En ARTÍCULOS

“Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios.”—Rom 8: 14.

La fe salvadora debería entenderse siempre como una disposición del ser espiritual del hombre, mediante la cual puede llegar a tener la seguridad de que el Cristo tras las Escrituras, el único Salvador, es su Salvador.

Escribimos intencionadamente una “disposición” mediante la cual el hombre puede llegar a tener la seguridad. Tal como hay agua en las tuberías, aunque no se encuentre corriendo por una llave en este momento, o tal como el gas se encuentra en los conductos, aunque no esté ardiendo; así mismo, por causa de la regeneración, la fe se encuentra presente como una disposición en el ser espiritual del hombre, aun cuando él todavía no crea, o cuando haya dejado de creer. Si la casa está conectada a las obras hidráulicas de la ciudad, el agua puede correr; pero no por esta razón estará siempre corriendo; así como tampoco el gas se encontrará siempre ardiendo. La diferencia que existe entre esta vivienda y la de su vecino, es que en la primera el agua puede fluir y el gas puede arder, ya que la de su vecino no se encuentra conectada como lo está esta.

Existe una diferencia similar entre los nacidos de nuevo y los no nacidos de nuevo; es decir, entre aquel que se une a Jesús y aquel que no se ha unido a Él. La diferencia no radica en que el primero crea y lo haga en forma constante y en todo momento, sino sólo en esto: que él puede creer. Porque quien no ha nacido de nuevo no puede creer, ha destruido deliberadamente el don precioso y divino mediante el cual él podría haberse unificado a la vida de Dios. Dios le dio ojos para ver, pero él se ha cegado a sí mismo de forma deliberada. Por lo tanto, no puede ver a Jesús. El Cristo vivo no existe para él. No ocurre así con el hijo de Dios nacido de nuevo. Es cierto que él también es un pecador; él también se ha cegado a sí mismo de forma deliberada; pero se ha realizado en él una operación tal, que ha restaurado su vista de manera que ahora sí puede ver. Y esta es la facultad de fe que le ha sido implantada. Esta facultad afecta la conciencia. Tan pronto como el hecho de que Cristo es el único Salvador y mi Salvador, es introducido a mi conciencia—la cual es la clara representación de todo mi ser, y se adapta y se une perfectamente a ello como una verdad fundamental, indubitable y firmemente establecida—entonces creo.

Pero esta verdad no se ajusta a la conciencia del hombre natural. Él puede introducirla de vez en cuando por medio de una fe temporal o histórica, pero sólo como un elemento extraño, y su naturaleza reacciona inmediatamente en contra de ella; exactamente de la misma manera que la sangre y el tejido reaccionan, en contra de una astilla que se ha insertado en un dedo. Por esta razón, una fe pasajera nunca puede salvar a un hombre, sino, por el contrario, lo daña; pues hace que su alma se infecte.

Por principio, la conciencia humana, tal como es según su naturaleza, y el Cristo que se encuentra tras las Escrituras, son diametralmente opuestos. Uno excluye al otro. Lo que se ajusta y acomoda a la conciencia del hombre natural, es la negación constante de Cristo. Esta conciencia natural es la representación de su existencia pecaminosa; y como un pecador inconverso siempre se hace valer a sí mismo, se cree salvable, y más aun, pretende salvarse a sí mismo, no puede tolerar a Cristo. Cristo resulta impensable para él; por lo tanto, no puede aceptarlo. No, no existe ninguna necesidad de Él; él mismo también puede salvar, con Jesús, o simplemente, tan bien como Jesús, o siguiendo el ejemplo de Jesús; por esta razón, este Jesús no es en ningún caso el único Salvador.

Pero si el Cristo que se encuentra tras las Escrituras se ajusta a su conciencia, esa conciencia debe haber sido cambiada de lo que era según su naturaleza; y, siendo el reflejo y la representación de su ser y de todo lo que contiene, se deduce que para dar cabida a Cristo, pero no para complacerlo a Él, sino debido en forma absoluta a su propia necesidad, su ser requiere primero ser cambiado. Por lo tanto, ocurre un doble cambio:

En primer lugar, el nuevo nacimiento, que cambia la posición de su ser interior. En segundo lugar, el cambio que afecta a su conciencia, mediante la introducción de la disposición a aceptar a Cristo. Y esta disposición, siendo el órgano de su conciencia mediante el cual puede hacer esto, es la facultad de la fe.

Los padres han señalado acertadamente que esta disposición también ha sido impartida a la voluntad. Y no puede ser de otra manera. La voluntad es como una rueda que mueve los brazos de un molino de viento. En el Adán sin pecado, esta rueda permaneció perfectamente cuadrada sobre su eje, girando con la misma facilidad a la derecha y a la izquierda, es decir, se movía tan libremente hacia Dios como hacia Satanás. Pero en el pecador, esta rueda está en parte movida de su eje, de manera que puede girar únicamente a la izquierda. Cuando quiere pecar, puede hacerlo. En este sentido el eje se encuentra desviado; él tiene el poder para pecar. Pero la rueda no puede girar en sentido contrario; tal vez sólo un poco, con mucha dificultad y mucho chirrido, pero nunca lo suficiente como para moler maíz. El funcionamiento de su voluntad nunca podrá producir ningún bien salvador. Él no podrá hacer que la rueda de su vida gire hacia Dios, mediante la energía de la voluntad.

Incluso después de que él ha sido cambiado interiormente, y que la facultad de la fe ha entrado en su conciencia, ella resultará inútil mientras la impotente voluntad entre en la conciencia para expulsar su seguridad cristiana. Por lo tanto, para que la voluntad pueda servir a la conciencia cambiada, debe ser forjada por Dios. De ahí que la disposición de fe sea impartida no sólo a la conciencia, sino también a la voluntad, para adaptarla así al Cristo de las Escrituras. La voluntad del santo es llevada de nuevo a moverse libremente hacia Dios. Cuando el ego cambia su dirección y la voluntad es cambiada, sólo entonces la nueva disposición puede entrar en la conciencia, para estar seguros de que el Cristo que se encuentra tras las Escrituras es el único Cristo y es su Cristo.

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Extracto del libro: “La Obra del Espíritu Santo”, de Abraham Kuyper

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