En BOLETÍN SEMANAL
​El verdadero cristiano: La fe genuina se manifiesta en la vida; se manifiesta en la persona en general y también en lo que la persona hace. No debe haber contradicción entre el aspecto del hombre y su porte general frente a lo que dice y hace.

Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca. Descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa; y no cayó, porque estaba fundada sobre la roca. Pero cualquiera que me oye estas palabras y no las hace, le compararé a un hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena; y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina. (Mateo 7:24-27).

¿Cuáles son, pues, las características del verdadero cristiano? Dicho de forma positiva, es el que “hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos”. Nuestro Señor dice: “No todo el que me dice: Señor, Señor… sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos”. “Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente”. ¿Qué significa esto?

La primera parte de la respuesta es aclarar lo que no significa. Esto es sumamente importante. Obviamente no quiere decir ‘justificación por las obras’. Nuestro Señor no dice aquí que el verdadero cristiano es el que, habiendo escuchado el Sermón del Monte, lo pone en práctica y de este modo se hace cristiano. ¿Por qué es imposible esa interpretación? Por la buena razón de que las Bienaventuranzas la hacen completamente imposible. Al comienzo mismo, pusimos de relieve que el Sermón del Monte debe tomarse como un todo, y así debe ser. Comenzamos con las Bienaventuranzas y la primera afirmación es: “Bienaventurados los pobres de espíritu”. Podemos comenzar a tratar de conseguirlo hasta la muerte, pero nunca nos haremos ‘pobres de espíritu’, nunca podremos conformarnos a ninguna de las Bienaventuranzas. Es una imposibilidad completa, de modo que no puede querer decir justificación por obras. Luego tomemos el punto culminante al final del capítulo quinto: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto”. También esto es completamente imposible para el hombre con sus propias fuerzas y demuestra todavía más que este pasaje no enseña la justificación por obras. Si lo hiciera, contradeciría todo el mensaje del Nuevo Testamento que nos dice lo que no hemos conseguido hacer y que Dios lo ha hecho por nosotros enviando a su hijo al mundo —’para los hombres esto es imposible; mas para Dios todo es posible”. Nadie se justificará por medio de las obras de la ley, sino sólo por medio de la justicia de Jesucristo.

Tampoco enseña la perfección impecable. Hay personas que interpretan estas metáforas del final del Sermón del Monte, diciendo que significan que el único que puede entrar en el reino de los cielos o que le es permitido entrar, es el hombre que, habiendo leído el Sermón del Monte, pone en práctica todos sus detalles, siempre y en todas partes. También esto es obviamente imposible. Si la enseñanza fuera ésta, entonces podríamos estar seguros de que nunca ha habido ni habrá un verdadero cristiano en el mundo porque “todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios”. Todos hemos fallado. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros”. En consecuencia, lo que se afirma aquí no puede ser la perfección impecable.

¿De qué se trata pues? No es sino la doctrina que Santiago en su Carta sintetiza con las palabras, “La fe sin obras está muerta”. Es simplemente una definición perfecta de la fe. La fe sin obras no es fe, está muerta. La vida de fe no es vivir de forma indolente; la fe es siempre práctica. La diferencia entre fe y asentimiento intelectual es que éste simplemente dice. ‘Señor, Señor’, pero no cumple su Voluntad. Dicho de otro modo, yo no puedo ser cristiano a no ser que lo considere a Él como Señor mío, y me haga voluntariamente siervo suyo. Mis palabras son palabras vanas, porque de nada sirve decir ‘Señor, Señor’, a no ser que lo obedezca. La fe sin obras está muerta.

O, para decirlo de otro modo, la fe genuina se manifiesta en la vida; se manifiesta en la persona en general y también en lo que la persona hace.  No debe haber contradicción entre el aspecto del hombre y su porte general frente a lo que dice y hace. Lo primero que se nos dice acerca del cristiano en el Sermón del Monte es que debe ser ‘pobre de espíritu’, y si es ‘pobre de espíritu’, nunca tendrá el semblante de la persona orgullosa y satisfecha de sí misma. Otra cosa que se nos dice acerca de él es que llora por el pecado que ha cometido y que es manso. El hombre manso nunca tiene el aspecto de estar satisfecho consigo mismo. Estamos hablando de lo que aparenta antes de que diga o haga algo. La fe genuina siempre se manifiesta en el aspecto general de] hombre, en la impresión total que da, al igual que en las cosas concretas que dice y hace. A veces se ven personas que dicen, ‘Señor, Señor’, quienes dan casi la impresión al decirlo, de mostrarse condescendientes con Dios, tan llenos de sí mismos están, tan complacidos consigo mismos se sienten, tanta es su autoconfianza. No entienden lo que Pablo quiso decir cuando afirmó a la iglesia de Corinto, “Estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor”. Predicó el evangelio con un sentido de temor porque era el mensaje de Dios y era consciente de su propia indignidad y de la gravedad de la situación. No debemos olvidar que la fe se manifiesta tanto en el aspecto general del hombre como en lo que dice y habla.

La fe siempre se manifiesta en la totalidad de la personalidad. Podemos resumir esto con las palabras que encontramos en los capítulos primero y segundo de la primera carta de Juan, donde leemos, “Si decimos que tenemos comunión con Él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad”. “El que dice: yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él”. Podemos entender en qué se han equivocado los que sostienen que el Sermón del Monte no se nos puede aplicar, sino que se dirigió sólo a los discípulos del tiempo de nuestro Señor, y a los judíos de un reino futuro que ha de venir. Dicen que debe ser así, porque de lo contrario se nos pone de nuevo bajo la ley y no bajo la gracia. Pero las palabras que acabamos de citar de la primera carta de Juan, fueron escritas ‘bajo la gracia’ y Juan lo plantea concretamente así: si alguien dice, “Yo le conozco” – es decir la fe, creer en la gracia de Cristo, en el perdón gratuito del pecado – si alguien dice, “Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso”. Esto no es más que repetir lo que nuestro Señor dice en este pasaje acerca de los que entrarán en el reino de los cielos: “No todo el que me dice: Señor, Señor… sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos”. Y es el mensaje de todo el Nuevo Testamento. Él “se dio a sí mismo por nosotros”, le dice Pablo a Tito, “para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras”. Hemos sido salvados “para que fuésemos santos”. Nos ha apartado para prepararnos para sí mismo, y “todo aquel que tiene esta esperanza en Él, se purifica a sí mismo, así como Él es puro”. Ésta es la doctrina de la Biblia.

Extracto del libro: «El sermón del monte» del Dr. Martyn Lloyd-Jones

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