casi exclusivamente para mantener pura la predicación y a los sacramentos de ser profanados. Por lo tanto, no es oportuno decir: “Si la Palabra de Dios es predicada sólo en su pureza y los sacramentos son administrados correctamente, el orden eclesiástico es de menor importancia”; si se eliminan estos dos del orden eclesiástico, quedará muy poco de él.

La pregunta es, por lo tanto, si estos medios de gracia deben ser organizados según nuestro placer, o según la voluntad de Cristo. ¿Nos permite entretenernos con ellos según nuestras propias nociones o reprende y aborrece toda religión obstinada en satisfacer los deseos propios? Si la respuesta es la última, entonces también debe, desde el cielo, dirigir, gobernar y cuidar de Su Iglesia. Sin embargo, Él no nos obliga en esta materia; nos ha dejado la terrible libertad de actuar en contra de Su Palabra y de sustituir Su forma de gobierno por la nuestra. Y eso es exactamente lo que el desorientado mundo cristiano ha hecho una y otra vez. A través de la incredulidad, no mirando al Rey, frecuentemente lo ha ignorado, olvidado y destronado; ha establecido su propio régimen obstinado en Su Iglesia, hasta que al final el recuerdo mismo del legítimo Soberano se ha perdido.

La iglesia individual, aún consciente del reinado de Jesús, profesa doblegarse incondicionalmente a Su Palabra real tal como está contenida en las Escrituras. Por lo tanto, decimos que en la iglesia del estado de Holanda, cuyo orden eclesiástico no sólo carece de tal profesión, sino que también pone el poder legislativo supremo exclusivamente sobre los hombres, se burla del reinado de Cristo; que un embaucador ha usurpado su lugar, quien debe ser removido tal como está escrito: “Pero yo he puesto mi rey Sobre Sión, mi santo monte.” (Salmo 2:6)

Por lo tanto se debe sostener firmemente y sin miedo que Jesús es no sólo el Rey de las almas, sino también el Rey de su Iglesia; cuya absoluta prerrogativa es ser el Legislador en su Iglesia; y que el poder que compite por ese derecho debe ser enfrentado por el bien de la conciencia.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper  

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