​Calvino ha sido considerado como el hombre de quieta meditación sobre la vida venidera; pero esta meditación —sobre el Reino de Dios— le lanzó con ardiente celo en el torbellino de la vida. Nada en la historia estuvo carente de interés para él, ni huyó de la responsabilidad porque esta o aquella esfera estuviese llenas de tanto pecado.


Podríamos pensar que el solo interés de Calvino eran las polémicas contra la iglesia, una formal discordia respecto a la autoridad. Nada más lejos de la verdad. Como Lutero, a él le preocupaba el Evangelio. La cuestión de la autoridad y de la predicación del Evangelio estaban inseparablemente relacionadas. Esto es evidente del hecho de que Calvino, desde el mismísimo principio, odió cualquier mutilación de la doctrina. Su interés estuvo en el Evangelio de la pura gracia. El nunca formuló su propia doctrina de la justificación. Sabía que, de corazón, era una misma cosa con Lutero; sólo por la fe, solamente por la gracia. Nunca ansió ser «original», sino interpretar fielmente la Palabra de Dios. Adoptó el «solamente por gracia», y así aportó con Lutero un testimonio poderoso a su generación. Fue un mensaje de la seguridad por la fe, una firme creencia en las promesas de Dios; y resulta sorprendente notar que Roma se oponía exactamente a esta seguridad de fe en el Concilio de Trento (1545). De esto se hace evidente cuan intrínsecamente estaba implicado el evangelio en el asunto. ¡Cuando Trento decretó que sólo por una especial revelación se podía llegar a la certidumbre, Calvino demostró de nuevo el poder de su polémica en su discusión de los primeros artículos de Trento i y colocó a Cristo como espejo de la elección. Calvino, que tiene i fama de haber sido un teólogo de la elección tozudo y severo, comprendió definitivamente la elección de la gracia, y de aquí que confortase los corazones en la lucha contra Roma y su problema de la seguridad de la salvación.

Resulta imposible discutir todas las fases de las polémicas de Calvino contra Roma. Deseamos, sin embargo, poner de relieve un punto importante. Durante la Reforma, Roma culpó incesantemente a los reformadores de que con su super estimación de la doctrina de la gracia subestimaban la vida de las buenas obras. Lutero ya había sido tildado de antinomianista, y ahora Calvino era también metido en la refriega. Es ciertamente verdad que tanto Lutero como Calvino se opusieron al mérito salvador de las buenas obras; pero esta negación no iba dirigida contra la santificación de la vida. Si hay alguna cosa que resulta indudablemente clara en Calvino es ésta: la santificación está inseparablemente interrelacionada con la justificación. Su incisiva formulación era: «la fe sola»; pero esto no presuponía que la fe permaneciese «aislada». A causa de esta visión Calvino nunca tuvo ninguna dificultad con la Epístola de Santiago. Lutero, en su violenta reacción contra los merecimientos de las buenas obras, pudo difícilmente encajar la Epístola de Santiago en el conjunto del Evangelio, pero Calvino vio con su ojo experto y sagaz que Santiago no estaba en conflicto con Pablo, sino que mantenía una advertencia contra una fe muerta. El objetivo de Calvino era estar ocupado con la vida, no desde un punto de vista humanístico, ni como materia de merecimientos, sino como salvación de la propia vida en el servicio del Señor.

Se han producido grandes cambios desde el siglo xvi. La Iglesia Católica Romana ha experimentado un desarrollo. Calvino no previo que este desarrollo fuese en la dirección de la tradición y la Mariolatría. Se preguntan algunos ahora si la polémica de Calvino tiene hoy día alguna importancia. En mi opinión, debo responder positivamente, puesto que su antagonismo no fue contra la persona del papa. Calvino no fue un antipapista que afiló sus dardos contra sus excesos. Atacó el propio corazón de la fe de Roma y descubrió la norma de la iglesia: el Evangelio.

A causa de esto, la polémica de Calvino tiene hoy importancia. Es aplicable a las doctrinas de la tradición y a la infalibilidad del papa, en que la cuestión de la autoridad se plantea en un primer plano. Cuando Roma promulgó la doctrina de la infalibilidad en 1870, por la cual el papa fue declarado libre de crítica en cuestiones doctrinales, el mismísimo problema de una norma para nosotros, que había ocupado toda la vida de Calvino, de nuevo se hizo patente. Carlos Rahner escribió que no hay norma para determinar si el papa haya o no hablado correctamente. Es un a priori del que no hay otra garantía que el hecho consumado (Carlos Rahner, Das Dynamische in der Kirche, 1958).  En este aspecto Calvino ya se había anticipado a la proclamación de la doctrina de la infalibilidad del papa. Por esta razón Calvino es todavía un ilustre ejemplo, y su significado para nuestros días muy real.

Ya pasó la época en que las gentes juzgaron a Calvino como un teólogo duro de corazón que urdía tercas y tenaces teorías faltadas de toda ternura y simplicidad. Ha sido descrito como un intelectual frío que hacía sus deducciones desde un punto a otro sin que su pensamiento sufriese la más pequeña distorsión, el hombre de un sistema fuera del cual desaparecía todo. El Dios de Calvino era distinto —se decía— del amante Padre de Jesucristo; es nada más que un concepto lógico, como la piedra final que remataba la pirámide intelectual de sus conceptos logísticos; duro, sin sentimientos, sin compasión, que engendraba temor.
En nuestros días conocemos mejor a Calvino. Sus dogmas y principios fundamentales se han hecho más lúcidos en su interrelación, y en nuestra época existe más aprecio en la medida y enjuiciamiento del reformador de Ginebra.

Vuelve a nuestra vista el hombre vibrante de vida que en otras épocas permaneció muchas veces escondido tras los altos muros de su «sistemática». Los eruditos comienzan a verle en su lucha sin descanso, en su servicio y en su testimonio y descubren que no fue un hombre sin sentimientos que extraía consecuencia tras consecuencia y lo llenaba todo de anatemas, a quien no podía seguirse ni intentar escapar de la garra de acero de su lógica.

En 1904 se publicó una traducción en Holanda de un trabajo hecho por el erudito calvinista Emilio Doumergue: Arte y sentimiento en la obra de Calvino. Fue una sorpresa para muchos cuando Doumergue escribió respecto al significado de la música en la obra de Calvino; Calvino y el arte de la pintura, Calvino y el sentimiento. La caricatura falsa de Calvino quedó expuesta en muchos centros culturales y Calvino apareció de nuevo como un ser viviente inquieto y que sólo sabía escuchar, escuchar la Palabra de Dios, siempre escuchando. No como un constructor de sistemas autodidácticos, sino como un cautivo de la Palabra que marca el camino a través de la maraña de este mundo. No existía en él antítesis entre teoría y práctica, doctrina y vida, presente y futuro, entre la piedad y las responsabilidades mundanas. Oponiéndose tanto a la iglesia romana como al anabaptismo, no perdió su vista en una vaga «iglesia invisible» fuera del alcance de las luchas de la vida. Intensamente en contacto con la vida diaria y preparado para viajar por todo el mundo en nombre de la unidad de la iglesia, escribió al mismo tiempo sus reflexiones sobre la vida por venir, sobre «llevar la cruz» y sobre la oración como el principal ejercicio de la fe. Había un singular equilibrio en el pensar de Calvino a cuenta del cual él será siempre para muchos, incluso para nuestros días, repelente.

Algunos encuentran en él demasiada calma, demasiada certidumbre y eligen la inquietud, la tensión, la división; el buscar sobre el encontrar. Pero la calma y la certidumbre no son el fruto de haber llegado (verburgerlijkmg), sino un testimonio contra el desarraigo del pensar, contra el fatal resultado del relativismo que permite a la conciencia humana dividida caer y ser consumida en el abismo de su propio ego.  De esta forma, Calvino evitó el guardar su piedad encerrada en las cámaras de su propia alma; teniendo una visión para el poder del reino de Dios, la tuvo también para la vida en este mundo.

Calvino ha sido considerado como el hombre de quieta meditación sobre la vida venidera; pero esta meditación —sobre el Reino de Dios— le lanzó con ardiente celo en el torbellino de la vida. Nada en la historia estuvo carente de interés para él, ni huyó de la responsabilidad porque esta o aquella esfera estuviese llenas de tanto pecado.

De ningún modo Calvino es significativo para nosotros hoy, simplemente, por su antidualismo. La conversión es para nosotros una llamada a la Palabra y al Reino de Dios, para que nos apartemos de este mundo corrompido, pero no con desesperanza y derrotismo y huyamos de la política, del gobierno y de toda la responsabilidad. Ya que, según Calvino, no hemos visto aún el Reino ni el triunfo de Cristo, hemos de promoverlo. Las fuentes de este punto de vista están claramente indicadas en las Instituciones, en un estilo lúcido, simple y penetrante. El Evangelio no cierra el camino a la vida en este mundo, sino que le abre las puertas. Existe el amenazante peligro de sentirnos desparramados en este mundo, pero se pueden oír las señales de alarma contra este peligro en la obra y en la vida de Calvino. En ella hay tensión y avance, perspectivas y un sentido de llamada. Hay un equilibrio que no procede de una autosuficiencia, sino de los poderes ordenantes de un reino inconmovible.

¿Cuál fue la estimación de Calvino sobre su propia obra? El mismo lo hizo saber una vez al final de su vida con estas palabras: «He tenido muchas faltas que habéis tenido que tolerarme y todo lo que he llevado a cabo es de poca significación. Los malintencionados tomarán ventaja de esta confesión; pero repito que todo lo que he hecho es de poca importancia y soy realmente una pobre criatura. Mis faltas siempre me han disgustado y la raíz del temor de Dios ha existido siempre en mi corazón. Respecto a mi doctrina que he enseñado fielmente, agradezco a Dios el que me haya dado la gracia de poder escribirla. No he mutilado jamás ni he retorcido ningún pasaje de la Sagrada Escritura. Y cuando he llegado a la posición de desembocar en un significado artificial utilizando la sutileza, he suprimido esta tentación de la cabeza y siempre me decidí por la sencillez y la simplicidad. Nunca he escrito nada contra cualquiera con odio y siempre he tenido presente que lo que he pensado pudiera redundar en la gloria de Dios.»   Un adiós de Calvino (1564), cuyos trabajos son incluso ahora una luz en este mundo atormentado y revuelto.

Artículo de  G. C. BERKOUWER, publicado en el libro: «Calvino, profeta contemporáneo»

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