​Cuando la religión está tan plagada de impías supersticiones; cuando la adoración de Dios está corrompida y Su gloria oscurecida por horribles blasfemias; cuando el beneficio de la redención está frustrado por una multitud de perversas opiniones,  cuando el gobierno de la iglesia ha degenerado en mera confusión y devastación ... es cuando vino la Reforma, y hoy, al igual que aquella del Siglo XVI sigue estando vigente porque la Iglesia se ha degenerado de forma completa.

 1542 y 1543 fueron años en los cuales Calvino consideró necesario ocupar su pluma en una serie de cuestiones polémicas. En el año anterior, Albert Pighius, un dignatario holandés, escribió tres opúsculos, en el último de los cuales propugnó la doctrina del libre albedrío humano. Esto provocó una vigorosa réplica de Calvino, titulada «Una defensa de la pura y ortodoxa doctrina de la esclavitud de la voluntad humana» (1543). En ella aprueba plenamente la obra de Lutero sobre La esclavitud de la voluntad, que había aparecido dieciocho años antes, en la cual el Reformador alemán ataca los puntos de vista propugnados por otro holandés, el gran humanista Erasmo de Rotterdam.

La respuesta de Calvino disuadió a Pighius de sus antiguas opiniones. Esta fue seguida por una admonición mostrando las ventajas que la Cristiandad obtendría de un catálogo de reliquias, una sátira llena de deliciosas agudezas que ganó rápidamente una inmensa popularidad. Los que lean el Catálogo de Reliquias comprenderán por qué los amigos de Calvino encontraron en él tan excelente compañía y cómo, siendo tan severo y rígido consigo mismo, y tan bien auto-disciplinado, su dicho de que «nadie nos prohíbe reír o beber vino» no estaba fuera de su carácter como hombre.

 Al ridiculizar las imposturas con las que un público crédulo estaba siendo engañado, Calvino limita sus observaciones a las llamadas reliquias de las cuales tiene conocimiento. Los párrafos siguientes muestran en qué medida cumplió a veces su papel de excelente humorista. «Aunque muchos se esconden bajo el nombre de Constantino, el rey Luis o alguno de los papas, no son capaces de poder probar que se precisaron catorce clavos para fijar en la cruz a nuestro Salvador, que fue preciso trenzar todo un seto para hacer Su corona de espinas, que la punta de la lanza produjo tres heridas diferentes, que Su túnica se multiplicó de tal forma que se convirtió en tres, que metamorfoseó varias veces sus vestiduras para celebrar la última cena, o que una servilleta había producido otras como una gallina pone pollitos… El trozo de pescado asado que Pedro ofreció a Cristo cuando se le apareció en la orilla del mar tuvo que haber sido maravillosamente salado para que pudiera conservarse a través de tantos siglos. De esta forma, tenemos seis apóstoles, cada uno de los cuales tuvo dos cuerpos, y, por añadidura, la piel de Bartolomé se muestra en Pisa. Matías, sin embargo, sobrepasa a todos los demás porque tiene un segundo cuerpo en Roma, en la iglesia de Santa María la Mayor, y un tercero en Tréveris. Además tiene otra cabeza y otro brazo separado. El cuerpo de Sebastián se multiplicó en cuatro cuerpos, uno de los cuales está en Roma, en la iglesia de San Lorenzo; un segundo en Soissons, un tercero en Pilignum, en Bretaña, y el cuarto en las proximidades de Narbona, su lugar de nacimiento. Por añadidura tiene dos cabezas: una en Roma, en la iglesia de San Pedro, y otra en Tolosa, en posesión de los dominicos. Ambas cabezas, sin embargo, están vacías, si hay que dar crédito a los franciscanos de Angers, quienes declaran que tienen el cerebro. Los dominicos también tienen un brazo, y hay otro en Tolosa en la iglesia de los saturninos; otra en Casede, en la Auvernia; otra en Brissacc, al igual que muchos diminutos fragmentos que existen en varias iglesias. Cuando todas estas cosas han sido bien consideradas, se comprenderá que nadie es capaz de concebir dónde pueda estar el cuerpo de San Sebastián. Tan completamente están mezclados y desperdigados que es imposible tener los huesos de cualquier mártir sin correr el riesgo de venerar a los de cualquier bandido o ladrón, o puede que los de un perro, un caballo o un asno.»

El Pequeño tratado que muestra al fiel conocedor del Evangelio lo que tiene que hacer cuando está en medio de los papistas también apareció en el año 1543. Fue el primero de dos trabajos dirigido a corregir las opiniones de los «Nicodemitas», que sostenían que era permisible, en circunstancias peligrosas, ser seguidores del Evangelio en secreto e incluso asistir a misa, pero sin que el corazón diese su aprobación a ello. Al exponer, con su habitual perspicacia, la falsedad de sus argumentos, Calvino no ocultó el compasivo y tierno afecto que sentía por ellos. «Protesto ante Dios —escribe— que tan lejos estoy de reprocharles lo más mínimo a mis pobres hermanos que se encuentran en una tal situación, que más bien dentro de la piedad y la misericordia quiero encontrar argumentos para excusarles. Ruego a Dios para confortarles… Conozco que la mejor virtud es que caminen ante Dios en su sagrado temor, en medio de tal abismo y de las pruebas que tienen que soportar, y que si caen debería considerarles como merecedores de excusa mucho más que si fuese el caso de que yo cayera. Tan lejos estoy también de no considerarles como hermanos que no ceso de alabarles ante Dios en otros respectos, y ante los hombres, y sostener que merecen más que yo el que tengan un lugar en la Iglesia.» Con todo, ellos se quejaron de que en su condenación de conducta Calvino les había tratado duramente y que eso le resultó fácil hacerlo en circunstancias comparativamente seguras. Aquello hizo surgir su Defensa de los Nicodemitas (1544), en la cual Calvino condena todavía más fuertemente con términos más duros la lógica de compromiso y rechaza las inútiles críticas que hacen de él. Este trabajo tiene ciertas ráfagas de humor.

La promulgación con la fuerza de autoridad estatuida de veinticinco nuevos artículos de la fe por la Facultad de Sagrada Teología de París, concernientes a materias que habían sido controvertidas por los protestantes, tales como el libre albedrío, la justificación por las obras, la transustanciación, la veneración de los santos, el purgatorio y la primacía de la Santa Sede Romana, provocó un Antídoto de la pluma de Calvino (1543). Una vez más, el humor de Calvino y el sentido del ridículo se utilizan con sorprendente efecto. Tomando uno a uno los nuevos artículos, Calvino redacta primero la Prueba, que es, en efecto, una reductio ad absurdum, satíricamente basada en la jerga y argumentos típicos de la sofistería escolástica, colocando a los eruditos profesores de la Sorbona en una situación ridícula; después redactó el Antídoto, en donde con lenguaje sobrio señala, por vía de contraste, la enseñanza de la Escritura. El trabajo es, ciertamente, un ruego de que la solución de todas las cuestiones controvertidas se busque «en los puros oráculos de Dios» y no de los arbitrarios pronunciamientos de una iglesia autoritaria que afirma ser «equivalente a la Escritura o incluso (de acuerdo con los doctores) superior a ella en certeza». Las agudas y chistosas páginas de Calvino ocasionaron mucha risa a expensas de los «ilustrados maestros de París»; Por ejemplo, en el lugar donde «prueba» que esos profesores, «cuando se congregan en un cuerpo, son la Iglesia, porque, como en el Arca de Noé, ¡constituyen una multitud heterogénea de toda clase de animales!».

Al año siguiente, 1544, Calvino recibió una urgente súplica de Farel para responder al escrito de un anabaptista alemán llamado Huebmaier, traducción francesa que estaba siendo diseminada en el distrito de Neuchátel. «Sabemos —escribe Farel a Calvino— que está usted sobrecargado de trabajo y que tiene otras muchas cosas en qué ocuparse, especialmente en la exposición de la Sagrada Escritura.» No existía nadie a quien estos pastores se volvieran que fuese capaz de hacer lo que se precisaba con la facilidad y la efectividad con que lo hacía Calvino, aunque en las filas reformadas no escasearan, ni mucho menos, los buenos escritores y eruditos. Y así la imperiosa súplica de Farel —«todos hacen suya esta petición y sólo esperan que usted termine este trabajo»— hizo que Calvino interrumpiera sus ocupaciones para redactar la Breve instrucción para armar a todos los fieles contra los errores de la secta común de los anabaptistas, un trabajo que, aparte de su penetrante examen de la enseñanza de la Escritura, suministra una valiosa información concerniente a las distintas creencias y enseñanzas de la facción anabaptista. En 1545 vio la luz la publicación de otra obra polémica, Contra la fantástica y furiosa secta de los libertinos que se llaman a sí mismos espirituales. Las aberraciones que exponía Calvino eran de anabaptistas que predicaban el antinomianismo, justificaban las inmoralidades del grupo y hacían extravagantes afirmaciones de experiencias espirituales. Cosa de diecisiete años más tarde, al recibir de los cristianos reformados de Holanda un trabajo escrito por un libertino, Calvino compuso otra refutación de tales errores con el título de Réplica a cierto holandés que, bajo el pretexto de hacer cristianos muy espirituales, les permite mancharse el cuerpo con toda clase de idolatrías.

De los trabajos de Calvino en el campo de la controversia ninguno es mejor argumentado que su disertación sobre La necesidad de reformar la Iglesia (1544), una verdadera apología de la Reforma, presentada a Carlos V con ocasión de la Dieta Imperial de Spira, con el propósito de ganar la buena voluntad y la cooperación del Emperador en los objetivos que los reformadores intentaban lograr. El trabajo en toda su extensión es mesurado, digno y erudito, y, al igual que los demás escritos de Calvino, notable por la claridad y la franqueza de su lenguaje. Se pide al Emperador que considere esta disertación «como la petición común de todos aquellos que tan sensiblemente deploran la corrupción de la Iglesia». Calvino expone claramente las razones que hacen la reforma de la iglesia tan esencial y adecuada al tiempo; expone los principios y las enseñanzas características de la Reforma, responde a los cargos de novedad, cisma y herejía y expone los grandes errores y falta de base del sistema papal. «En un tiempo en que la verdad divina yacía enterrada bajo un vasto y espeso manto de nubes —dice—; cuando la religión está tan plagada de impías supersticiones; cuando la adoración de Dios está corrompida y Su gloria oscurecida por horribles blasfemias; cuando el beneficio de la redención está frustrado por una multitud de perversas opiniones, y los hombres, intoxicados con una fatal confianza en las obras, buscan la salvación en cualquier parte más bien que en Cristo; cuando la administración de los sacramentos está mutilada o destrozada, además de estar adulterada por la mezcla de numerosas supersticiones y, en parte, profanada por el tráfico de ganancias; cuando el gobierno de la iglesia ha degenerado en mera confusión y devastación; cuando aquellos que se asientan en el lugar de los pastores causan, primero, la mayor injuria a la Iglesia por sus vidas disolutas, y segundo, por ejercer la más cruel y la más dañina tiranía sobre las almas; por toda clase de errores, llevando a los hombres como reses al matadero, surgió Lutero y otros tras él, quienes con puntos comunes y hermanable unión buscaron caminos y medios para que la religión quedase purgada de todas esas profanaciones, la doctrina de la santidad restaurada en su integridad y la Iglesia elevada por encima de tan calamitoso estado a otro estado de más tolerable condición. La misma causa estamos persiguiendo hoy en día… Que sea examinada nuestra entera doctrina, nuestra forma de administrar los sacramentos y nuestro método de gobernar la Iglesia, y en ninguna de esas tres cosas se encontrará que hayamos hecho ningún cambio en la antigua forma, sino intentar restaurarla en la exacta medida de la Palabra de Dios.»

«Sea el resultado cual sea —concluye—, nunca nos arrepentiremos de haber empezado y de haber procedido hasta tan lejos. El Espíritu Santo es un testigo fiel en el que no cabe error acerca de nuestra doctrina. Sabemos, y yo lo proclamo, que es la verdad eterna de Dios lo que predicamos. Estamos deseosos, ciertamente, como debemos estarlo, de que nuestro ministerio pueda demostrar ser salutífero para el mundo; pero el realizarlo pertenece a Dios, no a nosotros.» Sin embargo, de ser el resultado de todo esto la muerte, «moriremos —declara Calvino—, pero aun muriendo seremos conquistadores, no sólo porque con toda seguridad pasamos a una mejor vida, sino porque sabemos que nuestra sangre será como una semilla que propague la divina verdad que los hombres desprecian ahora».

Extracto del libro: Calvino, profeta contemporáneo.  Artículo sobre «la pluma de Calvino» de  PHILIP EDGCUMBE HUGHES

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