Muchos buenos cristianos no saben cuales son realmente sus raices ni qué doctrinas se predicaron en la Reforma protestante del Siglo XVI. Lo que hoy se predica en la mayoría de las iglesias, no tiene nada que ver ni con la Escritura, ni con las enseñanzas de los reformadores que lucharon con peligro de sus vidas, por volver a las antiguas sendas enseñadas por los profetas y apóstoles.  Una de estas doctrinas que oscurece el evangelio es el arminianismo.   El arminianismo no revela plenamente el testimonio bíblico relativo a la condición de los pecadores, y no expone el terrible alcance de sus pecados. La Escritura nos presenta, no solamente como necesitados por naturaleza de salvación de la culpabilidad del pecado, sino necesitados de un poder omnipotente que nos resucite después de haber estado «muertos en delitos y pecados". No solamente estamos bajo condenación por nuestras transgresiones, sino que estamos bajo el dominio de una naturaleza caída que está enemistada contra Dios. No es solamente que hayamos cometido pecados por los cuales necesitamos misericordia, sino que tenemos una naturaleza pecaminosa que necesita ser hecha de nuevo.  ​

El arminianismo predica el nuevo nacimiento, pero lo predica como consecuencia de, o como acompañamiento a, la decisión humana; representa al hombre como nacido de nuevo por el arrepentimiento y la fe, como si estos actos espirituales estuvieran dentro de la capacidad de los inconversos para creer. Esta enseñanza es tan sólo posible a causa de haber evaluado insuficientemente la ruina total del pecador y, su impotencia. La Escritura dice que el hombre natural no puede recibir las cosas espirituales,  y por causa de esto la resurrección que viene de Dios debe preceder a la reacción humana. «El espíritu es el que da vida: la carne para nada aprovecha» (Juan 6:63). Es a través de Dios, quien llama y regenera, que se implanta la nueva vida, y hasta que se alcanza ese punto, la naturaleza y la voluntad del pecador están contra Dios. En la regeneración, la naturaleza es cambiada, la voluntad es liberada, el poder de la incredulidad es quebrantado V el alma vuelve a Dios en arrepentimiento y fe. Venimos al Salvador porque somos traídos por el amor del Padre, y sin esa atracción eficaz, dice Cristo, nadie vendrá jamás (Juan 6:65).
 
La enseñanza arminiana invierte el orden bíblico y coloca la decisión humana antes que el acto divino. «La mirada santa de Dios», dice el Dr. Graham, «discierne la pecaminosidad de todos los corazones, y llama a todos a pasarse al bando de Dios en contra de sí mismos. Hasta que se ha efectuado, la fe es absolutamente imposible. Esto no limita la gracia de Dios, pero el arrepentimiento abre camino a la gracia de Dios»

 El llamamiento» en este contexto es, evidentemente, no el poderoso llamamiento intimo de Cristo, sino el mandato y la invitación externa del predicador que nos llama a la decisión. Dicho de otro modo, hasta que se ha tomado la decisión, no es posible que ocurra nada más. El arrepentimiento ha de preceder al nuevo nacimiento: «Vosotros abrís vuestro corazón», aconseja el Dr. Graham a los hombres, «y le permitis que entre. Renunciáis a todo pecado y a todos los pecados. Renunciáis y os entregáis, por fe.  En aquel preciso instante, tiene lugar el milagro de la regeneración. Llegáis a ser de hecho una nueva criatura moral. Queda implantada la naturaleza divina».  Es evidente que no se trata de una diferencia de terminología, sino una apreciación distinta de la posición de los no regenerados. El arminiano cree que a través de una influencia general de la gracia de Dios el hombre natural puede actuar de manera que, según promete el predicador, dará por resultado la salvación. La gracia en este contexto no es evidentemente gracia salvadora, porque se extiende igualmente a los que perecen; de hecho no es gracia en absoluto en el uso bíblico del término. 

Es precisamente en ese punto de la muerte espiritual que el Espíritu Santo sale el primero al encuentro de los hombres en cuanto a su  poder salvador, y los levanta del sepulcro del pecado. El arrepentimiento y la fe no se pueden ejercer hasta que se ha implantado la vida, y, por consiguiente, estos actos espirituales son «el primer resultado visible de la regeneración”. «El arrepentimiento evangélico no puede existir ¡amas en un alma no regenerada.» Somos tan impotentes para cooperar en nuestra regeneración como lo somos para cooperar en la obra del Calvario, y así como es la sola Cruz la que paga la culpabilidad del pecado, así también es la sola regeneración la que se enfrenta con su poder.
 
Spurgeon sostenía que la realidad de la posición del pecador no puede reconocerse plenamente hasta que se haya aclarado de modo inconfundible esta verdad de la necesidad de una obra sobrenatural del Espíritu de Dios: «Pecador, pecador inconverso, te advierto solemnemente que jamás puedes por ti mismo nacer de nuevo, y aunque el nuevo nacimiento es absolutamente necesario, te es completamente imposible, a menos que Dios Espíritu Santo lo haga… ». «Haz lo que sea, aun en el mejor de los casos habrá una división tan ancha como la eternidad entre ti y el hombre regenerado… Es preciso que el Espíritu de Dios te cree de nuevo, tienes que nacer de nuevo. El mismo poder que levantó a Jesús de entre los muertos ha de ser ejercido para levantarnos de los muertos; la mismísima omnipotencia, sin la cual no podrían haber existido ni los ángeles ni los gusanos, ha de salir nuevamente de sus cámaras y efectuar una obra tan grande como en la primera creación, para hacernos de nuevo en Cristo Jesús nuestro Señor. La misma Iglesia Cristiana trata de olvidarlo constantemente, pero tantas veces como esta antigua doctrina de la regeneración es presentada de modo categórico, Dios se complace en favorecer a Su Iglesia con un avivamiento…». «A menos que Dios Espíritu Santo, que «produce así el querer como el hacer», obre sobre la voluntad y la conciencia, la regeneración es una imposibilidad absoluta, y por lo tanto también lo es la salvación.

«¡Cómo!», exclama alguien, <¿Quiere usted decir que Dios interviene de modo absoluto en la salvación de cada uno para regenerarlo?» Si; en la salvación de toda persona hay en efecto una intervención del poder divino, por el cual el pecador muerto es resucitado, el pecador reacio es hecho voluntario, el pecador desesperadamente empedernido recibe una conciencia tierna; y el que habla rechazado a Dios y despreciado a Cristo, es conducido a arrojarse a los pies de Jesús. Ha de haber una interposición divina, una obra divina, una influencia divina, o de lo contrario, hagáis lo que queráis, perecéis y sois asolados: «El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios»…». «No olvidemos jamás que la salvación de un alma es una creación. Ahora bien, nadie ha podido jamás crear ni una mosca. Sólo Jehová crea. Ningún poder, humano o angélico, puede inmiscuirse en este glorioso terreno del poder divino. La creación es campo de actividad de Dios. Ahora bien, en todo cristiano hay una creación absoluta: «Creados de nuevo en Cristo Jesús». «El nuevo hombre, creado según Dios en la justicia.» La regeneración no es la reforma de principios que ya existían, sino la implantación de algo que no existía; es la colocación en un hombre de algo nuevo llamado el Espíritu, el nuevo hombre; la creación, no de un alma, sino de un principio aún más elevado, tanto más elevado que el alma, como el alma es más elevada que el cuerpo. En el hecho de que un hombre sea llevado a creer en Cristo, hay una verdadera manifestación apropiada del poder creador, como cuando Dios hizo los cielos y la tierra…». «Sólo el que formó los cielos y la tierra podía crear una nueva naturaleza. Es una obra sin igual, única y sin rival posible, dado que el Padre, el Hijo y el Espíritu han de cooperar en ella, pues para implantar la nueva naturaleza en el cristiano, ha de haber el decreto del Padre Eterno, la muerte del bendito Hijo, y la plenitud de la operación del adorable Espíritu. Ciertamente es una obra inmensa. Los trabajos de Hércules no eran sino bagatelas comparados con éste; matar leones e hidras, y limpiar los establos del rey Augías, juego de niños en comparación con la renovación de un espíritu recto en la naturaleza caída del hombre. Observad que el apóstol afirma (Filipenses 1:6) que esta buena obra fue comenzada por Dios. Evidentemente no creía en aquel notable poder que algunos teólogos atribuyen al libre albedrío; no adoraba esa moderna Diana de los Efesios».

Conviene recordar que estas palabras no son las de un conferenciante, sino las de un evangelista, un hombre que durante más de treinta y cinco años predicó, en Londres, a 5.000 o más personas cada domingo –un pescador de almas que anhelaba ver cómo los hombres eran llevados a Cristo. Para Spurgeon ésta no era tan sólo una cuestión de ortodoxia teológica; sabia que estas verdades producen un profundo impacto práctico en las conciencias de los oyentes. Demuelen la propia suficiencia hasta que los hombres quedan impotentes a la vista de Dios y no pueden escapar a la naturaleza desesperada de su condición: «Hay en estas doctrinas algo que penetra hasta el alma del hombre. Otras formas de doctrina se deslizan como el aceite sobre una lápida de mármol, pero ésta los cincela y corta hasta lo más vivo. No pueden evitar el darse cuenta de que aquí hay algo, aunque den coces contra ello, que tiene fuerza especial, y tienen que preguntarse: «¿Es eso verdadero o no?» No pueden contentarse con injuriarlo y entregarse a la placidez».

La gloriosa verdad es que es el mismo carácter incurable del pecador el que le muestra dónde está la verdadera esperanza. Minimizar esta falta de esperanza  como hace el arminianismo  no es, pues, la manera de revelar la luminosidad de la esperanza que brilla en el Evangelio. Escuchemos de nuevo algunas de las palabras finales de Spurgeon, dirigidas a una vasta congregación reunida en el Exeter Hall: ‘Vosotros, los que no habéis sido convertidos, y no tenéis parte en la actual salvación, a vosotros digo lo siguiente: Hombre, hombre, estás en las manos de Dios. De Su voluntad depende absolutamente que vivas lo suficiente para llegar hoy a tu casa». ¿Es esto enviar a los hombres a la desesperación? ¡No! Es cerrarles todo camino que no sea el de Dios Las mismas verdades que nos revelan nuestra impotencia son las que nos orientan hacia nuestra verdadera esperanza, y nos revelan que en el Padre de misericordias hay gracia omnipotente para hacer por nosotros lo que no podemos hacer por nosotros mismos. «El calvinismo te da diez mil veces más razones para tener esperanza que el predicador arminiano, que se levanta y dice: «Hay lugar para todo el mundo, pero no creo que haya una gracia especial para hacerlos venir; si no quieren venir, no vendrán, y se acabó, es culpa suya, y Dios no les obligará a venir». La Palabra de Dios dice que no pueden venir, pero el arminiano dice que pueden; el pobre pecador se da cuenta de que no puede, pero el arminiano ha declarado positivamente que podría si quisiera». Cuando a un hombre que ha llegado a este punto se le dice que Dios ha determinado salvar pecadores, que así como ha establecido el medio en la sangre del Calvario, ha dado también el Espíritu para aplicar los méritos de aquel sacrificio y para resucitar a los muertos en pecado  el propósito es Suyo, el don es Suyo, los medios son Suyos, el poder es Suyo  , esta es exactamente la buena nueva que un alma así desmayada necesita. Para una persona que ya no confía en si misma y que se da cuenta del desesperado mal de su corazón, no podía haber un mensaje más urgentemente necesitado que el que le enseña a mirar y a confiar en l,  libre gracia de Dios: «El gran sistema conocido como «Las Doctrinas de la Gracia» pone a Dios, y no al hombre, ante la mente de aquél que verdaderamente lo recibe. Todo el conjunto y plan de aquella doctrina mira hacia Dios», y esa es exactamente la dirección en que un alma convicta necesita mirar. Sus superficiales nociones religiosas le han sido arrancadas: «Antes te jactabas: «Puedo creer en el Señor Jesucristo cuando guste, y, todo irá bien». En otros tiempos pensabas que creer era cosa muy fácil; pero ahora no piensas así. «¿Qué me ocurre?» clamas ahora, «No puedo sentir. Peor aún, no puedo creer. No puedo recordar. No puedo refrenarme. Parezco estar poseído por el diablo. Ojalá Dios me ayude, porque yo no puedo ayudarme a mí mismo». «Cuando un hombre sabe y se da cuenta de que es verdaderamente un pecador delante de Dios, es un milagro para él creer en el perdón de los pecados; nada que no sea la omnipotencia del Espíritu Santo puede obrar esta fe en él».

Spurgeon tenía el suficiente conocimiento de la verdadera naturaleza de la convicción de pecado para saber que la predicación de la gracia irresistible es un deleitoso cordial para aquellos cuyas esperanzas están tan sólo en Dios. Se gloriaba en poner de relieve la verdad de que la impotencia humana no es una barrera para la omnipotencia de Dios: «El Señor, cuando se propone salvar pecadores, no se detiene a preguntarles si ellos se proponen ser salvos, sino que, como viento poderoso y acometedor, la influencia divina barre todos los obstáculos; el corazón reacio se dobla ante el potente viento de la gracia, y los pecadores que no querían ceder son llevados por Dios a ceder. Una cosa sé, que si el Señor así lo quiere, no hay hombre tan desesperadamente impío aquí en esta mañana que no pueda ser llevado a buscar misericordia, por infiel que pudiera ser; por más arraigado que estuviera en sus prejuicios contra el Evangelio, Jehová no tiene más que quererlo, y ya está hecho. En tu tenebroso corazón, ¡oh tú que nunca has visto la luz!, la luz entrarla a raudales; solamente que Él dijera: «Sea la luz», sería la luz. Puedes quizá rebelarte y resistir a Jehová; pero Él sigue siendo tu dueño  tu dueño para destruirte, si continúas en la impiedad; pero tu dueño para salvarte ahora, para cambiar tu corazón y transformar tu voluntad como transforma los tíos de agua».
El titulo del sermón del cual procede la cita anterior, Un Sermón del año de Avivamiento, predicado en enero de 1860, nos recuerda que la fuente de esta tremenda certeza estribaba en el conocimiento consciente que Spurgeon tenía, no solamente de la doctrina dada por el Espíritu, sino de la presencia de aquel mismo Espíritu poderoso acompañando a la predicación de la Palabra. Nunca se glorió más en el poder de Dios que en estos años de avivamiento.
Pensemos en la experiencia verdaderamente emocionante que debe haber sido estar en un campo frente a King Edward’s Road, Hackney, en medio de 12.000 personas, y oír un sermón predicado allí un martes por la tarde, el 4 de septiembre de 1855, por el pastor de New Park Street. «Creo que nunca olvidaré», escribía más tarde en su autobiografía, «la impresión que recibí cuando, antes de separarnos, la vasta multitud cantó a una voz:
Load a Dios, de quien procede toda bendición.
 
Aquella noche pude entender mejor que nunca por qué el apóstol Juan, en Apocalipsis, comparaba la «canción nueva» del cielo con <da voz de muchas aguas». En aquel glorioso aleluya, las potentes olas de la alabanza parecían desplegarse hacia el cielo, en majestuosa grandiosidad, como las olas del antiguo océano se despliegan en la playa». 
La lectura de las palabras que fueron predicadas aquella noche hace que sea fácil entender por qué el culto terminó estando los corazones levantados al cielo en una experiencia de maravilla y alabanza. Predicando sobre las palabras «Vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos», Spurgeon se gloriaba en el triunfo de la gracia:
«Oh, me encantan los pasajes en que Dios usa el tiempo futuro de los verbos. No hay nada comparable. Cuando un hombre usa el futuro al hablar, ¿de qué sirve? El hombre dice que hará, y nunca lo lleva a cabo; prometo, y no cumple. Pero nunca es así con Dios. Si lo dice, tendrá lugar; cuando promete, cumple. Ahora bien, aquí ha dicho que «vendrán muchos». El diablo dice «no vendrán>~; pero «vendrán». Vosotros mismos decís «no vendremos»; Dios dice «vendréis». ¡SI!, hay aquí algunos que se ríen de la salvación, que son capaces de escarnecer a Cristo, y mofarse del Evangelio; pero os digo que algunos de vosotros aún vendréis. «¡Qué dices!» exclamáis,  ;Acaso puede Dios convertirme en cristiano?» Te digo que sí, pues en esto estriba el poder del Evangelio. No pide tu consentimiento, sino que lo obtiene. No dice: ;lo quieres?, sino que hace que te ofrezcas voluntariamente en el día del poder de Dios… El Evangelio no quiere tu consentimiento, lo obtiene. Elimina la enemistad de tu corazón. Tú dices «No quiero ser salvo»; Cristo dice que lo serás. Hace que tu voluntad dé media a vuelta, entonces clamas: «Señor, sálvame, o pereceré’» ¡Ah, ojalá el cielo exclame: Sabía que te lo haría decir; y entonces se goce por ti porque ha cambiado tu voluntad y ha hecho que te ofrecieras voluntariamente en el día de su poder! Si Jesucristo hubiese de venir a esta plataforma en esta noche, ¿que harían muchos con él? Si viniese y dijera: «Aquí estoy, te amo, ¿quieres ser salvo por mí?» ni uno de vosotros consentiría si dependiera de vuestra voluntad. Pero él mismo dijo: «Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere». ¡Ah, esto es lo que necesitamos Y aquí lo tenemos. ¡Vendrán! ¡Vendrán! Podéis reíros, podéis despreciarnos; pero Jesucristo no habrá muerto en vano. Si algunos de vosotros lo rechazáis, hay algunos que no lo harán. Si bien algunos no son salvos, otros lo serán. Cristo verá linaje, vivirá por largos días v la voluntad de Jehová será prosperada en su mano. ¡Vendrán! Y nada en el cielo, ni en la tierra, ni en el infierno, puede impedir que vengan».  

Por Iain Murray, pastor de Grove Chapel de Londres, y fundador y director de THE BANNER OF TRUTH TRUST.
Extracto del libro: «Un principe olvidado»

Al continuar utilizando nuestro sitio web, usted acepta el uso de cookies. Más información

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra POLÍTICA DE COOKIES, pinche el enlace para mayor información. Además puede consultar nuestro AVISO LEGAL y nuestra página de POLÍTICA DE PRIVACIDAD.

Cerrar