En BOLETÍN SEMANAL

La importancia y responsabilidad de las causas secundarias en el pasado y en el futuro:

El hombre que teme a Dios no dejará de tener en cuenta las causas secundarias. Porque aunque consideremos como ministros de la liberalidad de Dios a aquellos de quien recibimos algún beneficio o merced, no por eso hemos de tenerlos en menos, como si ellos no hubiesen merecido con su humanidad que se lo agradezcamos; por el contrario, reconoceremos que les somos deudores y les estamos obligados, y nos esforzaremos en hacer otro tanto por ellos conforme a la posibilidad y oportunidad que se nos ofreciere. En conclusión, glorificaremos y ensalzaremos a Dios por los beneficios que de Él recibimos, y lo reconoceremos como autor principal de ellos; pero también honraremos a los hombres como ministros y dispensadores de los beneficios de Dios, y debemos de darnos cuenta de que ha querido que nos sintamos agradecidos a ellos, pues se ha mostrado nuestro bienhechor por medio de ellos.

Si por negligencia o inadvertencia nuestra sufrimos algún daño, tengamos por cierto que Dios así lo ha querido; sin embargo, no dejemos de echarnos la culpa a nosotros mismos. Si algún familiar o amigo nuestro, de quien habíamos de cuidar, muere por nuestra negligencia, aunque no ignoremos que había llegado al término de su vida del cual no podía pasar, sin embargo, no podemos por eso excusarnos de nuestro pecado; sino que por no haber cumplido con nuestro deber hemos de sentir su muerte como si se debiera a nuestra culpa y negligencia.  Y mucho menos nos excusaremos, usando como pretexto la providencia de Dios, cuando cometiéremos un homicidio o latrocinio por engaño o malicia deliberada; sino que en el mismo acto consideraremos como distintas la justicia de Dios y la maldad del hombre, como de hecho ambas se muestran con toda evidencia.

En cuanto a lo porvenir, tendremos en cuenta de modo particular las causas inferiores de las que hemos hablado. Tendremos como una bendición de Dios, que nos dé los medios humanos para nuestra conservación. Por ello no dejaremos de deliberar y pedir consejo, ni seremos perezosos en suplicar el favor de aquellos que pueden ayudarnos; más bien pensaremos que cuanto las criaturas pueden ayudarnos, es Dios mismo quien lo pone en nuestras manos, y usaremos de ellas como de legítimos instrumentos de la providencia de Dios. Y como no sabemos de qué manera han de terminar los asuntos que tenemos entre manos – excepto el saber que Dios mira en todo por nuestro bien – nos esforzaremos por conseguir lo que nos parece útil y provechoso, en la medida en que nuestro entendimiento lo comprende. Sin embargo, no hemos de tomar consejo según nuestro propio juicio, sino que hemos de ponernos en las manos de Dios y dejarnos guiar por su sabiduría para que ella nos encamine por el camino recto.

Pero tampoco hemos de poner nuestra confianza en la ayuda y los medios terrenos de tal manera, que cuando los poseamos nos sintamos del todo tranquilos, y cuando nos falten, desfallezcamos, como si ya no hubiese remedio alguno. Pues siempre hemos de tener nuestro pensamiento puesto en la providencia divina, y no hemos de permitir que nos aparte de ella la consideración de las cosas presentes. De esta manera Joab, aunque sabía que el suceso de la batalla que iba a dar dependía de la voluntad de Dios y estaba en su mano, con todo no se durmió, sino que diligentemente puso por obra lo que convenía a su cargo y era obligación suya, dejando a Dios lo demás y el resultado que tuviere a bien dar. «Esforcémonos», dice, «por nuestro pueblo, y por las ciudades de nuestro Dios; y haga Jehová lo que bien le pareciere» (2 Sam. 10:12).

Este pensamiento nos despojará de nuestra temeridad y falsa confianza, y nos impulsará a invocar a Dios de continuo; asimismo regocijará nuestro espíritu con la esperanza, para que no dudemos en menospreciar varonil y constantemente los peligros que por todas partes nos rodean.

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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