En ARTÍCULOS

La salvación de un alma, en su ser personal, es una obra eterna, ininterrumpida y continua, cuyo punto de partida es el decreto de Dios y su punto final es la glorificación delante del Trono de Dios. No contiene nada formal ni mecánico. No hay un periodo de dieciocho siglos previos durante el cual Dios está preparando la gracia objetiva sin llevar a cabo ninguna obra de gracia sobre el individuo. Tampoco hay salvación preparada sólo para posibles almas cuya salvación permanecía incierta. No, el amor de Dios nunca obra hacia lo desconocido. Él es perfecto y Sus caminos son perfectos; por tanto, Su amor siempre contiene la elevada y santa marca: proceder de corazón a corazón, de persona a persona, conociendo y leyendo a la persona con conocimiento perfecto. Durante los tiempos en que Caín fue juzgado; mientras Noé y su familia aguardaban en el arca; mientras Abraham fue llamado y Moisés conversaba con Jehová cara a cara; mientras los videntes profetizaban; el Bautista apareció en público, Jesús subió al calvario y San Juan veía visiones, durante estos tiempos Dios nos conocía (si somos Suyos), la presión de Su amor se dirigía firmemente hacia nosotros, nos llamó antes de existir para que llegásemos a existir, y cuando llegamos a existir, guio cada uno de nuestros días. Cuando nos rebelamos contra Él y Él apartó Su rostro de nosotros, aun ahí, nos guio  como nuestro pastor, fiel y verdadero. Sin duda todas las cosas deben ayudar a bien a los que aman a Dios, incluso las vidas y características de sus ancestros—ya que ellos son los llamados de acuerdo a Su propósito.

En vez de ser frío y formal, es un acto de amor, lleno de vida, derramándose, desprendiéndose hacia fuera. Desde su fuente en las montañas más altas, atravesando incontables montes para alcanzarte, fluye el amor divino, sin descansar, hasta derramarse en tu alma. Por eso el apóstol se jacta de que finalmente el amor encontró su bendito fin en su Persona y en la amada iglesia que estaba en Roma. “Ahora tenemos paz con Dios, porque el amor de Dios (que se mueve hacia nosotros desde la eternidad) finalmente nos ha alcanzado, y es derramado en nuestros corazones.” Esto no quiere decir que nosotros poseamos un amor puro, sino que el amor de Dios por Sus escogidos, habiendo descendido de lo alto, venciendo todo obstáculo, se ha derramado en las profundas cavidades de nuestros corazones regenerados.

A esto Él le suma la gracia de lograr que el alma entienda, beba, y deguste de este amor. Y cuando el alma contrita y llena de lástima se pierde en los deleites del amor y la adoración de su eterna compasión, la gloria de Dios resplandece con mayor brillo y su deleite con los hijos de los hombres se completa.

Sin embargo, cuando el Dios Trino anticipa la llegada y glorificación de los santos desde antes de la fundación del mundo, las Escrituras revelan claramente que esta llegada y glorificación es la obra del Espíritu Santo. El amor de Dios es derramado en nosotros por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.

Las Escrituras le dan un lugar prominente a la obra del Espíritu Santo; no para excluir la obra del Padre y del Hijo, sino para que esta obra personal sea solamente ejercida por el Espíritu Santo. La Escritura lo presenta con tanta fuerza que el Catecismo no se equivoca al explicar tres puntos de nuestra santa fe: de Dios el Padre y nuestra Creación; de Dios el Hijo y nuestra Redención, y de Dios el Espíritu Santo y nuestra Santificación. Y esto no es de sorprenderse, pues:

En primer lugar, como ya hemos visto, en la economía del Dios Trino, es el Espíritu Santo quien mantiene el contacto más cercano con la criatura y lo llena de Sí mismo. Luego, es Su labor peculiar entrar en el corazón del hombre, y allí en sus recesos íntimos, proclamar las gracias de Dios hasta que él cree.

Segundo, Él lleva toda la obra del Dios Trino a su consumación. Es así como Él perfecciona la obra de la gracia objetiva mediante la salvación de las almas, realizando su propósito final.

Tercero, Él aviva. Pasando por encima de las aguas del caos, respira aliento de vida en el hombre. En perfecta armonía con esto, el pecador, muerto en delitos y pecados, no puede vivir a menos que sea avivado por el Espíritu de Avivamiento, a quien la Iglesia siempre ha invocado, diciendo: “Veni, Creator Spiritus.”

Cuarto, Él toma lo de Cristo y lo glorifica. El Hijo no distribuye Sus tesoros, sino el Espíritu Santo. Y ya que todo el plan de salvación de los redimidos consiste en el hecho de que hombres muertos y corazones marchitos sean unidos a Cristo, la fuente de Salvación, debemos alabar al Espíritu Santo por llevar a cabo esta obra.

Luego, en el deseo constreñido de amor divino por la salvación individual de criaturas escogidas, pero a la vez perdidas, la obra del Espíritu Santo ocupa, evidentemente, el lugar más distinguido. Nuestro conocimiento de Dios no es completo a menos que a Él lo conozcamos como la bendita Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero “como nadie llega al Padre sino es por Mí,” (Juan 14:6) y “nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quiera revelar,” nadie puede venir al Hijo si no es por medio del Espíritu Santo y nadie puede conocer al Hijo si el Espíritu Santo no se lo revela.

Pero esto no implica en absoluto la separación, aun en pensamiento, entre las Personas Divinas. Esto destruiría la confesión de la Trinidad, substituyéndolo por la falsa creencia del triteísmo. ¡No! Es el mismo Dios eternamente subsistiendo en tres Personas. La verdad de nuestra confesión brilla en el entendimiento de la unidad de la Trinidad. El Padre jamás se encuentra sin el Hijo, ni el Hijo sin el Padre. Y el Espíritu Santo jamás podría venir a nosotros o trabajar en nosotros si el Padre y el Hijo no cooperan con Él.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper 

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