Dios no te ha otorgado el poder de la santidad para que esté confinado detrás de unas puertas cerradas, sino para que salgas a la calle y visites a tus vecinos. Tu comportamiento y conversación con los demás deben ser santos y justos. En la Biblia, “justicia” y “vida recta” a menudo implican toda la responsabilidad del cristiano ante quienes le rodean. Estos términos se diferencian de “la piedad” que tiene como objeto inmediato a Dios; y de “la templanza” respecto de nosotros mismos. En conjunto “la gracia de Dios [que] se ha manifestado para salvación” nos enseña a vivir “en este siglo sobria, justa y piadosamente” (Tit. 2:11,12). Si se hiere una de estas virtudes, todas ellas mueren, y la vida de santidad se escurre por la herida abierta.
Es verdad que existe una justicia moral que nos acerca a la verdadera santidad, pero no existe una verdadera santidad que nos acerque a la justicia moral. También es verdad que no hay un mal cristiano que no sea hipócrita. O reniegas de tu bautismo, o maldices todo pensamiento de iniquidad. Hasta tal vez salieras mejor librado si dieras a conocer al mundo que no pretendes tener relación alguna con Cristo antes de practicar el pecado.
Algunos se preguntan si Arístides, Sócrates, Catón y otros paganos famosos por su justicia moral estarán en el Cielo o en el Infierno. ¿Pero cabe alguna duda acerca del destino de un cristiano impío en el otro mundo? El Infierno se abre más para recibirlo a él que a ningún otro. Pablo dice: “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios?” (1 Cor. 6:9). Igual podría decir: “¡No creas que hay sitio para esa clase de persona en el Cielo!”. ¿Qué esperanza queda, entonces, para la salvación de estos, cuya injusticia tiene mil veces más maldad y rebeldía que la de nadie?
Por su injusticia, los paganos serán acusados y condenados como rebeldes ante la ley de Dios. Pero el “cristiano” impío también será hallado culpable por el evangelio. El peor de los cargos será el que presenta el evangelio contra aquellos cuya injusticia, mientras profesaban la fe, los hace “enemigos de la cruz de Cristo” (Fil. 3:18). Si alguien buscara afanosamente la mayor expresión de desprecio contra la cruz de Jesús, Satanás mismo no podría ayudarle a expresarlo mejor que vistiéndose de una llamativa profesión de fe, para luego revolcarse en el barro de actos sórdidos y vulgares de injusticia. Eso hace que el mundo profano blasfeme el nombre de Cristo y aborrezca toda profesión de fe, al ver esta clase de suciedad en el comportamiento de uno que ha tomado el nombre de santo.
En un momento la lengua ora fervorosamente a Dios, y en el siguiente le miente al hombre. Los ojos leen las Sagradas Escrituras poco antes de correr tras un inconfesable deseo. A veces las manos que se alzaban devotamente al Cielo son las mismas que roban al vecino. ¿Cómo te llevarán los pies al culto el domingo para luego llevarte al trabajo el lunes, con el objeto de estafar a tus clientes?
En resumen, ¿crees que podrás persuadir al Cielo a pasar por alto tus actos injustos hacia el hombre por ejercer una apariencia externa de celo divino? ¿Borrará tu amor verbal y artificial hacia el Padre la malicia de tu corazón contra tu vecino? ¿Desplaza la devoción a Dios tu obligación de pagar tus deudas a los hombres? ¡No quiera Dios que te engañes de esta forma! Pero si lo haces, te doy el consejo de Pedro a Simón el Mago: “Arrepiéntete, pues, de esta tu maldad, y ruega a Dios, si quizás te sea perdonado el pensamiento de tu corazón” (Hch. 8: 22) .
En el nombre de Dios, encomiendo a todos los que llevan la armadura de Cristo, que tomen esta justicia a conciencia si no quieren caer bajo la venganza divina por las blasfemias que el mundo profiere a causa de la hipocresía. Es más, el poder de la santidad para con los demás se conservará cuando el cristiano vigile lo siguiente:
a. La santidad debe ser uniforme
Nuestra santidad hemos de vivirla a diario, distribuida uniformemente entre todas las responsabilidades para con los demás. La justicia corre, como la sangre por las venas, por todas las leyes de la segunda tabla de los Diez Mandamientos. El quinto mandamiento exige obediencia a los padres naturales, civiles y espirituales; el sexto trata de la conservación de la vida del vecino; el séptimo destaca la pureza; el octavo tiene que ver con la propiedad; el noveno protege el buen nombre; y el décimo nos enseña a frenar debidamente nuestros deseos.
La salud corporal se conserva manteniendo abiertos los conductos vitales, para que la sangre y otros fluidos esenciales circulen libremente. Si una obstrucción los bloqueara, pronto todo el cuerpo estaría en peligro. Del mismo modo, el espíritu y la vida de santidad se preservan con la diligencia del cristiano en mantener el corazón libre y dispuesto para desempeñar las distintas responsabilidades que le debe a su prójimo, mientras avanza por las diferentes sendas de cada mandamiento.
b. La santidad debe ser evangélica
La obediencia externa a la ley es un camino donde se encuentran judíos, cristianos y paganos caminando juntos. ¿Cómo distinguir al cristiano de los otros, cuando judíos y paganos también son hijos obedientes, ciudadanos leales y buenos vecinos?
La motivación y la meta final marcan la diferencia. Es habitual que los hombres deshonren a Cristo a la vez que tratan al vecino con respeto y honradez; y escogen portarse bien pero no por amor a Cristo. Sin este amor, se puede ser un pagano honrado y moral, pero nunca un cristiano.
Supongamos que alguien confía en su empleado para pagar cierta cantidad a un acreedor. El empleado lo hace, no por respeto al encargo ni por amor a su jefe, sino por temor a ser tenido por ladrón. Para el acreedor, él ha cumplido, pero ya está; su actitud deshonra a su jefe. Muchos deshonran así a Cristo diariamente: son minuciosos y justos en sus transacciones con vecinos y clientes, pero lo insultan a Él. El amor hace justicia por agradar al santo Hijo de Dios.
Cristo llamó al amor evangélico por el prójimo “un nuevo mandamiento” (Jn. 13:34). Este amor al prójimo se enciende con el amor de Dios para con nosotros. Es imposible cumplir un mandamiento sin amar primero a Cristo y hacerlo por Él: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Jn. 14:15).
Así como Dios puso su Nombre delante de los Diez Mandamientos, también Cristo puso el suyo ante la obediencia del cristiano a esos mandamientos. Debemos guardarlos, porque son Palabra y ley de Cristo, para ejemplificar nuestro amor por Aquel que nos ha redimido de la maldición, y sacado de la peor esclavitud.
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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall