​Los comentarios de Calvino representan una sorprendente y completa ruptura con el método alegórico retorcido y complicado de exposición, de los eruditos escolásticos. Interpretó la Escritura de acuerdo con su plan principal, recto y de sentido natural, esto es, como la Palabra de Dios para todos los hombres.

Cuando el papa Pío III dirigió una «Paternal Admonición» al emperador porque éste había mostrado cierta indulgencia hacia los protestantes y había asumido autoridad para convocar un concilio (en Spira) para la definición de la fe, Calvino, indignado, escribió sus Anotaciones a la admonición pontificia. Las afirmaciones y argumentos expuestos por el papa están sujetas a una implacable disección denunciando despectivamente su moral personal. La publicación de las actas del concilio de Trento fue contestada por un Antídoto de Calvino en 1547, en donde con su característica amplitud examina los decretos y los cánones de las Primeras siete sesiones, dando su «amén» a las que juzgó incuestionables y exponiendo y refutando los errores del resto. En 1548 apareció el Interim o Declaración de Religión de Carlos V, un documento contemporizador, confirmando, en efecto, la religión Papal, cuyas únicas concesiones a los protestantes eran el permiso, para los clérigos casados, de retener a sus esposas, y para el laicado, el recibir la comunión en ambas formas. Calvino, estimulado por una carta de Bullinger, perdió poco tiempo en preparar una réplica al documento que llamó «Interim adúltero-germano de Ceremonias y Sacramentos». Con la vigorosa obra titulada El verdadero método de llevar la paz a la Cristiandad y de Reformar la Iglesia, refutó una vez más, con particular referencia al ínterin, los errores de la Iglesia Romana y defendió y explicó las reformas en la doctrina y culto en que insistían las iglesias protestantes.

En 1549 Calvino redactó, en veintiocho breves párrafos, un Consensus de Convenio Mutuo, refiriéndose a los sacramentos, con el propósito de establecer una armonía convenida de doctrina sobre el asunto que estaba amenazando con dividir las iglesias reformadas. La enseñanza propuesta en este documento fue acometida en la forma más inmoderada por Joaquín Westphal, un hiper luterano de Hamburgo que había sido culpable de la vergonzosa repulsión hecha a Juan Lasco y sus compañeros refugiados de la persecución mariana en Inglaterra, cuando habían buscado asilo en suelo alemán. En una carta dirigida en 1554 a los pastores suizos y a las iglesias reformadas francesas, Calvino denuncia a Westphal en duros términos, aunque sin mencionar su nombre. También compuso una Exposición de los puntos más importantes de su Consensus que nos permite una mayor comprensión respecto a su celo por la verdad, que fue la fuerza motriz de todas sus actividades, tanto polémicas como de cualquier otro género. Calvino, como frecuentemente solía afirmar, era un amante de la paz, tímido por naturaleza y reservado, que no gozaba nada con las discusiones. Pero su fuerte sentido del deber nunca le permitió suprimir la verdad en gracia a evitar la lucha. «Todos estamos de acuerdo —decía— en que la paz no es para ser comprada al precio de la verdad.» Su observación en este mismo pasaje de que «hay muy pocos otros que puedan tener más placer que yo en la cándida confesión de la verdad», explica el empuje y la vitalidad de que están informados todos sus escritos polémicos: no era el entusiasmo por la controversia, sino el entusiasmo por la verdad, lo que siempre le mantuvo infatigablemente en la brecha.

Westphal, sin embargo, era reacio a seguir callado y volvió al ataque con mayor ferocidad que nunca. Calvino escribió, o más bien dictó —pues, como dice en una carta a Bullinger, «la prisa era tan grande que yo solamente la dictaba, otra persona la leía e inmediatamente se enviaba a la imprenta— Una Segunda defensa de la piadosa y ortodoxa fe concerniente a los Sacramentos, en respuesta a las calumnias de Joaquín Westphal (1554). Westphal había atacado la doctrina recepcionista del sacramento de la Sagrada Comunión y había afirmado una identidad en sustancia del pan y el cuerpo de Cristo. «Mantenemos —declara Calvino en réplica a esta tergiversación— que el cuerpo y la sangre de Cristo están verdaderamente ofrecidos a nosotros en la Cena con objeto de dar vida a nuestras almas, y explicamos, sin ambigüedad, que nuestras almas se vigorizan por este alimento espiritual que se nos ofrece en la Cena, al igual que nuestros cuerpos son alimentados por el pan terrenal. Por tanto, sostenemos que en la Cena hay una verdadera participación de la carne y la sangre de Cristo.» El año 1557 vio la luz la publicación de la Admonición final a Joachim Westphal, quien, aunque pronunciando anatemas contra Calvino y sus opiniones, se había quejado de que el Reformador le había tratado ásperamente.

«Con qué mala gana estoy siendo arrastrado a este litigio», exclama Calvino al comienzo de su Segunda defensa contra Westphal; ya que no le proporcionaba ningún placer el que su vida estuviese virtualmente siempre plagada de controversias. Esto se hace nuevamente visible a algunos años más tarde cuando se sintió compelido a refutar las calumnias y errores de otro alemán pendenciero llamado Heshusius, que también despotricaba abusivamente sobre la doctrina sacramental de Calvino. El trabajo resultante, Sobre la verdadera participación de la carne y la sangre de Cristo (1561), comienza con estas palabras: «Necesito someterme pacientemente a esta condición que la Providencia me ha asignado de que hombres petulantes, deshonestos y fanáticos, como si se hubiesen conjurado juntos, me hagan especial objeto de su virulencia.» Y, en un pasaje emotivo, sigue apelando a su querido amigo Melanchthon, que había muerto un poco antes: «¡Oh querido Melanchthon! Te llamo ahora que estás viviendo con Cristo en la presencia de Dios y esperando que nos unamos en su bendito reposo: dijiste cien veces, cuando agotado por el trabajo y oprimido por la tristeza descansabas familiarmente tu cabeza sobre mi pecho: «¡Quisiera morir sobre este pecho!» Desde entonces he deseado mil veces que nuestra suerte hubiese sido el estar juntos.»

No ha habido oportunidad de referirme a todas las controversias en las que la pluma de Calvino estuvo tan infatigablemente comprometida; pero se han indicado bastantes para mostrar cómo constituían un factor casi constante en su vida. He descrito los trabajos de polémica y controversia como si en cierto sentido fuesen incidentales a su producción literaria. Pero no por esto quiero decir que no sean importantes; por el contrario, ya que Calvino se comprometía en esos trabajos polémicos sólo porque Percibía que los logros vitales inmediatos de la Reforma estaban en peligro. Como dijo Benjamín Warfield, «ninguna de las obras Polémicas dejan de estar informadas, desde el principio al fin, de una gran altura de miras, al ser redactadas con una plena seriedad y seguridad argumental, mostrando una sólida instrucción, de tal forma que se elevan por encima del plano de una lucha meramente partidaria y tienen un adecuado lugar entre las posesiones Permanentes de la iglesia». Pero no formaban parte de un programa literario preconcebido, de los que Calvino solía tener. Eran como interrupciones, aunque interrupciones necesarias en el principal proyecto que tenía siempre ante sí, el cual, en medio de esas y otras interrupciones sin cuento, no falló nunca en proseguir con altruista propósito: el proyecto de exponer la Sagrada Escritura para la instrucción y edificación del pueblo de Dios.

La composición y elaboración de las Instituciones era parte y componente de este mayor objetivo, ya que como Calvino explica en la Epístola al Lector, antepuesta a la edición de 1539, con este trabajo intentaba suministrar un sumario sistemático de la teología de la Sagrada Escritura que sirviera como una introducción al estudio del Sagrado Volumen: «Habiendo así, como tenía que ser —escribe—, pavimentado el camino, será innecesario para mí entrar en largas discusiones de puntos doctrinales y extenderme en ellas en cualquier comentario de la Escritura que pueda publicar en el futuro, por lo que siempre los dejaré reducidos en un estrecho límite. Con esto el piadoso lector se ahorrará dificultades y fatigas, puesto que ya viene preparado con un conocimiento de la obra como necesario prerrequisito.» Esta explicación muestra cómo en la mente de Calvino las Instituciones y sus comentarios fueron complementarios unos de otros y arrojan una interesante luz sobre su diáfano y práctico método de comentar.

De los muchos volúmenes producidos por la pluma de Calvino la gran mayoría son comentarios. Estos frutos de una fenomenal dedicación al trabajo cubren una gran parte del Antiguo Testamento y la totalidad del Nuevo, aparte del Apocalipsis. En la Epístola Dedicatoria de sus primeros comentarios, la de la Epístola de Pablo a los Romanos (1539) expresa la opinión de que la «principal excelencia de un comentador consiste en una lúcida brevedad» y añade que debe ser casi la única tarea del comentarista el descubrir la mente del escritor a quien se ha comprometido exponer y no llevar a sus lectores lejos de tal propósito. Fue de acuerdo con estos principios —dice— que se propuso regular su propio estilo. De nuevo, dieciocho años más tarde, en el Prefacio a su comentario de los Salmos escribe: «No he observado siempre un simple estilo de enseñanza, sino que, con objeto de suprimir en el futuro toda ostentación, me he abstenido también generalmente de refutar las opiniones de los otros…, excepto donde hubo razón para temer que, por quedar en silencio concerniente a ello, pudiese dejar a mis lectores sumidos en la duda y la perplejidad.»

Los comentarios de Calvino representan una sorprendente y completa ruptura con el método alegórico retorcido y complicado de exposición, de los eruditos escolásticos. Interpretó la Escritura de acuerdo con su plan principal, recto y de sentido natural, esto es, como la Palabra de Dios para todos los hombres. El hecho de estar consciente de tal ruptura se ve claramente en los siguientes párrafos del comentario a II Corintios 3:6: «Durante varios siglos se nos ha dicho con frecuencia que Pablo nos provee aquí de la clave para exponer la Escritura por alegorías; sin embargo nunca hubo nada más alejado de su mente… Este pasaje ha sido equivocadamente retorcido, primero por Orígenes y después por otros, en un sentido espurio, de cuyo error lo más pernicioso es imaginar que la lectura de la Biblia no solamente no sería útil, sino dañina, a menos que se interprete por alegorías. Este error ha sido la fuente de muchos males, ya que no solamente ha sido una licencia para adulterar el genuino significado de la Escritura, sino que cuanto más atrevido se ha hecho en tal sentido un comentarista en la utilización de este método, más ha figurado como eminente intérprete de la Palabra de Dios. De esta forma, muchos antiguos comentaristas jugaron con la Palabra de Dios tan descuidadamente como si se tratase de una pelota que se lanza de un sitio a otro. Esto también ha dado una oportunidad a los herejes para turbar la Iglesia sin freno, ya que se hizo una práctica general el hacer decir al texto bíblico cualquier fantasía o absurdo que viniese a mano, so pretexto de que se interpretaba una alegoría. Muchos buenos hombres fueron desviados, inventando opiniones distorsionadas, engañadas por su afición a la alegoría.»

Uno de los grandes beneficios de la Reforma fue la restauración de una exégesis bíblica sana, práctica y recta, basada en el respeto que merece el significado de cada palabra y la forma literaria en que fueron escritas con sus distintos aspectos históricos, poéticos, didácticos, parabólicos, apocalípticos o, a veces, alegóricos. El texto cesó de ser un terreno de juego para ingeniosos chapuceros y fue manejado una vez más con el respeto que merece la divina revelación para la humanidad caída. En este retorno a la sana exégesis Calvino fue un notable pionero.

Hay también que hacer especial mención de la voluminosa correspondencia de Calvino. La impetuosa riada de cartas que surgían de su pluma, dirigidas a amigos, a lectores laicos y eclesiásticos, a iglesias, a reyes, príncipes y nobles y no menos a aquellos que estaban sufriendo persecución por el Evangelio, revela no sólo cuan consciente era como escritor de misivas, sino la amorosa constancia de su amistad, la visión de un estratega magistral y la profunda compasión y noble interés por los hermanos cristianos cuya fe estaba siendo puesta a prueba por la tortura, el encarcelamiento o la cruel perspectiva de la muerte.

Es difícil imaginar que tan prolífico autor estuviese también, a diario, ocupado en una multiplicidad de otros deberes, predicando todos los días de la semana, dando conferencias de teología tres veces, de lunes a domingo, ocupando su lugar en las sesiones del Consistorio, instruyendo al clero sin abandonar el Consejo y teniendo siempre una hábil mano en el gobierno de la ciudad, visitando a los enfermos, aconsejando a los que tenían necesidad de su sabio consejo, recibiendo a numerosas personas que venían en su busca, de cerca o de lejos, y dándose de todo corazón a todos sus amigos con una amistad cálida que tanto significó para él y para todos. No es de maravillar que Wolfgang Musculus se refiriese a él como si se tratase de un arco siempre tenso para ser disparado. ¿Cómo pudo un simple hombre, tan frágil, tan débil físicamente, lograr tan prodigiosos resultados? La respuesta la encontramos en las palabras del Apóstol Pablo: «Tenemos, empero, este tesoro en vasos de barro para que la alteza sea del poder de Dios y no de nosotros…; por tanto, no desmayemos; antes, aunque este hombre nuestro exterior se va desgastando, el interior, empero, se renueva de día en día» (II Cor. 4:7, 16).

«Dormía poco —dice Beza de Calvino— y tenía una memoria tan prodigiosa que cualquier persona a la que hubiese visto una sola vez era reconocida instantáneamente a distancia de años, y cuando en el curso del dictado sucedía que tenía que interrumpirlo por varias horas, como ocurría con frecuencia, tan pronto como ponía nuevamente manos a la obra recomenzaba el dictado en el acto como si realmente no lo hubiese dejado de la mano. Cualquier cosa que tuviese que saber o aprender para el mejor rendimiento de sus deberes, aunque mezclada con multitud de otros datos y cosas, jamás era olvidada. En cualquier aspecto que era consultado, su juicio era tan claro y correcto que con frecuencia parecía más bien una profecía; y tampoco conozco a nadie que hubiese incurrido en error por haber seguido su consejo. Solía despojarse de toda elocuencia y era sobrio en el uso de las palabras; pero no por eso era un escritor descuidado. Ningún teólogo de este período escribió más puramente, con más peso, más juiciosamente, aunque él solo escribiese mucho más que muchos otros juntos, ya que los estudios de su juventud y una cierta agudeza de juicio, confirmada por la práctica del dictado, nunca fallaba en la apropiada y exacta expresión, y escribió mucho más de lo que habló en toda su vida. En la doctrina que escribió al principio persistió firmemente hasta el final, haciendo escasamente algún pequeño cambio.» De las calumnias que los enemigos de Calvino propagaron con tanto celo, respecto a su carácter, Beza recalca «que no es precisa ninguna refutación para aquellos que conocieron a este gran hombre mientras vivió, ni para la posteridad, que le juzgará por sus obras». Ciertamente, podemos juzgarle hoy en día por sus trabajos, y de esta forma encontraremos cuan insustanciales son los muchos prejuicios que todavía se ciernen alrededor del nombre de Juan Calvino.

Extracto del libro: Calvino profeta contemporáneo. 
Articulo ​LA PLUMA DEL PROFETA  por PHILIP EDGCUMBE HUGHES

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