En BOLETÍN SEMANAL
​¿Por qué enfermamos? ¿Qué aprendemos de este hecho indiscutible del predominio universal de la enfermedad? ¿Qué explicación podemos darle? ¿A qué se debe? ¿Qué respuesta daremos a nuestros hijos cuando nos interroguen sobre el porqué la gente enferma y muere? Estas preguntas son importantes, y requieren nuestra consideración.


«El que amas está enfermo.» (Juan 11:3)

La enfermedad se encuentra en todas partes: en Europa, en Asia, en África, en América; en los países cálidos y en los pases fríos; en las naciones civilizadas y también entre las tribus salvajes; tanto los hombres como las mujeres y los niños enferman y mueren.

La enfermedad se da en todas las clases sociales y también entre los cristianos; la gracia no eleva al creyente al plano de la salud perfecta. El dinero no puede comprar la inmunidad a las enfermedades; el rango tampoco puede evitar sus asaltos. Los reyes y los súbditos, eruditos e ignorantes, maestros y sabios, doctores y pacientes, pastores y congregaciones, todos sin excepción caen a los pies de este adversario. “Las riquezas del rico son su ciudad fortificada” (Proverbios 18:11); a la casa del inglés se la llama “su castillo”, pero no hay puerta ni barras que puedan mantener fuera a la enfermedad y a la muerte.

Hay enfermedades de cualquier clase y descripción. Desde la planta del pie hasta la cabeza, estamos predispuestos a cualquier enfermedad; y la capacidad de sufrimiento que tiene el hombre es algo verdaderamente triste de contemplar. ¿Quién puede contar el número de dolencias que asaltan el cuerpo humano? “¡Qué maravilloso que un arpa de mil cuerdas esté a tono durante tantos años!”. Me maravilla más que el hombre viva tanto, que el hecho de que su vida sea tan corta.

A menudo la enfermedad es una de las pruebas más angustiosas y humillantes que pueden sobrevenirle al hombre. Puede volver el vigor del hombre fuerte a un nivel inferior al del niño y hacer que, para él, “el peso de la langosta sea una carga” (Eclesiastés 12:5). Puede dejar sin nervio al más atrevido y valiente, y que tiemble al caer una aguja. El cuerpo humano está maravillosamente formado y diseñado (Salmo 139:14). La relación entre la mente y el cuerpo es realmente íntima, y la influencia que algunas enfermedades pueden tener sobre el temperamento y el estado de ánimo es inmensa. Hay dolencias del cerebro, del hígado y de los nervios que de tal modo pueden repercutir en el organismo, como para transformar una mente salomónica a un nivel no superior al de un infante. Quien desee saber a qué profundidades la enfermedad puede humillar al mortal, sólo tiene que cuidar por poco tiempo a algunos enfermos.

La enfermedad, tarde o temprano, pondrá fin a nuestra vida. La duración de la vida puede prolongarse, y ello gracias a la habilidad de los médicos y los nuevos remedios y medicamentos. Pero a pesar de todo, la enfermedad vendrá y con ella la muerte. “Los días de nuestra edad son setenta años; y si en los más robustos son ochenta años, con todo su fortaleza es molestia y trabajo porque pronto pasan y volamos” (Salmo 90:10). Este testimonio es verdadero; ya era así hace más de 3.000 años, y es así aún hoy en día.

¿Qué aprendemos de este hecho indiscutible del predominio universal de la enfermedad? ¿Qué explicación podemos darle? ¿A qué se debe? ¿Qué respuesta daremos a nuestros hijos cuando nos interroguen sobre el por qué la gente enferma y muere? Estas preguntas son importantes, y requieren nuestra consideración. ¿Podemos suponer que Dios creó al hombre con una naturaleza predispuesta al dolor y a la enfermedad?

¿Podemos imaginar que Aquél que creó un Universo de tanto orden, fuera también el creador de sufrimientos y dolor innecesarios? ¿Podemos pensar que Aquel que hizo las cosas »buenas en gran manera” creara la raza de Adán de tal manera como para que enfermara y muriera? Tal suposición me subleva. Y es que introduce una gran imperfección en el seno de las obras perfectas de Dios. Debe haber otra otra explicación que aclare el problema.

La única explicación que me puede satisfacer es la que nos ofrece la Biblia. Algo se introdujo en el mundo que ha destronado al hombre de la posición en que fue creado y le ha privado de sus privilegios originales. Algo ha venido en este mundo que, como si fuera un puñado de gravilla arrojado en los engranajes de una máquina, ha dañado el perfecto orden de la creación de Dios. ¿Y qué es este algo? Es el pecado. “El pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte” (Romanos 5:12). El pecado es la causa de toda enfermedad y de toda dolencia, así como de todo sufrimiento. Todas estas cosas son parte de la maldición que cayó sobre el mundo cuando Adán y Eva comieron del fruto prohibido. No habría enfermedad de no haber habido caída; no habría dolencias, de no haber entrado el pecado.

No hay posición más insostenible y carente de fundamento que la del ateo, deísta, o de todo aquel que no cree en la Biblia. Con pleno conocimiento de causa me atrevo a decir que se requiere más fe para creer lo que creen éstos que para creer lo que creen los cristianos. Hay una serie de hechos e interrogantes en la creación, que sólo la Biblia puede explicar, y de ellos uno de los más notables es el del predominio universal del dolor, del sufrimiento y de la enfermedad. Para resumir, podemos decir que el funcionamiento y constitución del cuerpo humano constituye una dificultad insuperable para los ateos y los deístas.

Según el ateo, no hay Dios, ni Creador, ni Primera Causa; la realidad se explica por mera contingencia. ¿Podemos seriamente aceptar esta suposición? ¿No será mejor llevar al ateo a una de nuestras escuelas de anatomía, y pedirle que estudie la maravillosa estructura del cuerpo humano? Mostradle la incomparable habilidad con que cada articulación: vena, músculo, tendón, nervio, hueso y extremidad ha sido diseñada. Mostradle la adaptación perfecta de cada miembro del cuerpo al fin asignado. Mostradle el sinfín de medios por los cuales el organismo hace frente al cansancio y al desgaste corporal, y de qué manera suple las pérdidas diarias de energía. Y una vez visto todo esto, preguntadle si todavía cree que todo este mecanismo tan maravilloso es resultado de una mera casualidad y fruto de una mera contingencia. Preguntadle si todo nuestro complicado organismo se originó por accidente. Preguntadle si piensa lo mismo del reloj que usa, el pan que come y el abrigo que lleva. ¡Oh, no! Todo esto presupone un Diseñador, un ordenador. Hay Dios.

Los deístas profesan creer en Dios, creador de todas las cosas, pero no creen en la Biblia. El credo de los deístas es este: “Creemos en Dios, pero no en la Biblia; en un Creador, pero no en el cristianismo.” Muy bien; tomad a este deísta y llevadle a un hospital y mostradle algunos casos terribles de enfermedad. Llevadle junto al lecho de un tierno infante, que apenas puede distinguir entre lo bueno y lo malo y que está afectado de un cáncer incurable. Enviadle a la sala donde una buena madre de muchos hijos está en la última etapa de una enfermedad terriblemente dolorosa. Mostradle los desgarradores sufrimientos y dolores que la carne hereda, y pedidle que os dé una explicación. A este hombre que cree en la existencia de un Dios sabio, Creador de todo lo que existe, pero que no cree en la Biblia, preguntadle como se justifica la presencia de tanto desorden e imperfección en la creación, de un Dios perfecto. A este hombre, que se burla de la teología cristiana, y es tan sabio como para negar la caída de Adán, pedidle que nos explique por qué la enfermedad y el dolor prevalecen universalmente en el mundo. Pero por mucho que preguntéis todo será en vano; no podrá daros ninguna respuesta favorable. En el sistema deísta la enfermedad y el dolor constituyen un obstáculo insuperable. El hombre ha pecado; he aquí por qué sufre. Por la caída de Adam, sus descendientes enferman y mueren.

El hecho de que la enfermedad es de predominio universal constituye una de las muchas evidencias indirectas de la veracidad de la Biblia. La Biblia explica el porqué. La Biblia da la razón por la cual hay sufrimiento y enfermedad en el mundo. Ninguna otra religión puede hacer esto; no pueden darnos la causa del dolor y la miseria. La Biblia decididamente proclama que el hombre es una criatura caída, y como resultado de esta caída, el dolor, el sufrimiento y la enfermedad, vinieron al mundo. Pero la Biblia también proclama el remedio y la salvación que pueden rescatar al hombre de la caída y sus consecuencias. La Biblia viene de Dios; el cristianismo es la revelación del cielo. “Tu Palabra es verdad” (Juan 17:17).

Extracto del libro: «El secreto de la vida cristiana» de J.C. Ryle

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