En BOLETÍN SEMANAL

El segundo requisito de nuestra reconciliación con Dios era que el hombre, que con su desobediencia se había perdido, pudiera con el remedio de su obediencia satisfacer el juicio de Dios y pagar su deuda por el pecado. Apareció, pues, nuestro Señor Jesucristo como verdadero hombre, se revistió de la persona de Adán, y tomó su nombre poniéndose en su lugar para obedecer al Padre y presentar ante su justo juicio nuestra carne como satisfacción y sufrir en ella la pena y el castigo que habíamos merecido. En resumen, como Dios solo no puede sentir la muerte, ni el hombre solo vencerla, unió la naturaleza humana con la divina para someter la debilidad de aquélla a la muerte, y así purificarla del pecado y obtener para ella la victoria con la potencia de la divina, sosteniendo el combate de la muerte por nosotros.

De ahí que los que privan a Jesucristo de su divinidad o de su humanidad menoscaban su majestad y gloria y oscurecen su bondad. Y, por otra parte, no infieren menor injuria a los hombres al destruir su fe, que no puede tener consistencia, si no descansa en este fundamento.

Cristo, hijo de Abraham y de David.

Asimismo, era necesario que el Redentor fuera hijo de Abraham y de David, como Dios lo había prometido en la Ley y en los Profetas. De lo cual las almas piadosas sacan otro fruto; a saber, que por el curso de las generaciones, guiados de David a Abraham, comprenden mucho más perfectamente que nuestro Señor es aquel Cristo tan celebrado en las predicciones de los Profetas.  

Conclusión.

 Mas, sobre todo conviene que retengamos, como lo acabo de decir, que el Hijo de Dios nos ha dado una excelente prenda de la relación que tenemos con Él en la naturaleza que participa en común con nosotros, y en que habiéndose revestido de nuestra carne, ha destruido la muerte y el pecado, a fin de que fuesen nuestros el triunfo y la victoria; y que ha ofrecido en sacrificio la carne que de nosotros había tomado, para borrar nuestra condenación expiando nuestros pecados, y aplacar la justa ira del Padre.

Refutación de una vana especulación

El que considere estas cosas con la atención que merecen, despreciará ciertas extravagantes especulaciones que llevan tras de sí a algunos espíritus ligeros y amigos de novedades. Tal es la cuestión que algunos suscitan afirmando que, aunque el género humano no hubiera tenido necesidad de redención, sin embargo, Jesucristo no hubiera dejado de encarnarse.

Convengo en que ya al principio de la creación y en el estado perfecto de la naturaleza, Cristo fue constituido Cabeza de los ángeles y de los hombres. Por eso san Pablo le llama «el Primogénito de toda creación» (Col. 1:15). Mas como toda la Escritura claramente afirma que se ha revestido de nuestra carne para ser nuestro Redentor, sería notable temeridad imaginarse otra causa o fin distintos.

Es cosa manifiesta que Cristo ha sido prometido para restaurar el mundo, que estaba arruinado, y socorrer a los hombres, que se habían perdido. Y así su imagen fue figurada bajo la Ley en los sacrificios, para que los fieles esperasen que Dios les fuera favorable, reconciliándose con ellos por la expiación de los pecados.

Como quiera que, a través de todos los siglos, incluso antes de que la Ley fuese promulgada, jamás fue prometido el Mediador sino con sangre, de aquí deducimos que fue destinado por el eterno consejo de Dios para purificar las manchas de los hombres, porque el derramamiento de sangre es señal de reparación de las ofensas. Y los profetas no han hablado de Él, sino prometiendo que vendría para ser la reconciliación de Dios con los hombres. Bastará para probarlo el célebre testimonio de Isaías, en que dice que será herido por nuestras rebeliones, para que el castigo de nuestra paz sea sobre Él; y que será sacerdote que se ofreciese a sí mismo en sacrificio; que sus heridas serán salvación para otros, y que por haber andado todos descarriados como ovejas, quiso Dios afligirlo, para que llevase sobre sí las iniquidades de todos (Is. 53:46).

Cuando se nos dice que a Jesucristo se le ordenó por un decreto divino socorrer a los miserables pecadores, querer investigar más allá de estos límites es ser excesivamente curioso y necio. Él mismo, al manifestarse al mundo, dijo que la causa de su venida era aplacar a Dios y llevarnos de la muerte a la vida. Lo mismo declararon los apóstoles. Por eso san Juan, antes de referir que el Verbo se hizo carne, cuenta la transgresión del hombre (Jn. 1:9-10). Pero lo mejor es que oigamos al mismo Jesucristo hablar acerca de su misión. Así cuando dice: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquél que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Jn. 3:16). Y: “Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren vivirán» (Jn.5:25). Y: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá» (Jn. 11:25). Y: «El Hijo del Hombre ha venido para salvar lo que se había perdido» (Mt. 18:11). Y: “Los sanos no tienen necesidad de médico» (Mt. 9:12). Sería cosa de nunca acabar querer citar todos los pasajes relativos a esta materia. Todos los apóstoles nos remiten a este principio.

Evidentemente, si Cristo no hubiera venido para reconciliarnos con Dios, su dignidad sacerdotal perdería casi todo su sentido; ya que el sacerdote es interpuesto entre Dios y los hombres «para que presente ofrendas y sacrificios por los pecados» (Heb. 5:1). No sería nuestra justicia, porque fue hecho sacrificio por nosotros para que Dios no nos imputase nuestros pecados (2 Cor. 5:19). En una palabra; sería despojarle de todos los títulos y alabanzas con que la Escritura lo ensalza. Y asimismo dejaría de ser cierto lo que dice san Pablo, que Dios ha enviado a su Hijo para que hiciese lo que nosotros no podíamos hacer ante ña Ley, a saber, que en semejanza de carne de pecado la satisfaciera por nosotros (Rom.3:8). Ni tampoco sería verdad lo que el mismo Apóstol enseña en otro lugar diciendo que la bondad de Dios y su inmenso amor a los hombres se han manifestado en que nos ha dado a Jesucristo por Redentor.

Finalmente, la Escritura no señala ningún otro fin por el que el Hijo de Dios haya querido encarnarse, y para el cual el Padre le haya enviado, sino éste de sacrificarse, a fin de aplacar al Padre (Tito 2:14). «Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y que se predicase en su nombre el arrepentimiento» (Lc. 24:46-47). Y: «por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida.. por las ovejas. Este mandamiento recibí del Padre» (Jn. 10:17,15,18). Y: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado» (Jn.3:14). Asimismo: “Padre, sálvame de esta hora. Mas para esto he llegado a esta hora» (Jn. 12:27). En todos estos pasajes claramente se indica el fin por el que se ha encarnado: para ser víctima, sacrificio y expiación de los pecados. Por esto también dice Zacarías que vino, conforme a la promesa que había hecho a los patriarcas, “para dar luz a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte» (Lc. 1:79).

Recordemos que todas estas cosas se dicen del Hijo de Dios, del cual san Pablo afirma que en Él «están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» (Col. 2:3), y fuera del cual él se gloría de no saber nada (1Cor.2:2).

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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