En BOLETÍN SEMANAL

Tengamos esto por indiscutible: que no hay hombre alguno, a no ser que el Espíritu Santo le haya instruido interiormente, que descanse de verdad en la Escritura; y aunque ella lleva consigo la credibilidad que se le debe para ser admitida sin objeción alguna y no está sujeta a pruebas ni argumentos, no obstante, alcanza la certeza que merece por el testimonio del Espíritu Santo. Porque, aunque en sí misma lleva una majestad que hace que se la reverencie y respete, sólo comienza realmente a tocarnos, cuando es sellada por el Espíritu Santo en nuestro corazón. Iluminados por la virtud del Espíritu Santo, ya no creemos por nuestro juicio ni por el de otros que la Escritura procede de Dios, sino que por encima de todo entendimiento humano, con toda certeza concluimos (como si en ella a simple vista viésemos la misma esencia divina) que nos ha sido dada por la boca misma de Dios a través del ministerio de los hombres.

No buscamos argumentos ni probabilidades en los que se apoye nuestro juicio, sino que sometemos nuestro juicio y entendimiento como a una cosa ciertísima y sobre la que no cabe duda alguna. Y esto no según tienen por costumbre algunos, que admiten a la ligera lo que no conocen, lo cual una vez que saben lo que es, les desagrada, sino porque sabemos muy bien y estamos muy ciertos de que tenemos en ella la verdad invencible. Ni tampoco como los ignorantes acostumbran a esclavizar su entendimiento con las supersticiones, sino porque sentimos que en ella reside y muestra su vigor una expresa virtud y poder de Dios, por el cual somos atraídos e incitados consciente y voluntariamente a obedecerle; aunque, con eficacia mucho mayor que la de la voluntad o ciencia humanas. Por eso, con toda razón Dios dice claramente por medio del profeta Isaías que (Is.43: 10) «vosotros sois mis testigos»; porque ellos sabían que la doctrina que les había sido propuesta procedía de Díos y que en esto no había lugar a dudas ni a réplicas. Se trata, por tanto, de una persuasión tal que no exige razones; y sin embargo, un conocimiento tal que se apoya en una razón muy poderosa, a saber: que nuestro entendimiento tiene tranquilidad y descanso mayor que con cualquier razón.

Finalmente, es tal el sentimiento, que no se puede engendrar más que por revelación celestial. No digo otra cosa sino lo que cada uno de los fieles experimenta en sí mismo, sólo que las palabras son, con mucho, inferiores a lo que requiere la dignidad del argumento, y son insuficientes para explicarlo bien.

– No hay más fe verdadera que la que el Espíritu Santo sella en nuestro corazón

Por ahora no me alargaré más, porque en otro lugar se ofrecerá otra vez ocasión de tratar esta materia. De momento contentémonos con saber que no hay más una verdad que es la que el Espíritu Santo imprime en nuestro corazón; todo hombre dócil y modesto se contentará con esto. Isaías promete a todos los hijos de la Iglesia (Is. 54:13) que, después de haber sido ella renovada, serán discípulos de Dios. Este es un privilegio singular que el Señor concede a los suyos para diferenciarlos de todo el género humano. Porque ¿Cuál es el principio de la verdadera doctrina, sino la prontitud y alegría que se debe tener para oír la Palabra de Dios?

Él exige por boca de Moisés ser oído, como está escrito (Dt. 30: 10-14): «No digas en tu corazón ¿Quién subirá al cielo, o quién descenderá al abismo? He aquí, la palabra está en tu boca». Si Dios ha querido que este tesoro de inteligencia estuviese escondido para sus hijos, no hay que maravillarse de ver en la gente vulgar tanta ignorancia y necedad. Llamo gente vulgar aun a los más selectos, mientras no sean incorporados a la Iglesia. Y lo que es más, habiendo dicho Isaías (Is. 53:1) que la doctrina de los profetas sería increíble, no sólo a los gentiles, sino también a los judíos, los cuales querían ser tenidos por familia de Dios, da luego la razón, y es, que el brazo de Jehová no será manifestado a todos. Por eso, cuantas veces nos entristeciere el ver cuán pocos son los que creen, recordemos por el contrario que los misterios de Dios no los comprende nadie más que aquél a quien le es concedido.


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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