​Cuando la fórmula trinitaria busca establecer la distinción entre los miembros de la Trinidad en términos de persona en lugar de esencia, mira al Libro de Hebreos para extraer parte de su fundamento. El autor de Hebreos escribe:  Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas,   en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el universo;  el cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, (Hebreos 1:1-3)

    Aquí, el autor de Hebreos describe a Cristo como “el resplandor de su gloria y la imagen precisa de su persona”. Vemos una distinción entre la persona del Padre y Aquel que es la imagen expresa de esa persona. Juan Calvino comenta acerca de este texto:

    Cuando el Apóstol llama al Hijo de Dios “la imagen expresa de su persona” (Hebreos 1:3), indudablemente atribuye al Padre alguna subsistencia en la cual difiere del Hijo. (Institución, I/XIII/2) [Versión Beveridge traducida]

PERSONA, SUBSISTENCIA E HIPÓSTASIS

En la cita de Calvino observamos que hace uso de una palabra técnica que se halla frecuentemente en el lenguaje teológico. Es la palabra subsistencia.

    Hay tres palabras en nuestro idioma que guardan una estrecha interrelación pero que pueden ser distinguidas entre ellas. Estas palabras son esencia, existencia y subsistencia.

    Una de las preguntas que frecuentemente me plantean los laicos es ¿Qué es el existencialismo? Todo el mundo ha oído la palabra existencialismo, y la mayoría tiene una especie de percepción vaga y oscura de lo que significa. Hay una disposición de ánimo existencialista que ha sido ampliamente comunicada a través de la literatura, el drama, las películas y otras formas de arte.

    Un portavoz fundamental del existencialismo durante el siglo veinte fue el autor francés Jean-Paul Sartre, que murió en 1980. Sartre acuñó una frase que ha llegado a ser una especie de lema o eslogan para el existencialismo. Su frase, traducida a nuestro idioma, es “la existencia precede a la esencia”. Dado el propósito que tenemos aquí, podemos pasar por alto la importancia filosófica total de esta frase. Lo que importa para nuestro asunto inmediato es que la frase establece una aguda distinción entre existencia y esencia, o entre existencia y ser.

    En nuestra forma común de hablar, habitualmente intercambiamos la palabra existencia con la palabra ser. Decimos que las personas existen y que Dios existe. Decimos que las personas son seres y que Dios es un ser. Distinguimos el ser de Dios y el ser de las personas llamándonos a nosotros mismos seres humanos y a Dios el Ser Supremo. Hacemos esto porque reconocemos que Dios pertenece a un orden más alto de ser que nosotros. Somos seres creados. Somos dependientes, derivados, finitos, seres cambiantes. En una palabra, somos criaturas. Dios no es una criatura. Él es increado, independiente, no derivado, infinito e invariable. No obstante, es un Ser.

    Cuando decimos que Dios “existe”, queremos decir que Él real y verdaderamente es. Sin embargo, hay un sentido técnico en el cual es inadecuado decir que Dios existe.

    Eso puede parecer escandaloso. De ninguna manera estoy cuestionando la realidad del ser de Dios. Sin embargo, el ser de Dios es aun más alto que la mera “existencia”.

    La palabra existir proviene de las palabras latinas que significan, literalmente, “estar fuera de” (ex-, “fuera de”, más sistere, “estar”). ¿Qué es aquello de lo cual las cosas existentes están “fuera”? Originalmente, el concepto era este: Existir es estar fuera del ser. No significa que existir sea estar completamente fuera del ser. Si estuviéramos completamente fuera del ser, no seríamos. Lo único que está completamente fuera del ser es la no existencia o la nada.

    “Estar fuera” del ser significa algo como tener un pie en el ser y el otro en el no ser. El punto de esta sutil distinción es hacer sitio para el ser de las criaturas que es finito y cambiante. Nuestro ser no es un ser en estado puro. Nuestro ser está mezclado con el llegar a ser. Somos tanto reales como potenciales. Siempre estamos cambiando. Sin embargo, Dios no cambia. Él no tiene potencial. Él es realidad pura. Él es eternamente lo que es. Como le dijo a Moisés, “YO SOY EL QUE SOY”.

    La trama se complica (como si aún no se hubiera complicado lo suficiente). La palabra subsistencia establece otra distinción sutil. Subsistir significa literalmente “estar por debajo” de algo. En teología, no significa estar fuera del ser sino debajo del ser.

    Cuando Juan Calvino y otros teólogos hablan de personas en la Trinidad, quieren decir que en la Trinidad tenemos una esencia (ser) y tres subsistencias. Las tres personas de la Divinidad subsisten en la esencia divina.

    En la formulación de la Trinidad, la palabra persona proviene de la misma palabra en latín (persona). Es una combinación del prefijo per- (“a través”)  y la raíz sono. En el teatro romano, una persona era una máscara a través de la cual hablaban los actores. Todos hemos visto los símbolos de las máscaras que son el sello distintivo del mundo del teatro. La máscara del rostro feliz simboliza la comedia y la máscara del rostro triste simboliza la tragedia.

    Hubo una gran lucha en torno al uso de la palabra persona en la teología debido a su origen en el lenguaje del teatro. La palabra griega que se halla en el Nuevo Testamento y que se traduce en el latín y en nuestro idioma como persona es hypostasis. En consecuencia, cuando hablamos de la Trinidad hablamos de la “unión hipostática de la Divinidad”.
    Prosiguiendo con sus comentarios acerca de Hebreos 1, Calvino escribe:

    Porque siendo la esencia divina simple e individual, incapaz de división alguna, el que la tuviere toda en sí y no por partes ni con comunicación, sino total y enteramente, este tal sería llamado “carácter” e “imagen” del otro impropiamente. Pero como el Padre, aunque sea distinto del Hijo por su propiedad, se representó del todo en éste, con toda razón se dice que ha manifestado en él su hipóstasis. (I/XIII/2)    
    
    Refiriéndose al versículo en que Hebreos describe a Cristo como el “resplandor de su gloria”, Calvino afirma:

    Ciertamente, de las palabras del Apóstol se deduce que hay una hipóstasis propia y que pertenece al Padre, la cual, sin embargo, resplandece en el Hijo; de donde fácilmente se concluye también la hipóstasis del Hijo, que le distingue del Padre. Lo mismo hay que decir del Espíritu Santo, el cual luego probaremos que es Dios; y, sin embargo, es necesario que lo tengamos como hipóstasis diferente del Padre. Pero esta distinción no se refiere a la esencia, dividir la cual o decir que es más de una es una blasfemia. Por tanto, si damos crédito a las palabras del Apóstol, síguese que en un solo Dios hay tres hipóstasis. Y como quiera que los doctores latinos han querido decir lo mismo con este nombre de “Persona”, será de hombres fastidiosos y aun contumaces querer disputar sobre una cosa clara y evidente. Si quisiéramos traducir al pie de la letra lo que la palabra significa diríamos “subsistencia”. (I/XIII/2)

    Vemos, entonces, que cuando la iglesia cristiana confiesa su fe en un Dios triuno, tiene la intención de expresar la idea de que hay una sola esencia o ser, no tres, pero habiendo tres personalidades subsistentes distintivas en la Divinidad. Los nombres Padre, Hijo y Espíritu Santo indican distinciones personales en la Divinidad pero no divisiones esenciales en Dios. Espero que los lectores hayan seguido el argumento hasta aquí.   La mayor parte de los creyentes estaría feliz de dejarles la conversación teológica a los teólogos profesionales y seguir viviendo la vida cristiana. Sin embargo, siglos de actividad teológica han dejado claro que la vida cristiana no se vive correctamente sin tener las creencias correctas como fundamento. No todos los cristianos necesitan ser eruditos teológicos con educación de seminario, pero todo cristiano necesita entender la naturaleza del Dios que adoramos (Se supone que debemos amar a Dios con toda nuestra mente). A veces la comprensión es fácil, como cuando el pecador, viendo su necesidad y la misericordia de Dios, dice con total sinceridad “Dios, ten piedad de mí, pecador”. Sin embargo, a veces se requiere más trabajo mental. Y en medio de tantas opiniones y afirmaciones opuestas sobre Dios y el Espíritu Santo, el trabajo mental es esencial.

    Podríamos prescindir de toda la teología técnica acerca de la Trinidad si todos estuviéramos de acuerdo en que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios y no obstante el Hijo no es el Padre, ni el Espíritu es el Hijo, sino que cada uno tiene su subsistencia única.
    En el plan de creación y redención hablamos de la subordinación de ciertas personas de la Divinidad con respecto a otras. Por ejemplo, aunque Dios el Hijo es coeterno y coesencial con el Padre, en la obra de redención es el Padre quien envía al Hijo al mundo. El Hijo no envía al Padre. De forma similar, la Escritura dice que el Hijo es engendrado por el Padre; el Padre no es engendrado por el Hijo.
    Del mismo modo, creemos que el Espíritu Santo es enviado por y procede del Padre y del Hijo juntos. El Espíritu no envía al Padre ni al Hijo. Ni tampoco el Hijo ni el Padre proceden del Espíritu Santo. En la obra de redención, así como el Hijo está subordinado al Padre, el Espíritu Santo está subordinado tanto al Padre como al Hijo.

    Estar subordinado en la obra de redención, sin embargo, no significa ser inferior. El Hijo y el Espíritu Santo son iguales al Padre e iguales entre ellos en ser, gloria, dignidad, poder y valía.

Extracto del libro: «El misterio del Espíritu Santo» de R.C. Sproul

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