En BOLETÍN SEMANAL

  Si esto parece algo intrincado y oscuro, pasemos a la fórmula misma del Pacto, que no solamente satisfará a los espíritus apacibles, sino que demostrará suficientemente la ignorancia de los que pretenden contradecirnos.

El Señor ha hecho siempre este Pacto con sus siervos: «Yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo» (Lv. 26:12); palabras en las que los mismos profetas declaran que se contiene la vida, la salvación y la plenitud de la bienaventuranza. No sin motivo David afirma muchas veces: -Bienaventurado el pueblo cuyo Dios es Jehová» (Sal. 144:1)»el pueblo que Él escogió como heredad para sí» (Sal. 33:12). Lo cual no se debe entender de una felicidad terrena, sino que Él libra de la muerte, conserva perpetuamente, y mantiene con su eterna misericordia a aquellos a quienes ha admitido en la compañía de su pueblo. E igualmente otros profetas: «Tú eres nuestro Dios; no moriremos» (Hab. 1:12). Y: «Jehová es nuestro legislador; Jehová es nuestro rey; Él mismo nos salvará» (1s.33,:22). «Bienaventurado tú, oh Israel; ¿Quién como tú, pueblo salvo por Jehová?” (Dt. 33:29).

Mas para no fatigarnos excesivamente con una cosa que no lo requiere, a cada paso en los Profetas se lee: ninguna cosa nos falta para tener todos los bienes en abundancia y para estar seguros de nuestra salvación, a condición de que el Señor sea nuestro Dios. Y con toda razón; porque si su rostro, tan pronto como se manifiesta, es una prenda ciertisima de salvación, ¿cómo podrá declararse por Dios a alguno, sin que al momento le descubra tesoros de vida? Porque Él es nuestro Dios, siempre que resida en medio de nosotros, como lo testificaba por medio de Moisés (Lv. 26:11). Y no se puede obtener de Él tal preferencia sin que a la vez se posea la vida. Aunque no hubiese otra razón, ciertamente tenían una promesa de vida espiritual harto clara y evidente en estás palabras: «Yo soy vuestro Dios» (Ex. 6:7). No les decía solamente que sería Dios de sus cuerpos, sino principalmente de sus almas. Ahora bien, si las almas no están unidas con Dios por la justicia y la santidad, permanecerán alejadas de Él por la muerte; pero si tienen esa unión, ésta les traerá la salvación eterna.

     Las promesas del Pacto son espirituales

Añádase a esto que Él no solamente les afirmaba que sería su Dios, sino también les prometía que lo sería para siempre, a fin de que su esperanza, insatisfecha con los bienes terrenales, pusiese sus ojos en la eternidad. Y que este modo de hablar del futuro signifique tal cosa, se ve claramente por numerosos testimonios de los fieles, en los cuales no solamente se consolaban de las calamidades que padecían, sino también respecto al futuro, seguros de que Dios nunca les había de faltar.

Asimismo había otra cosa en el Pacto, que aún les confirmaba más en que la bendición les sería prolongada más allá de los límites de la vida terrenal; y es que se les había dicho: Yo seré Dios de vuestros descendientes después de vosotros (Gn. 17:7). Porque si había de mostrarles la buena voluntad que tenía con ellos ya muertos, haciendo bien a su posteridad, con mucha mayor razón no dejaría de amarlos a ellos. Pues Dios no es como los hombres, que cambian el amor que tenían a los difuntos por el de sus hijos, porque ellos una vez muertos no tienen la facultad de hacer bien a los que querían. Pero Dios, cuya liberalidad no encuentra obstáculos en la muerte, no quita el fruto de su misericordia a los difuntos, aunque en consideración a ellos hace objeto de la misma a sus descendientes por mil generaciones (Ex.20:6). Con esto ha querido mostrar la inconmensurable abundancia de su bondad, la cual sus siervos habían de sentir aun después de su muerte, al describirla de tal manera que redundara en toda su descendencia.

El Señor ha sellado la verdad de esta promesa, y ha mostrado su cumplimiento, al llamarse Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob mucho tiempo después de que hubieran muerto (Éx. 3:6; Mt. 22:32; Luc. 20:37). Porque sería ridículo que Dios se llamara así, si ellos hubieran perecido; pues sería como si Dios dijera: Yo soy Dios de los que ya no existen. Y los evangelistas cuentan que los saduceos fueron confundidos por Cristo con este solo argumento, de tal manera que no pudieron negar que Moisés hubiese afirmado la resurrección de los muertos en este lugar. De hecho, también sabían por Moisés que todos los consagrados a Dios están en sus manos (Dt. 33:3). De lo cual fácilmente se sigue que ni aun con la muerte perecen aquellos a quienes el Señor admite bajo su protección, amparo y defensa, ya que tiene a su disposición la vida y la muerte.

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Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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