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La naturaleza inherente de los demonios mismos, tanto como la de sus obras, se incluye en la descripción, espíritus de maldad. Esto es verdad en un sentido. Pero se pasa por alto otra verdad, en el sentido de que la cita no solo se refiere a la naturaleza espiritual de los demonios mismos, sino también —y principalmente— a la naturaleza y clase de los pecados perpetrados. Estos pecados son las manzanas tentadoras que a menudo utilizan para envenenar a los cristianos. La versión Reina-Valera de 1909 habla de “malicias espirituales”. No se trata de los pecados groseros y carnales, en los cuales los pecadores se revuelcan como cerdos, sino pecados espirituales, mucho más sutiles y tal vez más despreciables.

Esta breve frase —“contra malicias espirituales”—, tomada en su contexto, nos presenta tres conclusiones doctrinales:

1) Los demonios son espíritus;
2) Son espíritus sumamente malignos;
3) Estos espíritus malignos utilizan la malicia espiritual para perseguir a los cristianos y provocarles al pecado.

Veamos…

1) Los demonios son espíritus. La palabra espíritu tiene varias acepciones en las Escrituras. Se emplea a menudo para describir a los ángeles, tanto buenos como malignos (Heb. 1:14; 1 Rey. 22:21). A menudo se llama espíritu al diablo mismo: el “espíritu impuro”, “espíritu mentiroso”, “espíritu inmundo”.

Entonces, ¿qué son los espíritus? Y más particularmente, ¿cuáles son las características especiales de los espíritus malignos?

Primero, son inmateriales. No están hechos de la misma sustancia que los humanos. Cuando los discípulos de Cristo pensaron que veían un espíritu, el Señor les dijo: “Palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo” (Lc. 24:39). No tenemos pruebas de que el pecado alterara la sustancia básica de Satanás. Manifestado como Lucifer, hijo de la mañana, su esencia era inmaterial; y como Satanás, príncipe de las tinieblas, sigue siéndolo. Si los demonios no fueran inmateriales (esto es, espíritus) ¿cómo entrarían en los cuerpos para poseerlos? (Lc. 8:30).

Aunque los espíritus carecen de cuerpo, no por eso dejan de ser seres reales, creados. No pienses erróneamente que se trata de meras cualidades o emociones: como algunos suponen de forma absurda. Tal aseveración niega la Palabra, donde vemos el relato de su creación (Col 1:16), la caída de algunos de ellos de su primer estado (Jud. 6), y la posición de otros, llamados “ángeles escogidos” (1 Ti. 5:21). La Palabra también habla de la felicidad de los espíritus que moran en la corte de Dios y sirven a los creyentes (cf. He. 1:14) y la miseria de aquellos que Dios “ha guardado bajo oscuridad, en prisiones eternas” (Jud. 6).

Todas estas pruebas indican que los espíritus buenos y malos son seres personales. Pero el hombre caído, desamparado e inmerso en la carne, no se presta a creer lo que no ve con sus ojos mortales. Se podría emplear el mismo argumento para negar la existencia de Dios, por ser invisible.

La astucia de Satanás nos hacer creer que si no vemos algo, no existe. Un pecador puede llevar a Satanás en el corazón y andar todo el día en su compañía sin notarlo. Como un caballo con orejeras, siente el látigo que lo conduce hacia la ambición egoísta o la lujuria sin ver el rostro del conductor. Pero allí está Satanás, lo veas o no. Cuando tus pasiones se desbocan, corriendo hacia la destrucción, puedes estar seguro de que el diablo mismo te espolea a ello.

Otra característica de los espíritus es que son seres intelectuales. Son más inteligentes que otras criaturas, porque por creación se acercan más a la naturaleza de Dios. Con el estudio diligente, el hombre ha acumulado un tesoro de conocimiento científico; sin embargo, el ser humano más sabio está tan lejos de la inteligencia angelical como la tierra dista de los cielos.

Sin duda los ángeles caídos perdieron mucho de su conocimiento celestial: toda su sabiduría como ángeles santos, de hecho. Lo que ahora conocen de Dios ha perdido el sabor, y no pueden utilizarlo para su bien. Se les puede aplicar el concepto que tiene Judas de los hombres malvados, quienes hacen mal uso de su conocimiento para corromperse aún más (v. 10). Conocen la santidad de Dios, sin amarlo por ello. Conocen el mal del pecado, sin amarlo menos. Aunque sean necios por completo en cuanto a su propio destino, los espíritus malignos son más fuertes que todos los cristianos de la tierra, excepto por lo siguiente: ¡El Dios Todopoderoso actúa a nuestro favor!

Además de ser inmateriales y altamente intelectuales, los espíritus tienen la gran ventaja de ser inmortales. Respecto a otros enemigos se puede llegar a escuchar que “han muerto los que procuraban la muerte del niño” (Mt. 2:20), como le dijo el ángel a José. Los hombres malos pasean un poco por el escenario, hasta que los llama la muerte; y así terminan sus conspiraciones. Pero los demonios no mueren. Te acosan hasta la tumba; y si mueres sin Cristo, te encontrarán en el otro mundo para seguir acusándote y atormentándote allí.

Estos espíritus malignos son infatigables. Cuando termina una lucha entre los hombres, aun el vencedor debe tomarse un respiro. Su fuerza es limitada. Otros hombres de éxito, cuando se les priva de sus metas personales, pierden la voluntad de luchar y se rinden desesperados. Tertuliano decía de Diocleciano que había tirado el cetro en un arrebato de resentimiento por no ser capaz de eliminar el cristianismo. No podía matar a todos los seguidores de Cristo antes de que otros nuevos nacieran en el Reino; así que por fin lo dejó por imposible y buscó otra distracción maligna.

Pero el diablo nunca se desalienta, ni se cansa de hacer daño a las almas de los hombres. No ha parado ni un momento desde que empezó a vagar por la tierra (cf. Job 1:7). De hecho, Dios mismo tiene que atarlo de pies y manos para frenar su febril actividad.

2) Los demonios no solo son espíritus, sino que son espíritus extremadamente malignos. Dios es el Santo porque nadie hay tan santo como el Señor. El diablo es “el malo”, porque su maldad es única (Mt. 13:19). Lo que sabemos de él por la Palabra nos muestra la medida de su maldad, y podemos utilizarlo para juzgar los grados de pecado y de pecadores entre los hombres. La fórmula es sencilla: mientras más nos parecemos a Dios, más santos somos; mientras más nos parecemos al diablo, nuestra maldad es mayor.

Estos ángeles caídos son los inventores del pecado. Fueron los primeros en tocar la trompeta de la rebelión contra su Creador, y abrieron camino a todo pecado habido y por haber. No existe idioma terrestre con adjetivos suficientemente fuertes para describir la magnitud de semejante pecado.

Dios había puesto a Lucifer en el pináculo de la creación, lo más cerca posible de sí mismo. No le había reservado nada a este ángel bien amado, excepto su propia diadema real. Pero este favorito de la corte, sin causa ni solicitud de nadie más, inició un intento audaz y blasfemo de arrebatarle la corona a Dios y ponerla sobre su propia cabeza. La gravedad de la rebelión de Satanás estriba en el hecho de que pecó sin tentador. Eso le otorga la ignominiosa distinción de llamarse el padre de la mentira (Jn. 8:44), según la misma tradición de aquellos que por fundar un arte o una profesión son considerados “padres” de ella. Aunque los hombres no corren peligro de cometer el acto supremo de traición como Satanás, se acercan mucho al mismo cuando se hacen “inventores de males” (Rom. 1:30).

El pecado es una actividad antigua. Pero como otros asuntos en los que el hombre ingenioso utiliza los inventos de sus semejantes para crear productos nuevos y mejores, en cada generación nacen infames que idean nuevos pecados a base de antiguas maldades. La perversión sexual es un pecado antiguo, pero los sodomitas eran viles de una manera nueva, y el pecado que inventaron lleva su nombre hasta hoy. Algunos inventan nuevas herejías; otros, nuevas blasfemias. Los sanguinarios inventan nuevas maneras de perseguir a los justos. Hasta el fin del mundo, cada época sobrepasará a la anterior en el grado de pecado. Ismael y los burladores del mundo antiguo parecen niños ineptos comparados con los escarnecedores y perseguidores de los últimos tiempos.

¡Piensa dos veces antes de usar la inteligencia para inventar nuevos pecados! Puede que provoques a Dios a nuevos juicios. Sodoma inventó un nuevo pecado, y Dios inventó un nuevo castigo para ellos: les envió el Infierno desde lo alto.

Estos mismos demonios inventores del pecado son además sus principales promotores. Los ángeles apóstatas no solo inventaron el pecado, sino que son sus principales emprendedores. A estos espíritus, por tanto, se les llama “el tentador”, y al pecado, las “obras del diablo”, no importa cuál de ellos lo cometa: igual que el diseño de una casa se le acredita al arquitecto aunque sea otro quien la construya.
Cuando haces pecar a otro, le quitas el oficio al diablo. Déjalo que lo haga él, si puede, pero nunca seas su asalariado. Tentar a otro a pecar es peor que pecar uno mismo. Los que tientan a los demás plantan su propia maldad en tierra fértil y cosechan nueva simiente para Satanás. Cultivar la cosecha del pecado para el diablo con el mal de tu propio corazón demuestra que el pecado está muy arraigado en tu ser. Los padres particularmente deben guardarse de este acto vil. Aquellos que enseñan a sus hijos el catecismo del diablo —a blasfemar, mentir, embriagarse, etc.— son demonios encarnados.

¿No sabes lo que haces al tentar a otros? Te lo diré: haces lo que tu propio arrepentimiento no puede deshacer. Contaminas a familiares y amigos con el error, y los envías corriendo a unirse a las huestes del diablo. Más tarde puede que comprendas tu error y te apartes del mal camino, ¿pero puedes forzar a aquellos a quienes has apartado a luchar contra las presiones mundanas y llegar a Jesús a toda costa? Puedes rogar y llorar, y postrarte ante ellos. Tu corazón, como el de Lamec, puede quebrantarse por la pena. Pero desdichadamente su rescate está más allá de tu poder. ¡Qué dolor para tu alma verlos de camino al Infierno sabiendo que tú les pagaste el peaje y que no los puedes hacer volver! Hasta después de tu muerte, tus pecados se pueden perpetuar en los vivos, generación tras generación.

Los demonios son maliciosa e incesantemente malvados. Los ángeles caídos no son malvados de forma incidental ni casual, sino voluntaria y constantemente. El nombre del diablo, “el maligno”, denota su naturaleza maliciosa, su deseo de molestar y acosar a los demás. Atrae las almas al pecado, no por tener gusto ni provecho al hacerlo. Posee demasiada luz para gozarse o tener paz en el pecado. Conoce su sino, y tiembla al pensar en el mismo. Pero su naturaleza maliciosa le impulsa sin misericordia. Tiene tanta sed de almas como un perro salvaje de ovejas. La diferencia es que el perro finalmente cae desfallecido, mientras que Satanás no se cansa nunca de ser un carnicero de almas.

Aunque trabaja para obtener la condenación eterna de toda alma, la venganza declarada del diablo se dirige más frecuentemente contra los cristianos. De ser posible, no dejaría ni a uno de la manada de Cristo con vida. Tal es su malicia contra Dios, al cual odia con odio absoluto. Ya que no lo puede alcanzar con un golpe directo, lo golpea indirectamente atacando a los santos. Sabe que de forma muy real la vida de Dios está entretejida con la de ellos. Si ahora mismo paces en los prados verdes de Dios y bebes del pozo de su misericordia, ten cuidado. Seguramente Satanás te atacará. Ten en cuenta que la honra que Dios recibe en la tierra se relaciona directamente con el fluir de su misericordia. Por tanto, el diablo se esfuerza por levantar una presa con sus obras malignas y estorbar así el fluir de la misericordia hacia los cristianos. Esto es lo peor que se puede decir de los demonios: desprecian a Dios con malicia, y en él, la gloria de su misericordia.

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Extracto del libro: “El cristiano con toda la armadura de Dios” de William Gurnall

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