En BOLETÍN SEMANAL
​En la hora de la muerte: Puede llegar el día cuando después de una larga lucha con la enfermedad, nos demos cuenta de que las medicinas ya no surten efecto y la muerte es cierta. ¿Qué será lo que nos sostendrá en aquella hora crucial?


«El que amas está enfermo.» (Juan 11:3)

Exhorto a los creyentes a que continuéis con el hábito de una comunión íntima con Cristo, ya que no debéis temer “ir demasiado lejos” en vuestra profesión de fe. Acordaos de esto si deseáis tener “una paz grande” en la hora de la enfermedad.

Observo con gran pesar la tendencia que algunos tienen de rebajar el nivel del cristianismo práctico, y la tendencia que muestran a denunciar lo que despectivamente llaman “puntos de vista extremos” en asuntos que atañen al testimonio cristiano. Exhorto al lector cristiano para que no se deje influenciar por estos criticismos; si al atravesar “el valle de sombra de muerte” desea tener luz, debe “guardarse sin mancha del mundo” y andar en estrecha comunión con Dios.

Esta falta de verdadera entrega al Señor por parte de muchos creyentes explica por qué en la prueba de la enfermedad y en la hora de la muerte tienen tan poco consuelo. El “ir a medias” y el estar “a buenas con todos” es algo que satisface a muchas personas, pero que ofende a Dios; y con ello lo que en realidad se hace es sembrar espinos en la almohada del lecho de muerte; y lo triste del caso es que muchos son los que descubren esto cuando ya es demasiado tarde. La superficialidad y poca profundidad espiritual de una profesión de fe se deja ver, de una manera muy patente, en la enfermedad.

Si realmente deseas “gran consolación” en la hora de la necesidad, no puedes contentarte con una unión superficial con Cristo (Hebreos 6:18). Debes tener algún conocimiento de lo que es una comunión experimental con Él. No olvides nunca que “unión” es una cosa y “comunión” es otra. Hay creyentes que saben lo que es la “unión” con Cristo, pero que no saben nada de la “comunión” con Cristo.

Puede llegar el día cuando después de una larga lucha con la enfermedad, nos demos cuenta de que las medicinas ya no surten efecto y la muerte es inevitable. Junto al lecho estarán nuestros familiares y amigos, pero nada podrán hacer para ayudarnos. Menguará rápidamente nuestra capacidad auditiva y visual, e incluso nuestra fuerza para la oración; el mundo con sus sombras se disolverá a nuestros pies y las realidades de la eternidad se irán levantando delante de nuestras mentes. ¿Qué será lo que nos sostendrá en aquella hora crucial? ¿Qué es lo que nos podrá hacer decir con el salmista: “No temeré mal alguno”? (Salmo 23:4). Nada, nada, a no ser una íntima comunión con Cristo. Cristo morando en nuestros corazones por la fe; Cristo extendiendo su diestra bajo nuestras cabezas; Cristo sentado a nuestro lado. Cristo, y sólo Cristo, puede darnos completa victoria en la última batalla.

Estrechemos más íntimamente los lazos de nuestra comunión con Cristo; amémosle más y más; vivamos totalmente consagrados a Él; sigámosle e imitémosle en todo. Si así lo hacemos no tardaremos en disfrutar de los frutos de su recompensa y en el atardecer de la muerte Él nos traerá luz. En la prueba de la enfermedad proporcionará paz; y en la vida venidera nos dará una corona incorruptible de gloria.

El tiempo es breve. La gloria de este mundo se pasa. Unas pocas enfermedades más, y todo habrá pasado. Unos pocos entierros más, y nuestro propio funeral tendrá lugar. Unas pocas tormentas más y ya habremos llegado a puerto seguro. Viajamos hacia un mundo donde no hay enfermedad; donde la separación, el dolor, el llanto y el luto, ya no se conocen. El cielo cada vez se llena más, y la tierra queda más vacía. Los amigos que tenemos allí ya son más numerosos que los que tenemos aquí. “Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá.” (Hebreos 10:37.) En su presencia habrá plenitud de goces. Cristo limpiará toda lágrima de los ojos de Su pueblo. El último enemigo que será destruido será la muerte, ¡pero será destruido! Un día la muerte misma morirá. (Apocalipsis 20:14)

Mientras tanto vivamos en la fe del Hijo de Dios; apoyémonos completamente en Cristo y gocémonos en el pensamiento de que Él vive para siempre. ¡Sí, Gloria a Dios! Aunque muramos, Cristo vive. Aunque familiares y amigos sean depositados en la fría tierra, ¡Cristo vive! El que abolió la muerte y trajo la vida y la inmortalidad a la luz, vive. Aquél que dijo: “¡Oh muerte, yo seré tu muerte; oh sepulcro, yo seré tu destrucción!” ¡vive! (Oseas 13:14). Aquel que un día cambiará el cuerpo de nuestra bajeza y lo transformará a semejanza del suyo, ¡vive! En salud o en enfermedad, en vida o en muerte, confiemos en Cristo. Motivos tenemos para decir continuamente: “Bendito sea Dios por Jesucristo.”

Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle

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