En BOLETÍN SEMANAL

Hay diversos asuntos a tener en cuenta.

Cristo ha llevado en su alma la muerte espiritual que nos era debida.

Nada hubiera sucedido si Jesucristo hubiera muerto solamente de muerte corporal. Pero era necesario a la vez que sintiese en su alma el rigor del castigo de Dios, para oponerse a su ira y satisfacer su justo juicio. Por lo cual convino también que combatiese con las fuerzas del infierno y que luchase a brazo partido con el horror de la muerte eterna. Antes hemos citado la afirmación del profeta, que el castigo de nuestra paz fue sobre Él, que fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados (ls.53:5). Con estas palabras quiere decir que ha salido fiador y se hizo responsable, y que se sometió, como un delincuente, a sufrir todas las penas y castigos que los malhechores habían de padecer, para librarlos de ellas, exceptuando el que no pudo ser retenido por los dolores de la muerte (Hch. 2,24). Por tanto, no debemos maravillarnos de que se diga que Jesucristo descendió a los infiernos, puesto que padeció la muerte con la que Dios suele castigar a los perversos en su justa cólera.

Muy frívola y ridícula es la réplica de algunos, según los cuales de esta manera quedaría pervertido el orden, pues sería absurdo poner después de la sepultura lo que la precedió. En efecto, después de haber referido lo que Jesucristo padeció públicamente a la vista de todos los hombres, viene muy a propósito exponer aquel invisible e incomprensible juicio que sufrió en presencia de Dios, para que sepamos que no solamente el cuerpo de Jesucristo fue entregado como precio de nuestra redención, sino que se pagó además otro precio mucho mayor y más excelente, cual fue el padecer y sentir Cristo en su alma los horrendos tormentos que están reservados para los condenados y los réprobos.

 Cristo ha sufrido en su alma los dolores de nuestra maldición.

En este sentido dijo Pedro, que Cristo resucitó «sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella» (Hch. 2:24). No se nombra meramente la muerte, sino que expresamente se dice que el Hijo de Dios fue cercado por los dolores y angustias, que son fruto de la maldición y la ira de Dios, la cual es el principio y el origen de la muerte. Porque, ¿qué mérito hubiera tenido que Él se hubiese ofrecido a sufrir la muerte sin experimentar dolor ni padecimiento alguno, sino como si se tratara de un juego? En cambio fue un verdadero testimonio de su misericordia no rehusar la muerte hacia la que sentía tanto horror. Y no hay duda alguna que esto mismo quiso dar a entender el Apóstol en la epístola a los Hebreos, al decir que Jesucristo “fue oído a causa de su temor» (Heb. 5:7). Otros traducen: «reverencia» o «piedad»; pero la misma gramática y el tema que allí se trata muestran cuán fuera de propósito están.

Así que Jesucristo, orando con lágrimas y con grande clamor, fue oído a causa de su temor; no para ser eximido de la muerte, sino para no ser ahogado por ella como pecador, puesto que entonces nos representaba a nosotros. Ciertamente no se puede imaginar abismo más espantoso, ni que más miedo deba infundir al hombre, que sentirse dejado y desamparado por Dios, y que, cuando se le invoca, no oye; como si Dios mismo conspirara para destruir a tal hombre. Pues bien, vemos que Jesucristo se vio obligado, a fuerza de la angustia, a gritar diciendo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mt. 27:46; Sal. 22:l). Pues la opinión de algunos, que Cristo dijo esto más en atención a los otros que por la aflicción que sentía, no es en modo alguno verosímil; pues claramente se ve que este grito surgió de la honda angustia de su corazón.

Con esto, sin embargo, no queremos decir que Dios le fuera adverso en algún momento, o que se mostrase airado con Él. Porque, ¿cómo iba a enojarse el Padre con su Hijo muy amado, en quien Él mismo afirma que tiene todas sus delicias (Mt. 3:17)? 0 ¿cómo Cristo iba a aplacar con su intercesión al Padre con los hombres, si le tenía enojado contra sí? Lo que afirmamos es que Cristo sufrió en sí mismo el gran peso de la ira de Dios, porque, al ser herido y afligido por la mano de Dios, experimentó todas las señales que Dios muestra cuando está airado y castiga. Por eso dice san Hilario, que con esta bajada a los infiernos nosotros hemos conseguido el beneficio de que la muerte quede muerta. …

 Convino, pues, que Jesucristo venciese el temor que naturalmente aflige y angustia sin cesar a todos los hombres; lo cual no hubiera podido realizarse, más que peleando. Y que la tristeza y angustia de Jesucristo no fue corriente, ni concebida sin gran motivo, luego se verá claramente. En resumen, Jesucristo combatiendo contra el poder de Satanás, contra el horror de la muerte, y contra los dolores del infierno alcanzó sobre ellos la victoria y el triunfo, para que nosotros no temiésemos ya en la muerte aquello que nuestro Príncipe y Capitán deshizo y destruyó.

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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