En BOLETÍN SEMANAL

«Todo lo que el Padre me da, vendrá a Mí; y el que a Mí viene, no lo echo fuera.» Juan 6:37

          Hace algún tiempo apareció una novela con una base histórica. Se refería al período de la Guerra Revolucionaria cuando las colonias americanas estaban luchando por su independencia del Imperio Británico. Uno de los personajes del relato, era descrito por el autor como una persona dura, cruel y vengativa. El autor le describía como un tipo cruel y repulsivo para todos aquellos que le conocían. Después seguía una sentencia insultante para todos los adheridos a la Fe Reformada. El autor ponía de relieve a este individuo repulsivo con las palabras siguientes: «Era un típico calvinista americano de antaño.»

          Aquellos que leen mucho actualmente, sabrán que esta actitud del autor, es demasiado común. Los Padres Puritanos que dieron nacimiento a esta nación, que fundaron esta grande y bendita democracia que es el último refugio de la libertad religiosa en todo el mundo, se ven a menudo envilecidos y ridiculizados por los escritores modernos que no tienen categoría ni para desatar las correas de las sandalias de los Padres Puritanos.

          Esta actitud de burla hacia los calvinistas o hacia la Fe Reformada, no está, de ningún modo, confinada a las pasadas generaciones. También hoy es corriente. Un pequeño ejemplo surgió  cuando visité un hogar de un nuevo residente de la comunidad. Esta familia había comenzado a asistir a los servicios de culto de la Iglesia Reformada. Cuando lo supo un vecino, dijo: «Seguramente usted no tendrá nada en común con esa gente de mentalidad tan estrecha.» ¡Esa gente de mentalidad estrecha!

          Pues bien, existía una cierta verdad en ese comentario. Somos de mentalidad estrecha, por lo mismo que lo es la Palabra de Dios, precisamente por eso, también tan amplia. Somos tan estrechos como la voluntad de Dios y al tiempo, paradójicamente, tan amplios. Somos tan estrechos como la gracia de Dios, y al mismo tiempo, tan amplios.

Pero, ¿qué es lo que evoca el odio, la vileza y el ponzoñoso veneno del mundo? Básicamente, sólo existe una respuesta: Todo lo que el cristiano cree, resulta repulsivo para el mundo que no está regenerado. Pablo puso su dedo en el corazón del tema, cuando dijo: «La cruz es para los judíos una piedra de tropiezo y para los griegos locura»; y sólo para nosotros, los que creemos, es «el poder de Dios para la salvación».

Podríamos preguntar: «¿Es que esto no es verdad para todas las Iglesias? ¿Acaso no odia el mundo de los incrédulos a todas las Iglesias por la misma razón?» En un sentido estricto esto es verdad. El mundo odiará cualquier Iglesia que sea verdaderamente una Iglesia. Recuerdo haber hablado con un maestro de escuela cuyo pensamiento religioso podría ser clasificado sólo como «unitario». Estaba empleado en el sistema de escuela de una pequeña comunidad donde la iglesia luterana, era la iglesia dominante. Este hombre odiaba a la iglesia luterana con un odio terrible e irracional. ¿Por qué? Porque la gente de la iglesia luterana reprochó fuertemente a tal persona cuando trató de minar la fe de sus hijos.

Podemos comprender bien la posición de estos padres luteranos. Nosotros también, protegeríamos la fe de nuestros hijos. Y podemos comprender mejor su posición, porque mantenemos los puntos esenciales básicos de la Fe Cristiana en común con la totalidad del protestantismo histórico. Pero más bien que buscar el discutir la actitud del mundo no regenerado hacia la totalidad de la comunidad cristiana, consideramos nuestra propia situación específica dentro de la Fe Reformada. ¿Qué tienen las iglesias de creencia reformada que evoca el odio, el ridículo, el sarcasmo y el veneno del mundo no regenerado?

La respuesta es que la Iglesia Reformada predica y enseña algunas «terribles verdades», terribles para la mente del hombre no regenerado, y terribles también para muchas personas superficiales que pretenden ser cristianas. Yo colocaré estas «terribles verdades» ante ti, narrándolas una por una. Puede ser que esas verdades te parezcan terribles. De ser así, pudiera ser que lo que necesitas es ser convertido. O, si es cierto que eres un hijo de Dios, podría ser que estuvieras con necesidad de la gracia santificante para aceptar la verdad completa de la Palabra de Dios. ¿Cuáles son, pues, estas «verdades terribles»?

Primero, la Fe Reformada declara que el hombre es un pecador. Y así es, ya que la Palabra de Dios declara refiriéndose a la raza humana, «no hay justo, ni aun uno» (Romanos 3:10). Nuevamente leemos: «Si alguien dice que no tiene pecado, es un mentiroso y la verdad no está en él» (I Juan 1:8). Y lo que es más todavía, la Palabra de Dios declara que esta condición pecadora del hombre es completa y absoluta, ya que las Escrituras ponen de relieve que «la mente carnal es enemistad contra Dios; porque no sujetan a la ley de Dios ni tampoco puede; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios» (Romanos 8:7-8).

Notemos el alcance de esta declaración. ¡Los que están en la carne no pueden agradar a Dios! El hombre natural, el hombre no regenerado, el hombre que no ha nacido de nuevo, no puede agradar a Dios. No existe nada en el hombre natural que agrade a Dios, nada del hombre natural complace a Dios. Así queda rechazada la noción popular de que el hombre tiene dentro de él una mezcla de justicia y de maldad, y que es parcialmente malo, pero también parcialmente bueno. No puede agradar a Dios. La Confesión de Fe Belga declara que el hombre es por naturaleza, «malvado, perverso y corrompido en todos sus aspectos». Los Cánones de Dort resaltan que el hombre natural está totalmente depravado.

En el lenguaje de los cánones, «…todos los hombres están concebidos en el pecado, y son por naturaleza hijos de la ira, incapaces de nada bueno, propensos al mal, muertos en el pecado y por consecuencia esclavos; y sin la gracia regeneradora del Espíritu Santo, no son ni capaces ni deseosos de volverse hacia Dios, de reformar la depravación de su naturaleza, ni de poder disponerse por sí mismos a la reforma» (Tercero y Cuarto Títulos de la Doctrina, art. III).

Pablo provee la razón de todo esto. Resalta que el hombre no salvado, está «muerto en delitos y pecados». El hombre no salvado no está meramente enfermo. No está simplemente dañado, no es meramente inhábil. Está muerto, muerto en las transgresiones y el pecado. El hombre natural es un cadáver espiritual; en consecuencia, los que están en la carne no pueden agradar a Dios.

Entonces, podríamos preguntar: «Pero… ¿acaso todas las iglesias cristianas no enseñan esta básica verdad?» Desgraciadamente, la respuesta es «No». La predicación de muchas iglesias está basada sobre el concepto de que la naturaleza humana no ha estado corrompida –al menos no gravemente corrompida– por el pecado. Este es el concepto que subyace en toda predicación que enseña que el hombre puede proporcionarse la salvación.

Tal forma de pensar está en desacuerdo con la declaración de la Escritura (Romanos 3:11): «No hay quien busque a Dios.» Asimismo desecha la Palabra de Cristo, cuando El dijo: «…y no queréis venir a Mí para que tengáis vida» (Juan 5:40). Además de esto, está también en desacuerdo con la Palabra de Cristo cuando dijo: «Ninguno puede venir a Mí, si el Padre que me envió no le trajere» (Juan 6:44). «No vendréis a Mí… nadie puede venir a Mí, si el Padre que me envió no le trajere.»

Así pues, la Fe Reformada declara no solamente que el hombre natural está perdido, sino que está irremisiblemente perdido sin esperanza. Está tan irremisiblemente perdido que sólo Dios puede salvarle. Esta es la primera «terrible verdad» que enseña la Iglesia Reformada: el hombre es un pecador a quien solamente Dios puede salvar.

Por esto, los que proponen la Fe Reformada han sido a veces vilipendiados, criticados y condenados. Al igual que el profeta Miqueas, que fue odiado del malvado rey Acab, porque «nunca profetizaba nada bueno» concerniente a él, sino «siempre algo malo». Así la Fe Reformada es odiada por todos aquellos que no ven lo que son: pecadores desamparados y sin esperanza a quienes solamente Dios puede salvar.

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Extracto del libro: “La fe más profunda” escrito por  Gordon Girod

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