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La Sagrada Escritura es como un diamante: en la oscuridad es como un pedazo de vidrio, pero tan pronto como la luz la golpea, el agua comienza a centellear, y el centelleo de la vida nos da la bienvenida. Así es que la Palabra de Dios apartada de la vida divina no tiene valor, no digna siquiera del nombre “Sagrada Escritura”. Existe sólo en conexión con su vida divina, desde donde imparte pensamientos que dan vida a nuestras mentes. Es como la fragancia de un parterre que nos refresca sólo cuando las flores y nuestro sentido del olfato se corresponden.

Aunque la Biblia siempre destella pensamientos nacidos de la vida divina, los efectos no son los mismos en todos. Como un todo, es un retrato de Él que es la luminosidad de la gloria de Dios y la imagen expresa de Su Persona, apuntando ya sea a mostrarnos Su semejanza o a servir como su fondo.

Nótese la diferencia cuando un hijo de Dios o un extraño se enfrentan a esa imagen. No significa que no tiene nada que decir a los no regenerados—este es un error del Metodismo que debería ser corregido. Se dirige a todos los hombres como la Palabra del Rey, y todos deben recibir su sello a su manera. Pero mientras que el extraño ve sólo una cara extraña, que lo fastidia, contradice su mundo, y de esa forma lo repele, el hijo de Dios lo entiende y lo reconoce. Está en la más sagrada simpatía con la vida del mundo desde donde esa imagen lo saluda. De esta forma leyendo lo que el extraño no pudo leer, siente que Dios le habla, susurrando paz a su alma.

No se trata de que la Escritura sea sólo un sistema de señales para transmitir pensamiento al alma; más bien, es el instrumento de Dios para despertar y aumentar la vida espiritual, no como por magia, dando una suerte de atestación de lo genuino de nuestra experiencia—una visión fanática siempre opuesta y rechazada por la Iglesia— sino por el Espíritu Santo a través del uso de la Palabra de Dios.

Él nos regenera por la Palabra. El modo de esta operación será discutido más adelante; aquí basta decir que las operaciones de la Palabra y del Espíritu Santo nunca se oponen entre sí, pero, como declara enfáticamente San Pablo, que la Santa Escritura es preparada por el Espíritu de Dios y entregada a la Iglesia como un instrumento para perfeccionar la obra de Dios en el hombre; como él lo expresa. “Que el hombre de Dios pueda ser perfecto,” (2 Tim. 3:17) es decir, un hombre anteriormente del mundo, hecho un hombre de Dios por acto divino, para ser perfeccionado por el Espíritu Santo; de manera que ya es perfecto en Cristo a través de la Palabra. Para este fin, como declara San Pablo, la Escritura fue inspirada por Dios. Por lo tanto, esta obra de arte fue preparada por el Espíritu Santo para guiar al hombre nacido de nuevo a este elevado ideal. Y para enfatizar el pensamiento añade: “Que pueda ser completamente equipado para toda la buena obra” (2 Tim. 3:17).

Por lo tanto, la Escritura sirve a este doble propósito:

  • Primero, como instrumento del Espíritu Santo en Su obra sobre el corazón del hombre.
  • Segundo, para preparar al hombre perfectamente y equiparlo para cada buena obra.

Consecuentemente el funcionamiento de la Escritura abarca no sólo el avivamiento de la fe, sino también el ejercicio de la fe. Por lo tanto, en vez de ser una letra muerta, no espiritual, mecánicamente opuesta a la vida espiritual, es la fuente de agua viva, que, al ser abierta, fluye hacia la vida eterna.

De ahí que la preparación y preservación de la Escritura por parte del Espíritu no esté subordinada, sino que es prominente en referencia a la vida de toda la Iglesia. O para que sea más claro: si la profecía, por ejemplo, apunta primero a beneficiar a las generaciones contemporáneas, y en segundo lugar a ser parte de la Sagrada Escritura que reconforta a la Iglesia de todos los tiempos, lo segundo es de infinitamente mayor importancia. De ahí que el principal objetivo de la profecía no era beneficiar a la gente que vivía en ese tiempo, y a través de la Escritura darnos los frutos indirectamente, sino que a través de la Escritura diese el fruto para la Iglesia de todos los tiempos, e indirectamente beneficiar a la Iglesia de antaño.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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