​​El ecumenismo no es un mero ejercicio en la política eclesiástica. Esto implica problemas de una gran profundidad teológica en la que los teólogos de hoy pueden indagar en la herencia de los mejores pensadores del cristianismo y particularmente del protestantismo.Esta fuente de información y de guía la encontramos en Juan Calvino.

 La primera entre las razones de este hecho es la bien conocida claridad y perspicacia que Calvino aportó a su obra. Tanto si se está o no de acuerdo con él, es muy poco discutible que fue un gran maestro del estudio de la Sagrada Escritura, un consistente y brillante pensador y un hombre profundamente inmerso en la vida de la iglesia. Esta influencia se agiganta por el hecho de que Calvino vivió y actuó en un tiempo crucial en la historia de la iglesia y ejerció una formativa influencia en el protestantismo. La iglesia se enfrenta una vez más a una crítica coyuntura, encarándose con muchas divisiones que reflejan profundas diferencias en la interpretación teológica. La pureza teológica de la iglesia y su unidad eclesiástica son de nuevo objetos de discusión. Son fuerzas que parecen estar en tensión unas contra otras, constituyendo un dilema del que la iglesia tiene que desembarazarse a duras penas.

Calvino, por supuesto, estuvo afectado por fallos humanos y limitaciones como cualquiera otra persona. Pero ejerció una amplia influencia sobre la iglesia, a pesar de hallarse limitado tanto por su época como por su personalidad. A despecho de ambas circunstancias limitativas, vale la pena seguir oyéndole hoy en día. Su importancia en este asunto es directa, porque tuvo mucho que decir sobre esta cuestión y otras que se encuentran íntimamente relacionadas con ella.

En lo que respecta al movimiento ecuménico, se ha llamado a Calvino el apóstol del ecumenismo. Hay una gran medida de verdad en ese título y los propios seguidores de Calvino han fallado con frecuencia en vivir su ejemplo a este respecto. Al propio tiempo, hay también límites en la llamada que se le hace. El mismo situó definidas restricciones sobre las medidas a ser adoptadas en la unidad de la iglesia, manteniendo que bajo ciertas circunstancias una iglesia unida cesaría de ser una iglesia verdadera. Con la mejor de las intenciones y sobre la base de sólidos principios, participó en un proceso por el cual se llegó a la mayor división entre católicos y protestantes.

El propósito de este artículo es examinar la validez del llamamiento ecuménico para Calvino. ¿Cuan seriamente deseó la unidad de la iglesia? ¿Sobre qué base buscó la unidad? ¿Hasta dónde llegaría la moderación y la tolerancia y hasta qué punto deberían ser reemplazadas por la insistencia en puntos de vista dados? Estos son los temas con los que Calvino luchó, al igual que la iglesia sigue luchando con ellos en el presente. Hasta donde sea posible, dejaremos a Calvino hablar por sí mismo sobre este asunto. El testimonio de sus escritos no siempre está claro e inequívoco sobre esta cuestión implicada. Pero emergen ciertas líneas de énfasis tanto en la teoría como en la práctica. Las presentaremos juntas con el intento de obtener de ellas alguna firme conclusión.
La información sobre este asunto puede ser recogida de muchas porciones de los escritos de Calvino. Tal vez lo menos productivo al respecto sean sus Comentarios y Sermones, donde las referencias a la unidad de la iglesia se hacen usualmente de manera informal y de pasada.

El locus classicus sobre la iglesia y su unidad es el libro cuarto de las Instituciones, particularmente los capítulos I y II. Aquí, en su obra doctrinal más cuidada y pulida, Calvino expresa su concepto de lo que la Sagrada Escritura enseña concerniente al cuerpo de Cristo. Esto suministra el fondo para los más incidentales tratamientos del tema que se encuentran por todas partes en sus escritos. Puede ser observado, sin embargo, que las polaridades entre la verdadera y la falsa unidad, entre la iglesia visible y la invisible, entre la unidad en la organización y la pureza de la doctrina, están reflejadas aquí lo mismo que en cualquier otra parte.
Algunos de los tratados y escritos polémicos de Calvino son excepcionalmente fructíferas fuentes de examen. Sobresalientes entre ellos está su famosa Réplica a Sadoleto y su opúsculo Sobre la necesidad de reformar la Iglesia. El estudioso puede consultar también la Confesión ginebrina y el Catecismo de Calvino, sobre asuntos tales como la iglesia, la Cena del Señor y la predestinación como fondo de este tema.

Pero quizá la más fructífera cosecha se obtenga del estudio de la correspondencia de Calvino, tan extensa. Aquí la teoría y la práctica se unen en la más íntima conjunción. Se ve a Calvino día a día en su acción por los intereses de la iglesia. Se revela a sí mismo con un mínimum de formalidad y pagado de sí mismo, y de aquí una peculiar postura verdadera. Aquí se aprecian también sus amplios contactos con toda clase de personas. En vista de la necesidad de una especie de concentración para un breve artículo y de la riqueza del material que suministran sus Cartas, éste será el principal punto de referencia. También se hará alusión a otras fuentes sobre puntos importantes.

Que Juan Calvino deseó seriamente la unidad de la iglesia es algo que no puede ponerse en duda por cualquiera que esté familiarizado con sus escritos. En el cuarto libro de las Instituciones aboga elocuentemente por la unidad, increpando a los que demasiado fácilmente están dispuestos a romperla y dejando bien sentado que no es solamente la unidad de la iglesia invisible la que desea, sino la de la visible (cf. Instituciones, IV, i, 4). Incluso en este temprano estadio hay que poner de relieve que, dondequiera que habla de la unidad de la iglesia, la pureza de su doctrina no está lejos de su mente. «Pero hay que poner de relieve que esta unión de afectos es dependiente de la unidad de la fe, como su fundamento, su fin y su gobierno» (Instituciones, IV, ii, 5). Así, incluye una discusión de los designios de la verdadera iglesia. Donde se hallan presentes en grado razonable —él no es absolutista en este aspecto— allí se encuentra la verdadera iglesia. Pero en cierta medida estos designios tienen que ser encontrados, o no hay verdadera iglesia en absoluto (Instituciones, IV, i, II).

El ardiente lenguaje de Calvino en su Réplica a Sadoleto expresa esta tensión muy efectivamente. Colocándose al frente del Divino Arbitro, Calvino confiesa:
Mi conciencia me dijo cuan fuerte fue el celo con que me consumí por la unidad de Tu Iglesia, puesto que Tu verdad constituía el lazo de unión de la concordia (Tratados teológicos de Juan Calvino, por J. K. S. Reid, Biblioteca de Clásicos Cristianos, vol. XXTI, Londres, S.C.M.).

Se ha dado mucha importancia al dicho de Calvino, tan fervientemente expresado, de que cruzaría diez mares en interés de la unidad. Esta famosa declaración se comprenderá mejor vista en el contexto. Hizo esta declaración en respuesta a Crammer, que había escrito lo que sigue:
Como nada propende más nocivamente a la separación de las Iglesias que las herejías y disputas que se refieren a las doctrinas de la religión, así nada propende más efectivamente a unir las Iglesias de Dios, y más poderosamente a defender el redil de Cristo, que la enseñanza pura del Evangelio y la armonía de la doctrina. Por lo que he deseado frecuentemente, y todavía continúo deseándolo, que hombres de buena voluntad y eruditos, que sean eminentes en cultura y buen juicio, puedan reunirse y, comparando sus respectivas opiniones, puedan enjuiciar los principios importantes de la doctrina eclesiástica y transmitan a la posteridad, bajo el peso de su autoridad, algún trabajo no sólo sobre tales temas en sí mismos, sino sobre las formas de expresarlos (Cartas de Calvino, tr. por Jules Bonnet, vol. u, p. 345 f.).

Y fue con un espíritu similar, abogando por una unidad no divorciada de la pureza de la iglesia, que Calvino le respondió:
Si los hombres de letras se conducen con más reserva de lo que es propio, la más grande reprobación alcanza a los propios líderes que o bien persisten en sus propósitos pecadores y son indiferentes a la seguridad y completa pureza de la Iglesia, o individualmente satisfechos con su propia paz privada, no sienten consideración ni miramiento por los otros. Así es como los miembros de la Iglesia son arrancados y el cuerpo queda sangrando. Esto me preocupa de tal forma que, si pudiera ser de alguna utilidad, no vacilaría en atravesar diez mares, si fuese necesario, para conseguirlo (Ibid., u, 348)

Calvino no fue casual con respecto a su interés en la unidad de la Iglesia. Vio esta causa como la causa de Jesucristo en oposición a Satanás. Escribiendo a la iglesia de Francfort, Calvino hizo referencia a la exhortación de Pablo a los Efesios para mantener la unidad del Espíritu en los lazos de la paz. La iglesia fue exhortada a ejercer la paciencia y la humildad y a no rehusar el soportar cosas que pudieran disgustarles. Iban a olvidar que tenían una causa que ganar y recordar sólo que tenían que ganar una batalla contra Satán, «quien no quiere nada mejor que manteneros divididos, porque sabe que vuestra seguridad consiste en vuestra buena y santa unión» (Ibid., III, 276 f). Una última carta dirigida a la iglesia de Francfort llevó esencialmente el mismo mensaje (Ibid., III, 307), y una similar exhortación fue dirigida por Calvino, desde su exilio en Estrasburgo, a la iglesia de Ginebra (Ibid., I, 142).

El espíritu que sostenía tal actividad era la imitación de Dios, que hace salir el sol para los buenos y los malos. En el último año de su vida Calvino escribió a la duquesa de Ferrara recor-dándole que «el odio y el Cristianismo son cosas incompatibles» y urgiéndola a mantener la paz y la concordia con todos los hombres con su mejor capacidad posible (Ibid., IV, 357). Respecto a su propia actitud hacia los hermanos creyentes, Calvino expresó el ideal por el que luchaba, cuando escribía:

A la vez que siempre apreciaré con mente tranquila a aquellos en quienes percibo las semillas de la piedad, aunque no sientan recíprocos sentimientos hacia mí, no podré tampoco sufrir por mi parte el ser apartado de ellos (Ibid., IV, 103).
Los dirigentes de la iglesia fueron exhortados en particular a trabajar para conseguir tal unidad (Ibid., II, 347). Pero esto era también un ideal —y una necesidad práctica— para lo cual era preciso atraerse la ayuda de los líderes civiles (Ibid., I, 243).
Calvino consideró la unidad de la iglesia como una cuestión dogmática y una necesidad práctica. En su Catecismo de Ginebra trata esta materia en forma de preguntas y respuestas:
—¿Sacas la conclusión de esto, de que fuera de la Iglesia no hay salvación, sino condenación y ruina?
—Ciertamente. Aquellos que desunen el cuerpo de Cristo y parten su unidad en cismas están completamente excluidos de la esperanza de la salvación mientras que permanezcan en disidencias de tal género (Reíd, op. cit., p. 104).

Calvino reconoció que la unidad de doctrina antiguamente mantenida por la correspondencia episcopal patrística era una anticipada necesidad de su propio tiempo:
Para este fin, mientras que un consenso de fe todavía existía y florecía entre todos, los obispos solían en aquellos tiempos enviar cartas sinodales a través del mar, con las cuales, como señales características, podían establecer la sagrada comunión entre las Iglesias. Cuánto más necesario lo es ahora, en la temible devastación del mundo cristiano, que esas iglesias que adoran a Dios rectamente, pocas y dispersas, estorbadas por las profanas sinagogas del Anti-cristo como realmente son, den y reciban mutuamente este signo de santa hermandad y, en consecuencia, sean incitadas al abrazo fraternal de que he hablado… Por lo demás, pues, tenemos que laborar para reunir por nuestros escritos tales vestigios de la Iglesia como puedan persistir o incluso emerger después de nuestra muerte… El acuerdo en la doctrina que nuestras Iglesias tenían entre sí mismas no puede ser observado con más clara evidencia que por medio de los Catecismos (Ibid., p. 99 f).

La iglesia estaba, ciertamente, en inminente peligro si tales medidas se demoraban (Bonnet, op. cit., I, 49).
Estas referencias servirán para indicar de qué forma tan prominente la unidad de la iglesia figuraba en la estimación de Calvino. Era —y puede decirse con toda seguridad— una cuestión de la mayor importancia para la iglesia de su tiempo.

¿Cómo y por quién fue buscada esta unidad? Los contactos que Calvino buscó para establecer el interés de esta importante causa fueron muchos y variados. Particularmente interesante es su estimación de la verdad y el error existente dentro de la iglesia católica romana. Su moderada, aunque firme, Réplica a Sadoleto sugirió la base y los requerimientos precisos para tapar la brecha entre las iglesias. Calvino reconoció que las iglesias romanas eran iglesias de Cristo; pero mantuvo que el romano pontífice las había llenado de devastación y ruina. Llamó la atención al hecho de que esto era una larga y antigua queja que había sido hecha por Bernardo y otros. Abogó porque el reconocimiento del protestantismo fuese la continuación y la restauración de la verdadera iglesia. Sadoleto tiene que reconocer —dijo— que los reformadores estaban más de acuerdo con la antigüedad que el papa. El príncipe católico es llamado a la tarea de reconocer que la separación de la hermandad es una abierta rebelión de la iglesia. Calvino rehusó ser culpado de abandono de la iglesia, «a menos, ciertamente, que sea considerado como un desertor quien, viendo a los soldados dispersos y esparcidos y abandonando las filas, levante el estandarte del jefe y les llame a cubrir sus puestos». Y concluye con esta argumentación:
El Señor permita, Sadoleto, que usted y todos los de su bando puedan, a la larga, percibir que el solo lazo de unidad eclesiástica consiste en esto: que Cristo, el Señor, que nos ha reconciliado con el Padre, nos reúna a todos de la presente dispersión, en la hermandad de Su cuerpo, y que así, mediante Su Palabra y Espíritu, podamos estar todos juntos con un alma y un corazón (Réplica a Sadoleto, en Reíd, op. cit., p. 256).

La buena voluntad y disposición de Calvino para lograr una reunión para discutir con los católicos romanos quedó demostrada por su real participación en conferencias al respecto. Fuera de esos contactos, surgen algunas interesantes evaluaciones de las actitudes de los líderes católicos. El arzobispo de Colonia no estuvo mal dispuesto hacia los reformadores. El arzobispo de Treves fue también algo favorable, aunque inclinado a contemporizar y ganar tiempo. El arzobispo de Mainz fue abiertamente hostil. Calvino se sintió feliz de haber notado en 1543 que muchos obispos declarasen públicamente su defección del «ídolo romano»; pero precavido de que su progreso debería ser cuidadosamente guiado «por temor a que de un Cristo dividido algunos hicieran surgir una forma todavía más monstruosa de maldad» (Ibid., I, 376). Es evidente de esta actitud hacia los católicos que estaba deseoso de discutir los elementos de la verdadera iglesia; pero no de hacer entrega de la verdad. Se tomó verdadera preocupación por advertir a sus hermanos reformadores del peligro sugerido por el car denal Contarini, que buscó la artimaña y el subterfugio de invitarles a volver al redil católico (Ibid., I, 240).

Extracto del libro: Calvino, profeta contemporáneo.  Artículo titulado: CALVINO Y EL ECUMENISMO, por JOHN H. KROMMINGA

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