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El creyente debe depender de la fuerza divina, ya que esta idea resulta en mayor progreso de la gloria de Dios (Ef. 1:4,12). Si Dios te diera un suministro vitalicio de su gracia al principio, y lo dejara de tu cuenta, lo considerarías muy generoso. Pero se incrementa aún más en la cuenta corriente que Él abre a tu nombre. Ahora no solo debes reconocer que tu fuerza viene de Dios en primer lugar, sino que continuamente estás en deuda por cada entrega de dicha fuerza que recibes en tu carrera cristiana.

Cuando un niño viaja con sus padres, todos sus gastos los cubre el padre, no él mismo. Igualmente, ningún creyente dirá al llegar al Cielo: “Este es el Cielo que he ganado con el poder de mi fuerza”. No, la Jerusalén celestial es una ciudad “cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Heb. 11:10). Cada virtud es una piedra del edificio, y su coronamiento se coloca en la gloria. Algún día los creyentes verán claramente que Dios no solo fue el Fundador al principio, sino también el Benefactor para terminarlo. La gloria de la obra no se repartirá —algo para Dios, algo para la criatura—; todo será íntegramente de Dios.

Un aviso solemne:

¿Procede la fuerza del cristiano del Señor y no de sí mismo? Entonces la persona fuera de Cristo debe ser una criatura débil e impotente, incapaz de hacer nada para su propia salvación. Si un árbol no puede crecer sin la savia de la raíz, ¿cómo podrá un tronco podrido, sin raíz, reavivarse por su cuenta? Es decir, que si un cristiano dotado con la gracia de Dios debe depender continuamente de la fuerza divina, entonces, seguramente, aquel que está fuera de la gracia de Dios, muerto en pecado, nunca podrá producir esta fuerza en sí mismo. No ser regenerado es ser impotente: “Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos” (Rom. 5:6).

La filosofía del humanismo hace tiempo que ha sido pretendiente del orgullo humano. Se jacta de su fuerza y su sabiduría natural, y lo halaga con promesas de grandes hazañas hoy y del Cielo después. Dios mismo ha desbaratado a estos constructores de Babel, y ha proclamado su preeminencia por toda la eternidad. ¡Malditos sean para siempre tales hijos del orgullo que confían en el poder de la naturaleza, como si el hombre, con sus propios ladrillos y cemento de capacidades naturales, pudiera abrirse camino al Cielo! Los lectores que aún siguen en su estado natural, ¿quieren hacerse sabios para la salvación? Entonces háganse primero necios ante sus propios ojos. Renuncien a esa sabiduría carnal que no puede percibir lo espiritual, y pidan sabiduría a Dios, el cual da sin reprensión (cf. Stg. 1:5).

Y en cuanto a los creyentes, sabiendo que su fuerza está en el Señor enteramente y no en sí mismos, permanezcan humildes, aun cuando Dios les esté utilizando y bendiciendo. ¡Recuerda, cuando tienes puesto tu mejor traje, quién lo hizo y lo pagó! El favor de Dios no es hechura de tus manos, ni precio de tu valor. ¿Cómo jactarte de lo que no compraste? Si te apropias indebidamente del poder de Dios y lo acreditas a tu propia cuenta, Él pronto hará una auditoría y volverá a tomar lo que siempre ha sido suyo. Aun cuando parece más generoso con tu paga espiritual, la cuenta sigue estando a su Nombre, y podría devolverte a la más absoluta pobreza si malversaras su gracia.

Entonces, anda humildemente ante Dios y utiliza bien tus fuerzas, recordando que son fuerzas prestadas. ¿Qué clase de persona malgasta lo que mendiga? ¿Y quién dará limosna a un mendigo que tira lo que se le ha dado? ¿Cómo mirarás a Dios a la cara para pedirle más, si malgastas lo que ya has recibido por gracia?

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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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